EL INCONFESABLE SECRETO DE CARLOS V
Manuel Fernández Álvarez/Real Academia de la Historia
A su llegada a España mantuvo relaciones amorosas con Germana de Foix, su abuelastra, de las cuales nació Isabel de Castilla. La historia se guardó bajo siete llaves para evitar su uso político por los enemigos del Emperador
El 15 de octubre de 1536 moría en su palacio de Liria, Valencia, Germana de Foix, la que había sido última reina de Aragón. En su testamento, realizado pocos días antes, dejaba diversas mandas pías, como era la costumbre de la época, y varios legados a sus parientes y criados. Entre esos legados destacaba, como muy principal, un regio collar de 133 perlas gruesas, “el mejor que tenemos”, a una mujer de la cual poco o nada se sabía: Isabel de Castilla.
El regio legado se determina en el testamento de Germana en estos precisos términos: “Ittem, llegamos (sic) y dexamos aquel hilo de perlas gruessas de nuestra persona, que es el mejor que tenemos, en el qual ay Çiento y treynta (sic) tres perlas, a la sereníssima doña Ysabel, Ynfanta de Castilla, hija de la Mat. del Emperador, mi señor e hijo, y esto por el sobrado amor que tenemos a Su Alteza”.
Sabemos muy bien quién era Germana de Foix, una princesa francesa, sobrina carnal de Luis XII, que por el Tratado de Blois, firmado por el rey francés y Fernando el Católico, se había desposado con el monarca español en 1506. El encuentro tuvo lugar en Dueñas, el 15 de marzo, y las velaciones, tres días después. Germana era una joven princesa de dieciocho años y Fernando, un hombre viejo para aquellos tiempos que había cumplido ya los cincuenta y cuatro.
Diez años escasos duró aquel matrimonio de Estado. El 23 de enero de 1516, moría en Madrigalejo el Rey Católico. El último año de su vida su salud había decaído notablemente. Un ataque cardíaco, acaso una hemiplejia, lo había desfigurado, provocando este comentario en el fidedigno cronista Andrés Bernáldez, en sus Memorias del reinado de los Reyes Católicos: “El Rey estuvo muy malo, en veinte y siete de Junio en la noche, que creyeron que no amaneciera vivo, siendo hidropesía y mal de corazón. Y habiéndose caído parte de una quixada, se había parado tan feo que no parecía el de antes. Entonces ordenó su Testamento”.
El contraste entre el caduco rey y la juvenil reina debió animar a los tenorios de turno. Al menos sabemos de uno, y de los principales personajes de la Corte, Antonio Agustín, vicecanciller de la Corona de Aragón, que provocaría con sus galanteos la cólera del rey. Y de ello dejaría constancia el mismo cronista: “Estando algo mejor -Fernando-, en veinte de Julio partió para Aranda de Duero a donde viniendo de las Cortes de Monzón Antonio Agustín, su vicecanciller del reino de Aragón, lo hizo prender y poner a buen recaudo en el castillo de Simancas, por haber requerido de amores a la reina Germana. En la cual prisión estuvo mucho tiempo”. Ambos párrafos van seguidos, como si el cronista quisiera darnos a entender que la ruina física del rey traería consigo aquel galanteo de Antonio Agustín con Germana.
No es Andrés Bernáldez el único en aludir a ese lance amoroso; también lo recoge Galíndez de Carvajal, quien al comentar la prisión del vicecanciller Agustín nos dice: “E aunque le dieron otro color, verdad fue que lo mandó prender porque requirió de amores a la reina Germana” , en cita de García de Mercadal en la obra La segunda mujer del Rey Católico, Germana de Foix, última reina de Aragón.
Dos años después, en noviembre de 1517, muerto ya Fernando el Católico, se produjo el encuentro entre Carlos I y Germana en las cercanías de Valladolid. Carlos tenía entonces diecisiete años y Germana, veintinueve. No era la mujer gorda hasta la obesidad casi repugnante en que luego se convertiría, ni mucho menos una mujer entrada en años. Se trataba de una viuda joven, en la plenitud de la vida, que desde el primer momento congeniaría con aquel rey adolescente que llegaba de Flandes.
Por orden del Rey Católico
Carlos venía muy predispuesto a favor de la viuda de su abuelo, porque así se lo había pedido Fernando, recordándole que estaba en deuda con su memoria, por haber dejado libremente la Corona de Aragón. Fernando el Católico, quizás en la postrera carta firmada por su mano, ordenaba a su nieto: “… vos miraréis por ella y la honraréis y acataréis… “
Y le añadiría que la reina debía vivir:
… donde pueda ser honrada y favorescida de vos y remediada en todas sus necesidades… “, como consta en mi Corpus documental de Carlos V.
Á tono con estas recomendaciones de su abuelo estuvo el comportamiento de Carlos en sus primeros contactos con Germana de Foix. Y de ese modo, cuando supo que se acercaba para reverenciarle a Valladolid, salió antes a su encuentro para tratarla con la más extrema cortesía, bien reflejada en los cronistas, tanto flamencos como castellanos.
Un encuentro, y esto es digno de tenerse en cuenta, de un príncipe adolescente de diecisiete años con una princesa francesa que había cumplido los veintinueve, de buen talle, si hemos de creer el cuadro que poseemos, de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, Valencia, pues su obesidad, como ya hemos señalado, sería fruto de una enfermedad posterior. Y en una corte donde casi nadie sabía el francés, estos príncipes iban a estar pronto ligados por el idioma común, que al tiempo les unía a ellos y al tiempo les aislaba de ese entorno castellano en el que se hallaban inmersos.
El rey, enamorado
Sí. Estaba la dulce lengua francesa que los unía, cuando Carlos apenas si se entendía con sus nuevos vasallos de Castilla, extremando el rey sus gentilezas. Aquí, el relato del cronista flamenco Laurent Vital, en su Primer voyage de CharlesQuint en Espagne, de 1517 a 1518, es muy revelador:
“Quand il -Charles- se trouva prés, il la baisa et salua, et icella Princesse voulut descendee de sa mulle, mais le Roy ne le volut souffrir… ” (Cuando estuvo -Carlos- cerca, la besó y la saludó, y la Princesa quiso descender de su mula, pero el Rey no lo quiso permitir…)
Después nos dice cómo el joven rey saludó y besó a las otras damas de Germana, entre las que las había muy hermosas, de forma que había merecido la pena, no perdiendo el rey su tiempo, … car tost aprés je oys dire qu’il avoit conquis et faict una dame par amour, por I”amour de ¡aquella merveilles d”armes et aultres gracieux esbatements se feirent depues…” (… pues poco después oí decir que él había conquistado a una dama por amor, por el amor de la cual maravillas de armas y otras graciosas diversiones se hicieron después…).
Un rumor que confirma el propio Carlos por aquellas fechas -enero de 1518- en una confidencia amorosa a su amigo el conde de Nassau, a quien le escribiría sobre una dama que era muy de su agrado, según anota Karl Brandi en su biografía del personaje. Por esas fechas residía en Valladolid y su casona palaciega era frontera a la de Germana; para poderla visitar y ser visitado por ella sin necesidad de cruzar la calle, Carlos mandó hacer un puente de madera, que, a decir de Laurent Vital: “… feit du bon plaisir á beaucoup de gens de bien, et nommément aux amoureux, en tant que facillement pouvoient aller par lá visitar leurs maistresses et damas par amour…” ( … hecho para el disfrute de las gentes de bien, y sobre todo para los enamorados, ya que fácilmente podían pasar por él para visitar a sus amantes y damas…)
¡El puente de los enamorados uniendo ambos palacios! ¿Podía señalarse más claramente lo que estaba ocurriendo? Pienso que no.
¿Duró mucho esa tierna relación de Carlos con Germana? No demasiado, si hemos de creer al cronista Sandoval, desengañado el futuro César por la liviandad de la reina viuda:
“Fue tanto -el respeto de Carlos a Germana- que si ella entraba y el rey estaba sentado, se levantaba de su asiento y se descubría y la hablaba la rodilla en tierra.(…) No duró esta cortesía mucho tiempo -añade Sandoval-, porque el rey luego cobró autoridad y ella miró poco por la suya, gustando más de sus placeres, comidas, huertas y otras cosas ajenas de quien era, aunque ni en lo que toca a la limpieza de su persona, que de mirar por el respeto que sus tocas pedían…”
A la hija del Emperador
En todo caso, Germana acompañaría a Carlos en sus viajes por España y en su coronación en Aquisgrán, casándola el Emperador en junio de 1519 con un personaje de su corte, el marqués de Brandenburgo, hermano del Príncipe Elector.
Úrsula Germana de Foix, princesa francesa, última reina de Aragón. soberana de Nápoles, Sicilia y Jerusalén, condesa de Barcelona, marquesa de Brandeburgo, duquesa de Calabria y virreina de Valencia murió en Liria (Valencia) probablemente de hidropesía debido a su sobrepeso, en el año 1536 a los 48 años.
Sus restos fueron sepultados, por expreso deseo suyo, en el monasterio de San Miguel de los Reyes (Valencia), una fundación suya y de su esposo.
En una masía del término municipal de Liria, que fue propiedad de los jerónimos, se conserva la reproducción exacta de la lápida original que reza: «En este histórico monasterio a la sazón de los monjes Jerónimos falleció 15 de Octubre 1536 siendo Reina Gobernadora de Valencia Germana de Foix esposa que fue del rey D. Fernando el Católico Marquesa de Brandemburgo y Duquesa de Calabria. Cien clérigos con antorchas acompañaron sus restos mortales hasta Valencia, donde reposan en el Monasterio de S. Miguel de los Reyes. In memoria scripsi”
Finalmente, a poco de su regreso a España, Germana es nombrada virreina de Valencia, donde ya la vemos en diciembre de 1523. Y, a la muerte de su segundo marido, en 1525, no tardará en desposar con el duque de Calabria, siendo designados los dos virreyes de Valencia en 1526, y donde ya seguiría la reina el resto de su vida. Y a su muerte, dejaría esa joya tan valiosa, la mejor que poseía, a Isabel de Castilla. ¿Por qué? ¿Quién era para Germana aquella Isabel? ¿Quién era, en suma, Isabel de Castilla?
No he visto ninguna referencia en las crónicas del tiempo, salvo en la de Pedro Girón, en la que, en sus papeles del año 1537 la cita, entre otros personajes de la corte, pero de un modo muy escueto. Dentro de un capítulo que titula Dichos satíricos dedicados a diversos personajes, el último va así:
“A doña Isabel de Castilla: Mulier quit ploras, ¿quem querís?” (A doña Isabel de Castilla: Mujer que lloras, ¿qué quieres?). Eso es todo. Por tanto, lo que acabaremos sabiendo de ella será lo que diga el testamento de Germana y algún otro documento relacionado con él, sitos por cierto en el Archivo de Simancas y en un mismo legajo.
Quien primero estudió esa documentación fue, que yo sepa, una historiadora valenciana, la profesora Regina Pinilla, que hizo su tesis doctoral sobre el virreinato en Valencia de la reina Germana de Foix hace cosa de quince años. Yo tuve la fortuna de estar en el tribunal que juzgaba dicha tesis, y por eso pude tener conocimiento de todo ello. La primera conclusión, si volvemos a leer el legado de Germana a Isabel de Castilla, es que la reina Germana nos indica quién era el padre:
… hija de la Maj. del Emperador… “
Esta es una referencia bien precisa, y no confunde a nadie, salvo a quién esté deseando ser confundido, porque Germana añade a continuación un tratamiento afectuoso al Emperador:
… mi señor e hijo… “
En este último caso estamos, evidentemente, ante algo meramente simbólico, pues bien sabido es que Germana no tenía parentesco alguno con Carlos V; un tratamiento, insisto, meramente afectivo, que acostumbraban a usar entre sí los miembros de la realeza europea, de lo que aún queda cierto eco en nuestros mismos días: hermanos y hermanas, cuando eran de la misma generación; padres e hijos, cuando eran de generaciones distintas. Por otra parte, nuestra consulta al banco de datos de la Real Academia española no deja lugar a dudas: esa frase, “hija de la Majestad del Emperador”, alude, con toda evidencia, a una hija de Carlos V. En este punto, quisiera agradecer la ayuda que me prestó mi buen amigo el profesor Luis Santos Río, de la Universidad de Salamanca.
Ahora bien, aunque el documento es auténtico -se trata de una copia notarial del testamento, legalizada con la firma del notario y de los testigos-, queda la duda de si Germana estaba en condiciones de poder afirmar esa paternidad del Emperador. ¿Cómo lo sabía? Sin duda, el hecho de que dejara aquella valiosísima joya a Isabel de Castilla puede darnos una pista: la reina conocía muy bien a aquella mujer, justificando su legado con estas expresivas palabras:
… y esto -el darle aquel fantástico collar- por el sobrado amor y voluntad que tenemos a Su Alteza”.
Una carta esclarecedora
Es otro documento que acompaña al testamento de Germana el que nos saca de dudas. Se trata de una carta del duque de Calabria, don Fernando, el último marido de Germana, escrita a la emperatriz Isabel. En su carta, escrita cuatro días después de la muerte de su mujer, da cuenta a la Emperatriz de su enfermedad postrera y añade:
“Con ésta irá la copia del dicho testamento auctenticada, porque por ella vea V. Mag. el legado de las perlas que dexa a la serma. infanta doña Ysabel, su hija. V. Magd. mandará screuirme si es servida que se le embien con hombre propio, o si será servida embiar por ellas, o lo que más fuere de su servicio…”.
Por tanto, el duque de Calabria nos aclara el misterio: Germana, su mujer, era la madre de aquella Isabel de Castilla. Y si él conocía lo que era el gran secreto del Emperador, tras sus diez años de vida conyugal con Germana, podemos concluir de igual modo que si Germana era la madre de Isabel de Castilla, a buen seguro que conocía a ciencia cierta la personalidad del padre.
Una noticia que todavía para no pocos resulta escandalosa y, por ello, increíble, pues de hecho nos encontramos ante un incesto (aunque tan mitigado como el provocado por aquella anómala situación de una tan joven viuda del Rey Católico que se encuentra con un rey adolescente, con el que no le unía ningún lazo carnal, pues no era su abuela, sino su abuelastra). Y eso explica, por supuesto, el secreto tan estricto que se mantiene, de tal forma que ningún enemigo del Emperador pudiera hacer uso de ello en su contra: ni comuneros, ni agermanados, ni luteranos, ni franceses. Y eso explica, también, que Germana no se refiera de otra forma, declarando su maternidad en el testamento, precisamente por eso, porque el testamento era un documento público y eso sería revelar lo inconfesable; y en cambio, el duque de Calabria lo hará, a medias, pero en una carta privada, que la secretaría regia archivará.
Fernando el Católico
Y de esta forma, nos encontramos con el secreto mejor guardado del reinado de Carlos V. Incluso el secretario de turno, a la hora de sacar los cabos más destacados del testamento de Germana (no por el orden en que iban en el documento, sino seleccionándolos por su importancia, lo cual es otro dato a tener en cuenta), para que la Emperatriz tuviera noticia clara de su contenido, pondrá como segundo legado más importante, después de una copa de oro que la reina Germana había dejado al Emperador, el destinado a doña Isabel de Castilla, y de esta forma: “Itero, a la sma. sra. Infanta doña Ysabel, hija de Su Mt., un collar de oro con perlas, el mejor que tiene”.
Esto es, para ese secretario regio tampoco había ninguna duda: doña Isabel de Castilla era hija de Carlos V. Lo que se librará muy mucho es de señalar quién era la madre. Que Carlos V tuviera una hija natural no escandalizaba a nadie. Pero sí que la hubiera tenido con la viuda de Fernando el Católico.
Ahora bien, todavía se alza alguna duda. Y en primer lugar esa extraña titulación, al tratar a Isabel como Infanta de Castilla, título que sólo correspondía a los hijos legítimos de los reyes. Está claro que estamos ante una licencia de Germana de Foix, llevada de un exceso de amor materno, acaso porque considerase que como tal había que tener a la que era su hija, a la vez, de un rey y de una reina; un tratamiento que también mantiene lo mismo el duque de Calabria que el secretario que en la corte imperial sacó los puntos principales del testamento de Germana. Sólo el cronista Pedro Girón la denominará simplemente “Isabel de Castilla”.
En todo caso, lo que los documentos prueban, sin lugar a dudas, es que nos hallamos ante un personaje que hasta ahora había pasado desapercibido: Isabel de Castilla, la hija natural de Carlos V y Germana de Foix. Y ese sería, en definitiva, el gran secreto del Emperador; el secreto mejor guardado.
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