lunes, 12 de marzo de 2012

349.- El juicio de los nueve de Catonsville





El juicio de los nueve de Catonsville

Daniel Berrigan

El 17 de mayo de 1968 siete hombres y dos mujeres irrumpieron en la oficina del servicio de reclutamiento militar de la localidad de Catonsville, en el condado de Baltimore (Maryland) para protestar contra la guerra de Vietnam. En cuestión de unos pocos segundos, y ante el estupor de las funcionarias allí presentes, comenzaron a vaciar el contenido de algunos archivos en unas papeleras de metal y salieron corriendo al aparcamiento que había en el exterior, donde prendieron fuego a los expedientes de movilización que contenían los ficheros después de rociarlos con napalm casero; luego, se santiguaron y se pusieron a rezar, mientras esperaban la llegada de la policía.
Los nueve de Catonsville fueron detenidos, juzgados y condenados a prisión. Uno de ellos, Daniel Berrigan, escribió este libro dando testimonio de aquel juicio.
Pararan o no la guerra, los nueve de Catonsville fueron todo un símbolo en aquellos momentos, y aunque desde entonces han pasado casi cuarenta años, continúan vigentes las mismas cuestiones que quisieron denunciar con su acción: la guerra, el racismo, la pobreza... Por eso, esta pequeña obra sobre los límites de la obediencia y el significado y las contradicciones de la desobediencia sigue conservando todo su sentido.


Traducción:
Bárbara Arizti Martín
Introducción de Andrés García Inda

Nº de páginas: 174


Comentario sobre la obra

Del enfrentamiento contra leyes injustas y prácticas políticas inadmisibles.

El VIEJO TOPO -REBELION
enero 2009
Salvador López Arnal

Se trata de hacer cosas concretas, no basta con adoptar posturas abstractas. Se trata de decir no, porque, como ha señalado Jorge Riechmann y recuerda Andrés García Inda en su documentada introducción, en ese NO está precisamente el principio generador del ámbito ético y de la resistencia política bien entendida.

El juicio de los nueve de Catonsville es una obra de teatro, una obra de teatro político que toma pie en una acción de resistencia y denuncia contra la guerra de EE. UU. contra Vietnam. La posición poliética que vertebra todo su desarrollo se resume en unas palabras del autor que García Inda ha escogido para encabezar su introducción: “A los juristas les complace creer –o creerse- que el hombre es la suma de sus leyes (…) Para llegar a acatar profunda e inteligentemente la ley, es necesario enfrentarse a ella.”

La acción que describe, y que fue llamada la de “la banda de los Berrigan”, la reflexión que construye, se convirtió rápidamente en un punto de referencia y de discusión del movimiento pacifista usamericano, y de la comunidad cristiana en particular, que acabaría desencadenando un movimiento de resistencia civil llamado “la nueva izquierda católica”. Con antecedentes sin duda en la propia tradición americana de desobediencia civil: Paine, Henry David Thoureau y Jefferson, de quien precisamente se recuerdan en el capítulo “El día del juicio”, estas palabras: “Que Dios nos libre de que pasen veinte años sin una rebelión. ¿Qué país puede preservar sus libertades si no se advierte de vez en cuando a sus gobernantes que su pueblo conserva el espíritu de resistencia?”.
The Catonsville Nine shortly after the action by Jean Walsh. From L to R (standing) George Mische, Philip Berrigan, Daniel Berrigan, Tom Lewis. From L to R (seated) David Darst, Mary Moylan, John Hogan, Marjorie Melville, Tom Melville.

El juicio de los nueve… está compuesta por una introducción y cinco capítulos-actos: el día de la selección del jurado, el día de los hechos del caso, el día de los nueve encausados, el día de las conclusiones, el día del veredicto. Finaliza con un poema del autor, Daniel Berrigan, uno de los encausados: “[…] Imagine. ¡Imagine! Todo lo anterior / Fue una gran mentira./ Philip; tu libertad, estatura / Sencillez, el gueto donde los niños/ Se hacen los enfermos, mueren. / El juez Thomsen, golpea con un martillo al rojo vivo / La hora, la verdad. La verdad ha nacido. / Toda verdad anterior debe morir. Todo /Lo anterior –la fe, la esperanza, el amor mismo-/ Fue una gran mentira”.

Los hechos base de la obra remiten al año, a otro que también conmocionó al mundo. Revueltas estudiantiles anticapitalistas; primaveras de renovación socialista aniquiladas por tanques rusianos; un México nuevamente insurgente; una Guatemala en la que un cruel estado de emergencia intenta parar revueltas populares; Martín Luther King asesinado el 4 de abril de 1968. Mientras tato, en Vietnam las tropas norteamericanas desplegaban una nueva ofensiva. La criminal guerra imperial parecía prolongarse indefinidamente. El 17 de mayo de ese mismo año, siete hombres y dos mujeres irrumpieron en una oficina del servicio de reclutamiento militar de Catonsville, condado de Baltimore (Maryland, USA). Vaciaron el contenido de algunos archivos en una papeleras de metal, salieron corriendo al aparcamiento que había en el exterior, rociaron con napalm casero los expedientes de movilización militar que contenían los archivos, les prendieron fuego y luego se santiguaron y se pusieron a rezar mientras esperaban la llegada de la policía. Ningún golpe hasta entonces, ningún herido, ninguna situación dramatica, sólo los expedientes quemados y los pequeños destrozos anexos inevitables.

Los nueve activistas antibélicos mantenían creencias religiosas católicas y algunos de ellos, no todos, había sido sacerdotes o monjas. Thomas Lewis era un artista joven de 27 años, que trabajaba como profesor en Baltimore; George Mische, de 30 años, habían trabajado como cooperante internacional en América Latina; John Hogan, Thomas Melville y Marjorie Melville habían abandonado sus correspondientes órdenes religiosas; Mary Moylan era una enfermera de 32 años que había trabajado en Uganda en una orden católica. El autor, Daniel Berrigan, hermano de Philip Berrigan, un sacerdote que también participó en la acción, que había destacado en el movimiento de defensa de los derechos civiles, tenía entonces 47 años, era jesuita y probablemente fuera el más conocido de todos: era miembro de la prestigiosa Universidad de Cornell.
Algunos de ellos llevaron atuendos clericales en su acción. Probablemente fuera una forma de dejar constancia del enfrentamiento y distanciamiento entre la base eclesiástica y la jerarquía católica. Su máximo representante en Estados Unidos, el cardenal Francis Spellman, había bendecido la guerra de anexión imperial contra el pueblo vietnamita. Y un añadido: uno de los activistas, hermano del autor, Philip Berrigan, era un sacerdote católico, el primero que fue condenado por un delito político.

El movimiento pacifista de los sesenta, el movimiento de los derechos civiles, había apostado por violar la ley como método de cambio y en la repercusión de sus acciones a través de medios de comunicación no siempre entonces totalmente entregados a los dictados del Capital y afines. La acción de Catonsville buscaba, precisamente, impactar socialmente y, a un tiempo, la eficacia simbólica. La acción estaba enmarcada en ese marco del movimiento, si bien surgió en un lugar inesperado y perturbaba en cierto modo los vértices de lo comúnmente aceptado en las opciones políticas e ideológicas del momento. De hecho, unos críticos pensaron que era una deriva hacia acciones violentas; otros rechazaron la presencia de liturgias religiosas en la acción; un tercer grupo pensó que la acción era ineficaz por su aceptación del castigo y promovieron formas más pragmáticas de lucha y resistencia. La acción, sin duda, supuso un revulsivo: como señala el introductor del volumen, los nueve ponían en cuestión el carácter sagrado de algunas formas de propiedad, afirmaron que algún tipo de propiedad no tenía derecho a existir y que, como manifestó Berrigan en el juicio para justificar su acción, era preferible quemar papeles -lo que ellos habían hecho- que quemar niños -lo que el ejército usamericano estaba haciendo en Vietnam.

El proceso por los sucesos de 17 de mayo tuvo lugar en Baltimore, bajo la presidencia del juez Roszel Thomsen, entre el 8 y el 10 de octubre de 1968. La defensa de los encausados estuvo dirigida por William Kunstler un letrado radical que se convertiría más tarde en el abogado de las Panteras Negras. Los cargos fueron: mutilar documentos del gobierno, destruir propiedad gubernamental e interferir en la administración del sistema de reclutamiento. Los encausados interpretaron el juicio desde el primer momento como otra fase de la resistencia. Philip Berrigan lo expresó así en su diario: “En el tribunal, oponemos valores contra la legalidad, de acuerdo con las reglas legales y con poca oportunidad de éxito legal. No hay que hacerse ilusiones con la justicia: no debemos esperar sino un foro en el que comunicar un ideal, una convicción y una angustia”. El propio autor, Daniel Berrigan, hace decirse a sí mismo en el juicio su posición de fondo: “Se ha excluido nuestra pasión moral. Es como si nos hubieran sometido a una autopsia, como si hubiéramos sido desmembrados por gente que se preguntaba si teníamos o no alma. Nosotros estamos convencidos de tener alma. Es nuestra alma la que nos trajo aquí. Es nuestra alma la que nos metió en problemas. Es nuestra concepción del hombre. Pero nuestra posición moral se ha proscrito en esta sala. Es como si el proceso legal fuera una autopsia” (p. 154).


No andaba errado Berrigan: los nueves acusados fueron encontrados culpables de los cargos que les imputaban. El proceso fue una autopsia, hecha, como suele ocurrir, al dictado de otros intereses y valores no estrictamente jurídicos. Cuatro semanas después del juicio volvieron a la sala para ser sentenciados: cuatro de ellos a dos años de prisión; tres ellos de ellos, incluido el autor, a tres años de cárcel, y finalmente, Philip Berrigan y Thomas Lewis a 3 años y medio. El recurso no tuvo éxito y la corte de apelación confirmó el 15 de octubre de 1969 la sentencia anterior con argumentos similares a los que la acusación y el juez habían mantenido durante el proceso.

Dar cuenta de ese ideal, de esa convicción y de esa angustia, es el eje de esta obra de teatro que está dedicada, por lo demás, al más joven de los encausados, David Darst, fallecido en 1969, “porque la obra se acabó con esa llamarada”.



El 17 de mayo de 1968 siete hombres y dos mujeres irrumpieron en la oficina del servicio de reclutamiento militar de la localidad de Catonsville, en el condado de Baltimore (Maryland) para protestar contra la guerra de Vietnam. En cuestión de unos pocos segundos, y ante el estupor de las funcionarias allí presentes, comenzaron a vaciar el contenido de algunos archivos en unas papeleras de metal y salieron corriendo al aparcamiento que había en el exterior, donde prendieron fuego a los expedientes de movilización que contenían los ficheros después de rociarlos con napalm casero; luego, se santiguaron y se pusieron a rezar, mientras esperaban la llegada de la policía.
Los nueve de Catonsville fueron detenidos, juzgados y condenados a prisión. Uno de ellos, el poeta Daniel Berrigan, anarquista y activista cristiano, escribió este libro dando testimonio de aquel juicio.
Pararan o no la guerra, los nueve de Catonsville fueron todo un símbolo en aquellos momentos, y aunque desde entonces han pasado casi cuarenta años, continúan vigentes las mismas cuestiones que quisieron denunciar con su acción: la guerra, el racismo, la pobreza... Por eso, esta pequeña obra sobre los límites de la obediencia y el significado y las contradicciones de la desobediencia sigue conservando todo su sentido.


Un poema de Berrigan:

PRUEBAS PARA LA ACUSACIÓN

Las cajas de cenizas de papel
Del tamaño de ataúdes infantiles
Se trajeron en una carretilla,
Amontonadas como haces de leña
O niños después del habitual
Ataque aéreo en Hanoi.
Oí entre latidos
De Jesús y su verdugo
Las bocas de los niños maullando
Por el pecho de las mujeres asesinadas
Las manos ennegrecidas golpeando
La caja de la muerte para respirar.



Y un fragmento de las actas del Juicio:
FISCAL: “¿Y si alguien, tan profunda y sinceramente convencido como Vd… de que la guerra es buena para los intereses de este país, irrumpiera en el local de una organización pacifista o algún depósito semejante de papeles y documentos… y destruyera, robara, quemara y mutilara esos objetos, pensaría usted que esa persona ha violado la ley y debe ser procesada por haberlo hecho?”
PHILIP BERRIGAN: “Ciertamente, nosotros violamos la ley, y debemos ser procesados también… Pienso que sus puntos de vista deberían ser contrastados por la comunidad… del mismo modo que nuestros puntos de vista están siendo contrastados por esta comunidad ahora y afuera, y a través de ella, esperamos que por una comunidad más amplia”.
FISCAL.: “¿Deberían ser ellos condenados por violar la ley?”
Ph. B.: “Pienso que ese es problema suyo [de Vd.].”






sábado, 10 de marzo de 2012

348.- El enigma Grinberg




El enigma Grinberg

Fernando Solana Olivares

Desde su nacimiento, Ciclo literario ha estado interesado en difundir la obra de Jacobo Grinberg Zylberbaum, científico y místico mexicano cuya desaparición aún inexplicada ha rodeado con un halo de misterio su intensa vida como investigador de lo que él llamó la “conciencia de unidad”. En esta ocasión el escritor y periodista Fernando Solana nos comparte su interés por el tema.



Primero, el misterio de la desaparición. Lo pintoresco, como diría Guénon. Su desvanecimiento.
Conforme a un artículo de Sam Quiñónez publicado en el número julio/agosto de 1997 del New Age Journal, el comandante policiaco Padilla, quien dirigía las investigaciones sobre la desaparición del doctor Jacobo Grinberg-Zylberbaum ocurrida en diciembre de 1994, reconoció no tener ni un cuerpo, ni un rastro, ni un móvil al respecto.
Según cuenta el articulista, el año de 1994 había sido muy favorable para Jacobo Grinberg. A pesar de las graves turbulencias políticas mexicanas de entonces, este neurocientífico había alcanzado un alto punto en su carrera profesional luego de casi veinte años de trabajos teóricos y experimentales. A pesar de la incredulidad y hasta la sorna que sus tesis provocaban entre sus mismos colegas, Grinberg obtenía un logro tras otro.
En su laboratorio de la facultad de Psicología de la UNAM, modernizado poco tiempo antes con poderosas computadoras gracias a un importante donativo gubernamental, registró el comportamiento cerebral en estado de trance de don Rodolfo, un chamán veracruzano. Uno de sus libros acerca de la influencia seminal en su proceso de conocimiento de la curandera Bárbara Guerrero, conocida como doña Pachita, por fin sería publicado en inglés. En agosto Grinberg viajó a Alemania para impartir una conferencia sobre su trabajo científico y regresó entusiasmado. Mientras las invitaciones a encuentros y seminarios internacionales se multiplicaban, en diversas partes del mundo crecía el interés por sus investigaciones, inclusive entre aquellos de sus pares mexicanos que en el pasado reciente lo demeritaran tildándolo de charlatán. Un grupo de devotos y dedicados estudiantes de posgrado trabajaba regularmente con él.


Fotografía
Jerry Uelsmann / 1975


Sin embargo, el doctor Grinberg vivía problemas en casa. Su esposa Tere, de 38 años, quería desesperadamente tener un hijo. Él, de 47, no. Y repentinamente, durante el mes de diciembre, Grinberg faltó a algunas citas con sus estudiantes, inclusive a su propia fiesta de cumpleaños el día 14. Su mujer le explicaría a uno de los colaboradores del marido que éste había tenido que volar a Campeche, pero días después llamaría para encargarle de su parte el laboratorio mientras permaneciera en Nepal, a donde según ella ya había partido, un viaje que Grinberg llevaba meses de anunciar con excitación y en el que se encontraría con un maestro de la doctrina budista tibetana Dzogchen, una de las enseñanzas meditativas más secretas que posee esa tradición.
El recado transmitido por la esposa era extraño pues Grinberg siempre daba personalmente ese tipo de instrucciones. Al pasar algunas semanas desde la fecha del regreso del doctor, sus familiares y estudiantes creyeron que la estancia en Nepal se había prolongado. Unos meses después comprobaron que no existía registro de que el hombre hubiera salido del país. Tampoco de Tere, quien se esfumó dejando tras de sí algunos comportamientos muy intrigantes para los investigadores.
La mañana siguiente a la última vez que fue visto vivo su marido ella cobró un cheque de regalías editoriales de él por mil pesos. Un día después le ordenó al cuidador de su casa en Tepoztlán que no se presentara a trabajar porque el doctor había tenido que viajar hacia Guadalajara. El día 14, mientras faltaba en su mismo cumpleaños, Tere contó a la madrastra del doctor Grinberg que inmediatamente después de volver de Campeche él había volado a Nepal. La noche del 24 fue vista afuera de su casa morelense en compañía de una mujer rubia y extranjera. Después se fue abandonando todo, desde el perro y la ropa hasta los muebles y los enseres. Lo mismo hizo con el departamento de la pareja en la ciudad de México. Ni siquiera su madre supo a dónde había ido.
Cinco meses después, la esposa de Grinberg apareció en la casa de una tía situada en Rosarito Beach. Estuvo ahí dos semanas, llamó a su madre el diez de mayo para felicitarla y a continuación se esfumó otra vez, hasta el momento de escribir estas líneas y según lo que se sabe. Al comandante Padilla le llamó la atención que Tere no le hubiera dicho a ninguno de sus parientes acerca de su matrimonio y que la primera foto que vieran de su marido fuera la que de Grinberg les mostró la policía.
La nota de Sam Quiñónez afirmaba que la familia de Jacobo Grinberg quedó convencida de que Tere lo mató, y alguno de ellos razonó en sus declaraciones el hecho de que no pudo hacerlo sola. Pero otra línea de investigación del comandante Padilla consideraba el involucramiento de Carlos Castaneda y de su grupo en la evaporación del sabio, una línea que se vinculaba con Tere, otra vez. Conforme a los testimonios recogidos por el articulista, la relación entre Grinberg y Castaneda era complicada, “una turbulenta mixtura de extrañas mentes y poderosos egos.” Y aunque Grinberg hubiera escrito admirativamente sobre la influencia de Castaneda en sus propias investigaciones cognitivas. En declaraciones que se atribuyen a Marco Antonio Karam, presente en una reunión en Los Angeles en 1991, además de Tere, Castaneda le propuso a Grinberg que dejara su laboratorio universitario y fuera a vivir a su comunidad. Él rehusó. Dos años más tarde la relación se fracturó. Varios estudiantes escucharon a Grinberg decir que Castaneda era un egomaníaco más interesado en el poder que en la verdad. Los mismos que supieron de la fascinación que Castaneda y su gente provocaron en Tere, sobre todo una mujer rubia y extranjera, Florinda Donner, asociada de aquél.
Sobre Jacobo Grinberg no puede afirmarse aquello dicho por un autor en cuanto a su personaje: había resbalado entre los acontecimientos como un buen bailarín que no roza a las demás parejas en la sala atestada. O tal vez sí, depende de la perspectiva.
Testimonios de personas que estuvieron a su lado señalan cómo cierta ansiedad paranoica dominaba su estado de ánimo poco antes de desaparecer. Grinberg parecía querer forzar las pruebas de laboratorio en favor de la demostración de sus teorías, y a su alrededor eso generaba un campo de dudas, de escrúpulos éticos y de aspereza verbal. Se dice que en tales ocasiones la lengua de Grinberg era un látigo.

Y si bien su vida pública estaba compuesta de ese patrón dicotómico entre la consideración debida al genio según unos y la descalificación del charlatán según otros, su vida privada también albergaba tensiones, acaso graves, conforme lo sugiere el comportamiento posterior de su mujer. Su vida secreta, en cambio, se presenta tan misteriosa como la desaparición misma. Sin embargo, Grinberg practicaba técnicas meditativas de interiorización profunda, lo que espiritualmente se conoce como ciencia del ritmo o como camino “místico”, para simplificar. El proyectado y fallido viaje a Nepal con objeto de estudiar la sofisticada doctrina Dzogchen de meditación budista demostraría que el doctor era un sólido practicante espiritual.


Fotografía
Jerry Uelsmann / 1986

Recapitulando alternativas sobre el caso, entonces. Uno: Grinberg fue muerto por su mujer con la colaboración de otros, los castanedianos posiblemente, de acuerdo a las escasas pistas hasta hoy obtenidas. Dos: Grinberg desapareció en el interior de la oscura y enigmática comuna de Carlos Castaneda. Tres: Grinberg llevó a cabo un exitoso suicidio sin cuerpo. Cuatro: Grinberg fue raptado por fuerzas que siguiendo las fábulas circulantes van desde la CIA hasta los alienígenas. Cinco: Grinberg pasó a otra dimensión espaciotemporal por propia voluntad.
La primera opción no cuenta con un móvil visible y de ser cierta podría significar tanto una tragedia conyugal como un crimen entre brujos debido a una lucha de poder en los meandros del esoterismo posmoderno, un mundo definido como extraño y raro por quienes lo han atisbado, donde al ingresar, siendo efectiva la segunda opción en el enigma Grinberg, se dejan atrás para siempre los vínculos personales. En dicha historia habría una novela. Y la cuarta opción conspirativa: el científico abducido y los candidatos a ser responsables de haberlo hecho que se mencionan en los circuitos cibernéticos afectos al tema, se antoja estar compuesta solamente por nuevos y paranoicos lugares comunes.
La tercera conclusión es compartida por alguna gente bien informada en el caso. Por razones que sólo le asisten a él mismo, Grinberg decidió suicidarse pero sin dejar un cuerpo tras de sí. Hay quien cree que ese gesto teatral provino de la megalomanía yoica, del cálculo hasta delirioso para alimentar una leyenda mencionada en la quinta variante: este hombre se marchó a vivir a otra manifestación del ser. Si uno suspende temporalmente la incredulidad lógica en su mente puede imaginar que le fuera posible a Grinberg hacerlo, pues existen referencias respecto a otros que lo han logrado.
Son de orden literario, por lo mismo resultan fantásticas en una primera impresión. Pero son ciertas pues están en el orden de lo posible y provienen de muy antiguos conocimientos yóguicos y chamánicos poseídos por su autor. “El secreto del doctor Honigberger”, un relato de Mircea Eliade publicado en 1956, cuenta el proceso de desaparición de un sabio que descubre, entre otros misterios capitales, la “existencia notoria de Shambala”, un país imperceptible a los ojos profanos debido no a accidentes geográficos sino al propio espacio del cual participa, no apto para ser visto por cualquiera pues es un reino “en el que no se puede entrar sin un entrenamiento espiritual tan complicado como enérgico.”
En alguna versión se menciona la existencia de una nota escrita por Grinberg donde anuncia su paso a otra dimensión de la conciencia. ¿Habría sido su entrenamiento espiritual tan complicado como enérgico según se requiere? Los testimonios sobre su conducta en los últimos tiempos no corresponden a un hombre que estuviera determinado a cumplir una tarea así. Pero concedamos: en la ficción o en la realidad Grinberg logró pasar, transportarse, penetrar a esa otra realidad. Autores serios dirían: a otro estado del ser.
¿A cuál? He ahí la cuestión. Quizá el esfumamiento de Grinberg no fuera provocado con ninguna otra intención que la de reforzar su hipótesis sobre la verdadera naturaleza de las cosas, externada en decenas de publicaciones, entre ellas en un pequeño artículo escrito hace casi veinte años ---hecho llegar a nuestras manos por el amigo que nos llevó (¿o indujo?) a este asunto---: “En torno al fenómeno del chamanismo”. En dicho texto Grinberg explica que “la estructura fundamental del espacio es una red o matriz energética hipercompleja de absoluta coherencia y total simetría. A esta red se le denomina lattice y en su estado fundamental contribuye al espacio mismo omniabarcante y penetrado de todo lo conocido.”
Aunque parezca abstracta, la afirmación anterior es tan concreta como aquella intuición poética que Grinberg, a través de sus polémicos experimentos en laboratorio, quiso probar de manera incuestionable y quizá precipitada: hay muchos mundos, están en éste y existen quienes pueden habitarlos a voluntad.
“¿Para qué agitó usted el avispero?” Tan escueta y hasta inquietante reclamación electrónica de una corresponsal que firma como Antígona Hermética (un seudónimo, según es obvio), recibida hace días a raíz de la escritura de los dos artículos anteriores en esta columna sobre el científico mexicano Jacobo Grinberg-Zylberbaum, más algunos mensajes de quienes lo conocieron directamente o conocen a alguien que fuera cercano a él, y también peticiones para obtener la primera entrega del texto, muestran que el enigma Grinberg es un fenómeno mucho más complejo de lo que aparenta, pues tanto el personaje mismo como el objeto de su búsqueda experimental resultan ser, descontando la irresoluble evaporación ocurrida, el misterio central del avispero.


Fotografía
Jerry Uelsmann / 1986

O del enjambre. O mejor, de la colmena. Hay mucho de Fausto en Grinberg, pues al igual que el viejo doctor medieval, el investigador mexicano estaba obsesionado por descifrar la naturaleza de la realidad, el comportamiento de los mecanismos mentales, las formas de manifestación del espacio tiempo. Un anhelo fáustico, dado que pretendía confirmar ese desciframiento mediante pruebas regulares de laboratorio, y entonces un Mefisto detrás del asunto y en toda la procesión de sucesos hasta llegar al desenlace funesto o simulado, según se le quiera ver.
De manera breve puede exponerse que Grinberg fue creador de una hipótesis científica que llamó Teoría Sintérgica, de acuerdo con la cual todo ser vivo que experimenta y siente está determinado por tres procesos simultáneos de interacción: una interacción entre los elementos neuronales del cerebro capaces de crear una compleja trama energética llamada campo neuronal; una interacción de ese campo neuronal con la estructura también energética del espacio tiempo (una red o matriz denominada Lattice que en su estado fundamental, omniabarcante y penetrado de todo lo conocido, da lugar a la manifestación del espacio tal como éste se percibe); y una interacción última, descrita como la más desconocida de las tres, que consiste conjeturalmente, siguiendo la teoría de Grinberg, en la intervención de otra “entidad” para que ocurra la experiencia consciente, un Observador que al mismo tiempo está mezclándose con aquella mezcla que producen el espacio tiempo y el campo neuronal: “Este Observador en diferentes tradiciones se ha denominado Ser, Purusha o Atman. La existencia del Observador se encuentra en la frontera del conocimiento científico precisamente por la necesidad de considerarlo independiente de la Lattice. La condición del Observador como independiente del campo físico no ha sido aceptada por la ciencia, aunque para Pachita era una realidad incuestionable.”
Bárbara Guerrero, doña Pachita, curandera ciega, antigua cantante de cabaret y vendedora de billetes de lotería que de muy joven combatió al lado de las tropas de Pancho Villa, fue una de las asombrosas chamanas, la más determinante sin duda, cuyos estados de trance y las fantásticas operaciones que en ellos lograba fueron documentados por el científico a lo largo de varios años. “El nivel de conciencia de Pachita era extraordinariamente diferenciado ---escribió---. Durante las operaciones que realizaba era capaz de materializar y desmaterializar objetos, órganos y tejidos. El manejo de las estructuras orgánicas le permitía realizar transplantes de órganos a voluntad, curaciones de todo tipo y diagnósticos a distancia con un poder y exactitud colosales.”
Desconcertantes portentos que podrían explicarse aceptando que el control que Pachita poseía sobre su propio campo neural era capaz de interactuar “en forma congruente” con una banda mayor del espacio tiempo donde ocurriría la materialización y la desmaterialización de los objetos, lo mismo que extraños fenómenos chamánicos de intervención en la realidad común y perceptible para los cuales de otra manera no hay ninguna explicación convincente. La capacidad chamánica de intervenir en esta esfera, mediante un incremento de la coherencia cerebral que sólo es posible para esas mentes, fue descrita por Grinberg como una conciencia o estado de “Unidad total (en la cual) desaparece el ego y el sujeto de la experiencia se vuelve una especie de ‘rey de la creación’ capaz de modificar la realidad de sus orígenes.”
Quizá la paradoja de las tesis de Grinberg solamente resida en su empeño fáustico por probar esta fenomenología del espíritu y la materia a través de protocolos científicos, experimentos técnicos y máquinas cibernéticas. Todas las tradiciones coinciden en la existencia activa y perentoria de aquella conciencia de Unidad en la cual ocurren lo que nosotros los modernos designamos, por mera ignorancia materialista, fenómenos milagrosos o mágicos. Trátase pues, antes que sobre la supuesta locura frankesteiniana de Grinberg, de ese desencantamiento del mundo ocurrido desde hace siglos en el pensamiento humano y donde ya no quedan temas “que se pueden pensar y resolver sin recurrir al cálculo, la medición y la razón”, conforme a un lúcido corresponsal que reflexiona al respecto.

Es probable que nunca se sepa qué fue de él. Tampoco si su desaparición se debió a una muerte o bien a un tránsito hacia otra dimensión mental: enigmas menores del enigma mayor. Pero sus experimentos siguen llevándose a cabo en cualquier parte. Basta y sobra sentarse a meditar para ratificar, empírica y objetivamente, que la realidad es mucho más misteriosa y extraordinaria de lo que aseveran la ciencia, la mente o la percepción. Dicho pues en homenaje a Grinberg, dondequiera que permanezca: hay muchos mundos y están en éste. Sí.

http://www.cicloliterario.com/ciclo63agosto2007/elenigma.html

347.- La escritura sobre sí mismo





La escritura sobre sí mismo

Agnès Verlet

En la autobiografía, o en la autoficción, el escritor se dirige a otro yo. Una relación con el lenguaje que no es sin recordar el análisis psicológico.

Nada parece más cercano que la escritura sobre sí mismo y el psicoanálisis, y sin embargo, para un sicoanalista, nada es más problemático. Ciertamente, la autobiografía, el diario íntimo y aun las memorias, mantienen una relación de confidencia de los escritores con ellos mismos: lugar de diálogo entre sí mismo y sí mismo, “sí mismo como otro”, el cuaderno es un espacio de hospitalidad, una “autohospitalidad”, de acuerdo con la expresión de Alain Montandon, un anfitrión acogedor, un alter ego. El diarista se dirige a menudo a este otro y le da un apellido, un nombre, a menos que se desdoble, como Rousseau y Jean-Jacques, entre uno que escribe y otro que escucha. Y es una palabra de consuelo, de compasión, de admiración que se da a sí mismo, en ese “espejo de tinta” que es la página de escritura. De Montaigne a Stendhal o Lamiel, mucho antes del psicoanálisis, es a otro yo que interpela el escritor en una relación que puede hacer pensar en un autoanálisis. A veces surge la escritura como una llamada o un grito, encargado a la página y lanzado, cual botella al mar, sin esperanza de ser oído, en busca, sin embargo, de otro que oiga, como lo fueron los Relatos de la Kolyma de Chalamov, o el Kaddish de Kertesz: “¿Quién, si gritara, oiría, pues, mi grito…?”, retoma Claude Mouchard como título de su libro de “obras-testimonios en las tormentas del siglo XX”. Porque en estos textos como en los diarios íntimos recogidos por Philippe Lejeune (¡Querido cuaderno!) o en los escritos íntimos depositados en la APA (Asociación para la autobiografía y el patrimonio autobiográfico), se ve que la escritura es un modo de liberarse de una carga, de un dolor, de un recuerdo, de un secreto, de una imposible palabra…


Fotografía
Nan Goldin / 1979

En esta relación de sí mismo con sí mismo, autotransferencial, en un juego de espejo que podría calificarse de narcisista, el escritor, sin embargo, apela a un tercero, al que toma por testigo de la veracidad del discurso que pronuncia para sí mismo, que sea Dios ante quien San Agustín confiesa su vida, los hombres o el Juez Supremo al que recurre Rousseau, o cualquier “hipócrita lector”, semejante y hermano. Porque si el que escribe atribuye a la escritura tal función catártica o terapéutica, es que hay alguien, un lector potencial, un destinatario virtual, un Otro que escucha. Charles Juliet, en Lambeaux, rehace el trayecto interior de su madre, “el lanzamiento-a-la-fosa”, y muestra la virtud liberadora de su diario, y el caos en el que ella naufraga cuando se lo quitan. Hombre o Dios, este tercero, destinado a recoger una palabra escrita que no puede decirse, ¿hará el oficio de psicoanalista?. ¿No abrió el paso Freud, al hacer su autoanálisis en su correspondencia con Fliess, su destinatario imaginario? Que la escritura libere o repare, es porque crea una alteridad, porque lo íntimo sale de la interioridad, en un movimiento llamado por Lacan “una exterioridad íntima”, una suerte de “extimidad”.
El amparo de lo escrito
Pero la escritura íntima adquiere semejante poder de reparación de lo que reconstruye, identidad e imágenes del yo, que la puesta en palabras protege de la dislocación, defiende del derrumbe. Georges Pérec cuenta como, al principio de su psicoanálisis, estaba atrapado por un frenesí de escritura casi maniático, pues “la escritura me protege. Avanzo bajo el amparo de mis palabras, de mis oraciones, de mis párrafos hábilmente enlazados, de mis capítulos programados con astucia. No carezco de ingeniosidad.” La función liberadora o ilusoriamente terapéutica de la escritura actúa entonces a contrapelo de lo que emprende el sicoanalista. Porque es una identidad prestada, una construcción yóica, lo que trata de reedificar el escritor de lo íntimo, bajo una forma autobiográfica o diarística, con el deseo de conocerse, de explorar la conciencia de sí mismo y de su vida. Esta “escritura-caparazón” refuerza las defensas del yo que el psicoanalista trata, precisamente, de derrumbar, construye imagos, mientras que el psicoanálisis trabaja en la “desvinculación” y deconstruye antes que, por la “perlaboración”, algo se reconstruya.

La relación con el tiempo es también diferente, ya que en la autobiografía, la escritura a menudo retrospectiva tiende a dar una coherencia a la persona, a poner en evidencia la evolución de la personalidad. La autobiografía es una obra póstuma, que habla de un ausente cuyo escritor, cualquiera que sea su preocupación por la verdad sobre sí mismo, busca preservar la integridad, aun si está consciente de la parte de ficción que entra en su proyecto. ¿No decía Gide que había que buscarlo en sus novelas y no en su relato autobiográfico Si le grain ne meurt? Pascal ironizaba sobre Montaigne que se pintaba “de perfil”, mientras que, a Rousseau, le gustaba ennegrecer su imagen. La complacencia de Leiris en dar una pobre imagen de sí mismo, o la multiplicación de las imágenes de Christine Argot en sus libros, pueden considerarse como un efecto del narcisismo o de la ficcionalidad. Pues “en la escritura de sí mismo, dice Jean-François Chiantaretto, el polo narcisista está reforzado por el estatuto del texto, lugar de elección y de encarnación de una imagen de sí, cuya misión es la de dar cuerpo a estas ilusiones narcisistas que nos hacen vivir a la vez que nos impiden vivir, en particular el fantasma de autoengendramiento, y la creencia en su propia inmortalidad, los sentimientos de unidad y de continuidad”.
Del autoanálisis a la autoficción
Por esta razón, la tentación de la autobiografía o del diario que puede adueñarse de un paciente durante una cura, se percibe como una resistencia al análisis, en la medida en que refuerza las defensas narcisistas fragilizadas por el analista. El psicoanalista desconfía de esta escritura que puede ser un modo de prolongar una identificación transferencial, de reconstruir por la escritura lo que el análisis deshace al hacer emerger lo inhibido o sacar del campo de la sesión lo que se dice en un espacio privado. Serge Doubrovsky dio un ejemplo célebre de esta representación de la escena analítica en su novela Fils en la que el relato de una sesión de análisis en inglés se cruza con el relato de un curso sobre Fedra, mientras que, de asociación en asociación, el narrador efectúa un regreso sobre su vida. Más aún, es a partir de esta novela, escrita en 1977, que el escritor acuñó el concepto de autoficción para definir una empresa literaria original, que no entraba en las definiciones de la autobiografía proporcionadas por Philippe Lejeune: “ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales”. De Doubrovsky (Un amor de sí) a Christine Angot (Sujeto Angot), conocemos la posteridad que tuvo el género de la autoficción.


Fotografía
Mary Ellen Mark / 1963

Ciertamente, la cuestión liminar de cualquier proyecto de escritura de sí es la que plantea Stendhal al principio de la Vie de Henry Brulard: “¿Quién soy?”, y de Montaigne a Leiris, el cuestionamiento sobre el ser subyacente a cualquier empresa autobiográfica, y tal vez a cualquier búsqueda analítica. “Ya no sé quien soy, en donde estoy, ya no me veo, pienso que mi rostro ha de aparecer como una vaga masa blancuzca, débil, que apenas se sostiene con trapos informes que caen hasta el suelo”, escribía Giacometti en los años 1960. “Ni siquiera sabes quién eres. ¿Cómo quieres saber vivir? Lo que necesitas es conocerte. Y tal vez, entonces, tu vida ya no será de desastres”, escribía Charles Juliet en los mismos años. Pero Narciso encuentra la muerte al contemplar su rostro. Y el auto retratista trata de asir una imagen que se le escapa siempre y que lo arrastra al vértigo de las palabras. 
La cuestión del lenguaje
El escritor de lo íntimo y el sicoanalista se vuelven a encontrar finalmente en una cierta relación con el lenguaje. Es lo que lleva a tantos escritores al diván, interesados por el proceso sicoanalítico; algunos se enfrentan con una impotencia para crear o una inhibición, mientras que otros, al contrario, temen que el análisis los desvíe de la creación o los prive de su poder creativo. Y si algunas formas de la escritura pueden poner trabas al desarrollo del análisis, o por lo menos proporcionar un aviso, el trabajo sobre el inconsciente que participa en él tiene necesariamente efectos sobre la escritura. Georges Bataille escribió Histoire de l’oeil al final de su análisis con Adrien Borel y esta audacia literaria llevó a Michel Leiris a acudir al mismo analista. Pero, al poco tiempo, Leiris interrumpió el análisis para buscar en África la alteridad que no encontraba en sus espejismos narcisistas. La escritura del Journal, detenido al principio del psicoanálisis, encuentra su prolongación en el diario de viaje que la continúa en la introspección. Pero es por una doble elaboración (literaria y sicoanalítica) que Leiris lo transformará en obra, El África fantasma, en la que, por no haber encontrado la alteridad que buscaba en el exotismo, descubre su relación justa con el lenguaje, una escritura subjetiva que permanecerá suya, un género nuevo, “mi-autobiográfico, mi-poético”. Entre escritura de sí y palabra del inconsciente, el psicoanálisis de Beckett con Bion, en 1934-1935, muestra la fuerza de una resistencia al análisis y los avatares de una relación transferencial. Pues si el análisis de Beckett probablemente no lo curó de sus síntomas ni del sufrimiento psíquico, suscitó sin embargo, durante su desarrollo, una extraña novela, Murphy, que sucede en un hospital psiquiátrico en el que el universo de los locos es mas normal que el de la gente normal: “Murphy o la tentativa de reconquistar los primeros signos de vida mental: ni palabras, ni pensamientos, sino espacios, ritmos, significantes formales”, escribe Didier Anzieu. El fracaso de este análisis, tal como lo describió Anzieu, fue sin duda el de mantener al analizante y su analista en una relación de transferencia a distancia, pero el encuentro hizo que hallaran, cada uno por su lado, su singularidad creativa, Beckett, el genio literario y la teatralización del inconsciente, Bion, la creatividad analítica y la inventiva conceptual.
Pero escribir y hablar son dos operaciones diferentes, aun si el denominador común, el lenguaje, deja suponer que se trata de la misma operación y que la escritura de sí, en una cierta desvinculación, tiende a veces a imitar el proceso primario. Pérec hizo la experiencia de esta diferencia radical entre la escritura y la palabra, ya que trabajó en eliminar los artificios literarios que impedían su análisis y escucha del inconsciente: “Hablar, es sólo hablar, simplemente hablar, escribir, es sólo escribir, trazar letras sobre una hoja blanca. ¿Acaso sabía que esto era lo que había venido a buscar, esta evidencia tanto tiempo sin expresarse y siempre para expresarse, esta única espera, esta única tensión encontrada de nuevo en un farfulleo casi intangible?”


Traducción: Marie Claire Figueroa

http://www.cicloliterario.com/ciclo73junio2008/laescritura.html

346.- La condena del motel o la moral americana

Stanley Kubrick: 'Lolita'


La condena del motel o la moral americana*

Herbert Gold

En los años cincuenta fueron memorables las entrevistas con escritores que la revista Paris Review, editada por George Plimpton, realizó con los escritores más importantes de la época y que se publicaron en forma de libro posteriormente en Writers at work. Marie Claire Figueroa tradujo para Ciclo Literario la conversación con Vladimir Nabokov que a continuación ofrecemos.

Hijo de un distinguido jurista y hombre de estado, Vladimir Nabokov aprendió a leer inglés antes de dominar el ruso. Nació en San Petersburgo el 23 de abril de 1899, abandonó Rusia en 1919 a causa de la Revolución bolchevique y empezó estudios de literatura francesa y rusa en Trinity College, Cambridge. Después de graduarse en 1922, se reunió con su familia en Berlín en donde permaneció hasta 1937. Durante ese tiempo, escribió sus primeras novelas: Mashenka (1926), King, Queen, Knave (1928), The Defense (1930) y Despair (1936). También escribió historias cortas, crítica y poesía. Colaboraba a menudo con el periódico de los emigrados Contemporary Annals y con Rudder, periódico de los emigrados liberales.
Después de una breve estancia en París (1937-1940) durante la cual escribió The eye (1938) e Invitation to a Beheading (1938), Nabokov llegó a los Estados Unidos con su esposa cuyo nombre anterior era Vera Slonim, y su hijo Dmitri. En esa época decidió escribir en inglés. Se volvió ciudadano norteamericano en 1945 y enseñó literatura rusa y creación narrativa en Stanford, Wellesley, Cornell y Harvard.

Su fama inició en los Estados Unidos en 1958 con la publicación de Lolita. Sus otras novelas e historias cortas en inglés incluyen The Real Life of Sebastián Knight (1941), Bend Sinister (1947), Pale Fire (1962), The Defense (1964), Ada (1969), Mary (1970), Glory (1972), Transparent Things (1972), A Russian Beauty and Other Stories (1973), Strong Opinions (1973) y Look at the Harlequins (1974). En 1973, recibió la National Medal for Literature.


Herbert Gold: Buenos días. Si me permite, le voy a hacer cuarenta preguntas un pocos raras.
Vladimir Nabokov.: Buenos días. Estoy listo.
H.G.: Su interpretación de la inmoralidad de la relación entre Humbert Humbert y Lolita es muy fuerte. En Hollywood y Nueva York sin embargo, son frecuentes las relaciones entre hombres de cuarenta años y chicas apenas más grandes que Lolita. Se casan sin que el público se sienta agraviado; más bien, el público lo halaga.


Fotografía
Philippe Halsman / Vladimir
Nabokov, 1966

V.N.: No, lo fuerte no es mi interpretación de la inmoralidad de la relación Humbert Humbert-Lolita: es la interpretación de Humbert Humbert. Se preocupa, yo no. Me importa un bledo la moral pública en América o en otra parte. Y, de todos modos, casos de hombres en la cuarentena quienes se casan con chicas antes o ligeramente después de los veinte años no tienen nada que ver con Lolita, para nada. A Humbert Humbert le gustaban las “niñas”, no simplemente las “jovencitas”. Las ninfetas son jovencitas-niñas, no son estrellitas de cine ni “gatitas para sexo”. Lolita tenía doce años no dieciocho cuando la conoció Humbert Humbert. Tal vez se acuerde que, cuando tiene catorce, se refiere a ella como su “amante en estado de envejecimiento”.
H.G.: Un crítico (Pryce-Jone) dijo a propósito de usted que “sus sentimientos no se parecen a los de nadie más”. ¿Lo considera correcto o esto significa que usted conoce sus propios sentimientos mejor que los demás conocen los suyos, o que usted se descubrió en otros niveles, o simplemente que su historia es única?
V.N.: No recuerdo este artículo pero sí, un crítico hace una declaración semejante; significa seguramente que exploró los sentimientos de millones de gente, por lo menos en tres países, antes de llegar a esta conclusión. Si es así, soy un pájaro raro, de veras. Si, por otro lado, se limitó sólo en hacer la encuesta entre los miembros de su familia o de su club, no se puede discutir seriamente su declaración.
H.G.: Otro crítico escribió que sus “mundos son estáticos. Pueden volverse tensos con la obsesión, pero no se separan como los mundos de una realidad cotidiana”. ¿Está usted de acuerdo, existe una cualidad estática en su visión de las cosas?
V.N.: ¿La “realidad” de quién, “cotidiana” en dónde? Déjeme sugerirle que el término mismo de “realidad cotidiana” es profundamente estático puesto que presupone una situación que puede observarse de modo permanente, esencialmente objetiva y universalmente conocida. Sospecho que usted inventó este experto en “realidad cotidiana”. Tampoco existe.
H.G.: Claro que sí (lo nombra). Un tercer crítico dijo que usted “disminuye” sus personajes “hasta el punto en el que se vuelven cifras de una farsa cósmica”. No estoy de acuerdo. Humbert, al ser cómico, destaca una conmovedora e insistente cualidad —la del artista echado a perder.
V.N.: Lo expresaría de otro modo: Humbert Humbert es un malvado vano y cruel que se las arregla para aparecer conmovedor. Este calificativo, en su verdadero sentido, puede aplicarse sólo a mi pobre muchachita. Además, ¿cómo puedo “rebajar” a nivel de números, etc., a personajes que inventé yo mismo? Uno puede “rebajar” una biografía, pero no a un fantasma.
H.G.: E.M. Forster habla a veces de sus personajes más importantes al momento de dictar y de hacerse cargo de la marcha de sus novelas. ¿Esto ha sido también un problema para usted, o siempre se siente seguro?
V.N.: El conocimiento que tengo de la obra de Mr. Forster se limita a una novela, que no me gusta; y de todos modos, no es él quien prohijó este pequeño y trivial capricho sobre los personajes que se le escapan a uno de las manos; es tan viejo como las plumas de ave de escritorio, aunque, por supuesto, simpatiza uno con su gente cuando tratan de zafarse de esa excursión en India o a donde sea que los lleve. Mis personajes son esclavos de galera.
H.G.: Clarence Brown de Princeton ha notado semejanzas sorprendentes en su obra. Se refiere a usted como “redundante” y que, en modos extremadamente diversos, usted, en el fondo, está diciendo lo mismo. Habla del destino como “la musa de Nabokov”. ¿Se da usted cuenta que “se está repitiendo” o, para ponerlo de otra manera, lucha usted por una unidad consciente para sus estantes de libros?
V.N.: No creo haber visto el ensayo de Clarence Brown, pero tal vez haya algo allí. Unos escritores parecen versátiles porque imitan a muchos, del pasado y del presente. La originalidad artística no tiene más que un solo modelo: uno mismo.




Fotografía
Serge Bramly y Bettina Rheims

H.G.: ¿Piensa usted que la crítica literaria tiene un fin determinado, en general o específicamente acerca de sus libros? ¿Será, en algún momento, aleccionadora?
V.N.: El propósito de un crítico es el de decir algo sobre un libro que ha leído o no. La crítica puede ser aleccionadora en el sentido que proporciona a los lectores, incluyendo al autor del libro, alguna información sobre la inteligencia del crítico, su honestidad o ambas.
H.G.: ¿Y el papel del editor, hubo alguna vez posibilidad de ofrecerle un consejo?
V.N.: Por “editor”, supongo que quiere decir “corrector de pruebas”. Entre ellos, he conocido a criaturas ingenuas con una ternura y un tacto ilimitados discutiendo conmigo un punto y coma como si fuera un pundonor —lo que, a decir verdad, es a menudo un punto de arte. Pero me he enfrentado también con algunos brutos retrógrados y pomposos quienes trataban de “hacer sugerencias”, las que yo contrarrestaba con un fulminante “¡no cambiar!”.
H.G.: ¿Es usted aficionado a los lepidópteros, un cazador al acecho de sus víctimas? De ser así, ¿no estarán espantados por sus carcajadas?
V.N.: Al contrario, las arrullan y las dejan en un estado de seguridad aletargada, lo que experimenta un insecto cuando remeda una hoja muerta. Aunque no soy, de ninguna manera, un lector ávido de reseñas sobre mi propio material, me acuerdo de un ensayo de una joven señora que trató de encontrar símbolos entomológicos en mi ficción. El ensayo hubiera podido ser divertido si hubiera sabido algo acerca de los lepidópteros. Desgraciadamente, demostró una completa ignorancia y el embrollo de términos que empleó se reveló discordante y absurdo.
H.G.: ¿Cómo definiría su desapego de los llamados emigrados de la Rusia blanca?
V.N.: Bueno, históricamente, yo mismo soy un “ruso blanco”, ya que todos los rusos que dejaron Rusia como mi familia lo hizo en los primeros años de la tiranía bolchevique por su oposición a ella, eran y quedaron rusos blancos en el sentido amplio. Pero estos refugiados se separaron en numerosas fracciones sociales y facciones políticas como lo estaba la nación entera antes del golpe bolchevique. No me mezclo con los “cien-negros” rusos blancos y no me mezclo con los llamados “bolchevizantes”, es decir los “rosas”. Por otro lado, tengo amigos entre los Monarquistas Constitucionales intelectuales y también entre los Revolucionarios Sociales intelectuales. Mi padre era un liberal a la antigua y no me importa si me etiquetan también como un liberal a la antigua.
H.G.: ¿Cómo definiría su desapego de la Rusia actual?
V.N.: Como una profunda desconfianza del falso deshielo ahora anunciado. Como una consciencia permanente de iniquidades irredimibles. Como una completa indiferencia a todo lo que mueve un hombre sovetski patriota de hoy. Como la viva satisfacción de haber discernido desde 1918 la meshchantsvo (complacencia petit-bourgeois, de esencia filistea) del leninismo.
H.G.: ¿De qué modo considera usted ahora a los poetas Blok y Mandelshtam, y a otros quienes estaban escribiendo antes de su partida de Rusia?
V.N.: Los leí en mi juventud, hace más de medio siglo. Desde esa época, sigo apasionado por el lirismo de Blok. Sus obras largas son débiles y el célebre Los doce es espantoso, expresado de un modo semiconsciente en un tono “primitivo” falso, con una tarjeta postal color de rosa de Jesucristo pegada al final. En cuanto a Mandelshtam, también me lo sabía de memoria, pero me dio un placer menos fervoroso. Actualmente, a través del prisma de un destino trágico, su poesía parece más grandiosa que lo que es realmente. Notaré entre paréntesis que los profesores de literatura todavía inscriben a estos dos poetas en el programa de algunas escuelas. No hay más que una sola escuela, la del talento.
H.G.: Sé que su obra ha sido leída y atacada en la Unión Soviética. ¿Qué pensaría usted de una edición soviética de su obra?
V.N.: ¡Oh! Serían bienvenidas. De hecho, las ediciones Victor están publicando mi libro Invitation to a Beheading en una reimpresión del original ruso de 1935 y un editor de Nueva York (Phaedra) está imprimiendo mi traducción de Lolita al ruso. Estoy seguro de que el Gobierno soviético estará feliz de reconocer oficialmente una novela que parece contener una profecía del régimen de Hitler y una novela que condena encarnizadamente el sistema americano de los moteles.
H.G.: ¿Ha tenido algún contacto con ciudadanos soviéticos, y de qué tipo?



Fotografía
Serge Bramly y Bettina Rheims / 1998

V.N.: No tengo con ellos prácticamente ningún contacto, aunque acepté una vez, —por mera curiosidad— al principio de los treinta o al final de los veinte, recibir a un agente de la Rusia bolchevique que estaba empeñándose en tratar de regresar a los escritores y artistas al redil. Tenía un nombre doble, Lebedev algo, y había escrito una novela corta intitulada Chocolate y pensé que podría divertirme un rato con él. Le pregunté si me permitirían escribir con toda libertad y si me permitirían dejar Rusia si no me gustara allá. Me dijo que estaría tan ocupado en quererla que no tendría tiempo para soñar en regresar al extranjero de nuevo. Tendría toda la libertad, agregó, para escoger entre los numerosos temas que la Rusia soviética otorga generosamente al escritor, tales como granjas, fábricas, selvas en Fakistán (sic) ¡oh!, un montón de asuntos fascinantes. Le contesté que las granjas, etc., me aburrían y mi malvado seductor pronto renunció. Tuvo mejor suerte con el compositor Prokoviev.
H.G.: ¿Se considera usted como norteamericano?
V.N.: Sí, claro. Soy tan norteamericano como abril en Arizona. La flora, la fauna, el aire de los estados del Oeste, son mis vínculos con la Rusia asiática y ártica. Por supuesto debo demasiado a la lengua y al paisaje ruso para estar emocionalmente involucrado en, digamos, la literatura regional norteamericana, o las danzas de los Indios, o en el pie de calabaza a nivel mental, pero siento un baño de calidez, de orgullo festivo cuando muestro mi pasaporte verde de los USA en las fronteras europeas. Una crítica burda de los asuntos norteamericanos me ofende y me aflige. En política interior soy totalmente antirracista. En política exterior, definitivamente estoy del lado del Gobierno. Y cuando dudo, sigo siempre el método sencillo de escoger la línea de conducta que más disgustaría a los Rojos.
H.G.: ¿Hay alguna comunidad de la cual se siente parte?
V.N.: No realmente. Puedo juntar mentalmente un gran número de individuos que me son simpáticos, pero reunidos en la vida real, formarían un grupo muy disparejo y discorde como una verdadera isla. De lo contrario, podría decir que me siento bastante confortable en la compañía de intelectuales norteamericanos quienes han leído mis libros.
H.G.: ¿Cuál es su opinión del mundo académico como medio ambiente para el escritor creativo? ¿Podría hablar específicamente del valor o del perjuicio de su enseñanza en Cornell?
V.N.: Una biblioteca estudiantil de primera categoría con un confortable campus en los alrededores es un medio ambiente espléndido para un escritor. Existe, por supuesto, el problema de la educación de los jóvenes. Me acuerdo como, un día entre dos semestres, pero no en Cornell, un estudiante llevó un transistor a la sala de lectura. Se las arregló para aclarar que (1) estaba escuchando música “clásica”; (2) el sonido estaba bajo; y (3) no había muchos lectores por allí, en verano. Yo estaba, una multitud de un solo hombre.
H.G.: ¿Podría describir su relación con la comunidad literaria contemporánea, Edmund Wilson, Mary McCarthy, los editores que publican sus artículos y sus libros?
V.N.: La única vez que colaboré con algún escritor fue cuando traduje con Edmund Wilson Mozart y Salieri de Pushkin, para el New Republic, hace veinticinco años, recuerdo bastante paradójico ya que, después, el año pasado, se hizo el gracioso atreviéndose a preguntarme lo que había entendido de Eugenio Oneguin. En cambio, Mary McCarthy ha sido muy amable conmigo recientemente, en este mismo New Republic, aunque pienso que le agrego de su propia sopa al fuego descolorido del plum pudding de Kinbote. Prefiero no mencionar aquí mi relación con Girodias, pero contesté en Evergreen a su despreciable artículo en la antología Olimpia. En cambio, estoy en excelentes términos con todos mis editores. Mi cálida amistad con Catherine White y Bill Maxwell del New Yorker es algo que el más arrogante de los escritores no puede evocar sin gratitud y deleite.
H.G.: ¿Podría decir algo acerca de sus hábitos de trabajo? ¿Escribe usted un plan primero? ¿Salta usted de una sección a otra o se mueve usted desde el principio hasta el final?
V.N.: El patrón de la cosa precede la cosa. Relleno los vacíos del crucigrama en cualquier lugar que escojo. Estos trozos, los paso a fichas hasta que termino la novela. Mi programa es flexible, pero soy muy especial a propósito de mis herramientas: tarjetas Bristol rayadas y lápices con goma, no muy duros y con punta bien afilada.
H.G.: ¿Hay algún aspecto específico del mundo que usted quisiera desarrollar? El pasado está muy presente para usted, aun en una novela del “futuro” como Bend Sinister. ¿Es usted un “nostálgico”? ¿En qué tiempo preferiría vivir?
V.N.: En los días por venir de aeroplanos silenciosos y graciosos velocípedos aéreos, de cielos plateados sin nubes y un sistema universal de carreteras subterráneas acolchonadas, en donde se relegarían los camiones como Morlocks. En cuanto al pasado, no me importaría volver a encontrar desde varios rincones del tiempo-espacio algunas comodidades perdidas, tales como los pantalones bombachos y las largas y profundas tinas de baño.
H.G.: Ya sabe que no está obligado a contestar a todas mis preguntas estilo Kinbote.
V.N.: De ninguna manera empezaría a saltar las tramposas. Continuemos.



Fotografía
Serge Bramly y Bettina Rheims

H.G.: Además de escribir novelas, ¿qué hace, o que más quisiera hacer?
V.N.: ¡Oh! Cazar mariposas, por supuesto, y estudiarlas. Los placeres y las recompensas de la inspiración literaria no son nada al lado del arrobamiento al descubrir un órgano nuevo bajo el microscopio, o una especie desconocida en la vertiente de una montaña de Irán o de Perú. No es improbable que, de no haber tenido revolución en Rusia, me hubiera dedicado completamente a la lepidopterología y no hubiera escrito novelas para nada.
H.G.: ¿Qué es más característico de Poshlust en la escritura contemporánea? ¿Cae usted en la tentación del pecado de Poshlust, alguna vez cayó en esta tentación?
V.N.: “Poshlust”, o en una mejor transliteración Poshlost*, tiene muchos matices y evidentemente no los he descrito con bastante claridad en mi librito sobre Gogol, si piensa usted que se le puede preguntar a cualquiera si está tentado por el Poshlost. Basura cursi, clichés vulgares, convencionalismo en todas sus fases, imitaciones de imitaciones, profundidades espurias, seudoliteratura mal acabada, deficiente, deshonesta —estos son ejemplos obvios. Ahora, si queremos restringir poshlost a la escritura contemporánea, tenemos que buscarlo en el simbolismo freudiano, en las mitologías apolilladas, el comentario social, los mensajes humanísticos, las alegorías políticas, las exageradas preocupaciones por razas y clases, así como los lugares comunes periodísticos que todos conocemos. Poshlost desarrolla conceptos como “América no está mejor que Rusia”, o “Somos todos participes de la culpabilidad de Alemania”. Las flores de Poshlost alcanzan su pleno desarrollo en frases y términos tales: “el momento de la verdad”, “carisma”, “existencial” (empleado con toda seriedad), “diálogo” (aplicado a las pláticas políticas entre naciones), y “vocabulario” (aplicado a un mamarrachista). Hacer de un resuello la lista de Auschwitz, Hiroshima y Vietnam es un Poshlost sedicioso. Pertenecer a un club muy selecto (que ostenta un nombre judío —el del tesorero) es un poshlost airoso. Las revistas mercenarias son a menudo poshlost, pero se esconden en ciertos ensayos arrogantes. Poshlost llama a Mr. Blank un gran poeta y a Mr. Bluff un gran novelista. Uno de los lugares privilegiados de crianza de Poshlost ha sido siempre la Exposición de Arte; allí está producido por susodichos escultoresquienes trabajan con las herramientas de raqueros, construyendo cretinos en forma de cigüeñales de acero inoxidable, estéreos zen, pájaros apestosos de poliestireno, objetos trouvés en letrinas, balas de cañón, balas en conserva. Allí admiramos en paredes estilo gabinetti muestras de artistas llamados abstractos, surrealismo freudiano, disparates tiznados, y manchas de Rorschach —el conjunto tan cursi como el “September Morns” académico y las “Florentine Flowergirls” de hace medio siglo. La lista es larga y, por supuesto, cada uno tiene su bête noire, su mascota negra, en las series. La mía es este anuncio de una línea de aviación: el lunch servido por una moza zalamera a una pareja joven —ella observa con éxtasis el canapé de pepino y él mira ávidamente a la azafata. Y, evidentemente, Muerte en Venecia. Puede apreciar el trecho entre ambos.
H.G.: ¿Hay algunos escritores contemporáneos a quienes sigue con gran placer?
V.N. Los hay, pero no los nombraré. El placer anónimo no ofende a nadie.
H. G.: ¿Sigue usted a algunos con gran desplacer?
V.N.: No. Numerosos autores reconocidos simplemente no existen para mí. Su nombres están grabados sobre tumbas vacías, sus libros son estúpidos, ceros a la izquierda de acuerdo con mi gusto literario. Brecht, Faulkner, Camus, muchos más, no significan absolutamente nada para mí y debo combatir una sospecha de conspiración contra mi cerebro cuando veo que los críticos y colegas escritores aceptan como “gran literatura” las copulaciones de Lady Chatterley o las estupideces pretenciosas de Mr. Pound, esta completa impostura. Noté que en algunos hogares, sustituyó al Dr. Schweitzer.
H.G.: Como admirador de Borges y Joyce parece compartir su placer en enredar al lector con ardides, retruécanos y rompecabezas. ¿Cómo considera usted la relación entre lector y autor?
V.N.: No recuerdo ningún retruécano en Borges, pero en ese entonces lo leí sólo en traducción. De todos modos, sus delicados pequeños cuentos y minotauros en miniatura no tienen nada que ver con la gran maquinaria de Joyce. Tampoco encuentro muchos rompecabezas en esta novela de las más lúcidas, el Ulises. Por otra parte, detesto Punningans Wake (sic) en el que un crecimiento canceroso de tejido de vocablos fantasiosos apenas redime la tremenda jovialidad del folklore y la fácil, demasiado fácil alegoría.
H.G.: ¿Qué aprendió de Joyce?
V.N.: Nada.
H.G.: ¡Oh, por favor ¡
V.N.: James Joyce no me ha influenciado lo más mínimo. Mi primer breve contacto con Ulises fue alrededor de 1920, en la Universidad de Cambridge, cuando a un amigo, Peter Mrozovski, quien había traído una copia de París, se le ocurrió leerme uno o dos pasajes picantes del monólogo de Molly, que, entre nous soit dit, es el capítulo más débil del libro. Solamente quince años después, cuando era ya un escritor formado, sin deseos de aprender o desaprender nada, leí el Ulises y lo aprecié enormemente. Finnegans Wake me deja indiferente como me pasa con cualquier literatura regional escrita en dialecto —aun si es el dialecto del genio.
H.G.: ¿No está haciendo un libro sobre James Joyce?
V.N.: Pero no sólo sobre él. Lo que trato de hacer es publicar cierto número de ensayos de veinte páginas sobre varias obras —Ulises, Madame Bovary, La Metamorfosis de Kafka, Don Quijote y otros— todos basados en mis conferencias en Cornell y Harvard. Me acuerdo haber hecho añicos con el Don Quijote, libro tosco y viejo, ante seiscientos estudiantes en Memorial Hall, lo que horrorizó y desconcertó algunos de mis colegas más conservadores.
H.G.: Y ¿qué me dice de otras influencias, Pushkin?
V.N. En algún sentido —pero no más, digamos, que Tolstoi o Turgueniev fueron influenciados por el orgullo y la pureza del arte de Pushkin.
H.G.: ¿Gogol?



Fotografía
Philippe Halsman / Vladimir Nabokov, 1966

V.N.: Tuve el cuidado de no aprender nada de él. Como maestro es dudoso y peligroso. En el peor de los casos, con sus baratijas de Ucrania, es un escritor sin valor; en el mejor de los casos, es incomparable e inimitable.
H.G.: ¿Algún otro?
V.N.: H.G.Wells, gran artista, fue mi autor favorito de chico. The Passionate Friends, Ann Veronica, The Time Machine, The Country of the Blind, todas estas historias son mucho mejores que cualquier cosa de Bennett o de Conrad, o, de hecho, de cualquier cosa producida por los contemporáneos de Well. Se pueden ignorar sin problema sus cavilaciones sociológicas, pero sus novelas y fantasías son soberbias. Hubo un momento terrible durante una cena en nuestra casa de San Petersburgo cuando Zinaida Vengerov, su traductora, informó a Well, moviendo la cabeza: “Sabe usted, la obra suya que prefiero es The Lost World.” “Quiere decir la guerra que los marcianos perdieron”, dijo rápidamente mi padre.
H.G.: ¿Aprendió usted algo de sus estudiantes de Cornell? ¿La experiencia fue solamente del punto de vista económico o la enseñanza le aportó algo valioso?
V.N.: Mi método de enseñanza excluye un verdadero contacto con los estudiantes. En el mejor de los casos, hicieron regurgitar algo de mi cerebro durante los exámenes. Cada una de las conferencias que he dado ha sido escrita a mano, luego mecanografiada cuidadosa y amorosamente y la leía pausadamente en clase, a veces parándome para volver a escribir una oración y a veces repetir un párrafo —un pinchazón mnemotécnico el que, sin embargo, rara vez provocaba algún cambio en el ritmo de las manos que lo transcribían. Agradecía a los pocos expertos en estenografía de mi audiencia, esperando que comunicaran la información almacenada a sus compañeros menos afortunados. Traté sin resultado de reemplazar mis conferencias por grabaciones que se hubieran transmitido a través de la radio del Colegio. Por otro lado, disfrutaba mucho las risitas de aprecio en éste u otro lugar cálido del salón de conferencias en éste u otro punto de mi lectura. Mi mejor recompensa viene de estos antiguos alumnos quienes, diez o quince años más tarde, me escriben para decirme que entienden ahora qué quería de ellos cuando les enseñaba a visualizar el peinado de Madame Bovary, traducido de manera errónea, o el arreglo de los cuartos en la casa de Samsa o a los dos homosexuales en Ana Karenina. No sé si aprendí algo al enseñar, pero sé que amasé una cantidad invaluable de información apasionante, al analizar una docena de novelas para mis estudiantes. Como lo sabe, mi salario no era especialmente principesco.
H.G.: ¿Le gustaría decir algo sobre la colaboración que le prestó su esposa?
V.N.: Presidió como consejera y juez sobre la hechura de mi primera ficción, al principio de los años veinte. Le he leído por lo menos dos veces todas mis historias y novelas; y las volvió a leer todas al mecanografiarlas, corrigiendo las pruebas y verificando las traducciones en varios idiomas. Un día, en 1950, en Ithaca, Nueva York, fue la responsable de haberme detenido, pidiéndome un plazo para pensarlo de nuevo al momento que yo, bloqueado por dificultades técnicas y dudas, llevaba los primeros capítulos de Lolita al incinerador del jardín.
H.G.: ¿Cuál es su relación con las translaciones de sus libros?
V.N.: En cuanto a idiomas, mi mujer y yo conocemos o podemos leer inglés, ruso, francés y, hasta cierto punto alemán e italiano, así que nuestro sistema es una estricta verificación de cada frase. En el caso de las versiones en turco y japonés, prefiero no imaginar los desastres que probablemente salpican cada página.
H.G.: ¿Cuál es su próximo proyecto literario?
V.N.: Estoy escribiendo una nueva novela, pero de ésta, no puedo hablar. Otro proyecto que estoy acariciando desde algún tiempo, es la publicación del guión completo de Lolita que hice para Kubrick. Aunque haya bastantes préstamos de mi libro en su versión para justificar mi posición legal como autor del guión, la película es sólo un reflejo confuso y mezquino del maravilloso cuadro que imaginé y que escribí escena por escena, durante seis meses de trabajo en una casa de Los Ángeles. No significa que la película de Kubrick sea mediocre; por derecho propio es de primera categoría, pero no es lo que escribí. Un matiz de poshlost es dado a menudo por el cine a la novela que distorsiona y vuelve burda en su avieso espejo. Kubrick, pienso, evitó este error en su versión, pero nunca entenderé por qué no siguió mis orientaciones y mis sueños. De verdad es una lástima. Pero por lo menos, podré ver a la gente leer a mi Lolita en su forma original.
H.G.: Si pudiera escoger uno y solamente uno de sus libros para la remembranza universal, ¿cuál escogería?
V.N.: El que estoy escribiendo o más bien el que sueño escribir. De hecho, me recordarán por Lolita y mi obra sobre Eugenio Oneguin.
H.G.: ¿Piensa usted que tiene algún defecto llamativo o secreto como escritor?
V.N.: La ausencia de vocabulario natural. Una cosa extraña de confesar, pero cierta. De los dos instrumentos que poseo, el primero —mi lengua materna— ya no la puedo utilizar, no solamente porque no tengo una audiencia rusa, pero también porque la excitación de la aventura verbal en el medio ruso se desvaneció paulatinamente después de que me pasé al inglés en 1940. La lengua inglesa, este segundo instrumento que tuve siempre, es, sin embargo, una cosa tiesa, artificial, que puede servir muy bien para describir un insecto o una puesta de sol, pero que no puede ocultar la pobreza de su sintaxis y la insuficiencia de su lenguaje casero cuando necesito el camino más corto entre un almacén y una tiendita. Un viejo Roll Royce no es siempre preferible a un simple jeep.
H.G.: ¿Qué piensa usted del rango de competición de los autores contemporáneos?
V.N. Si, noté sobre este asunto que nuestros críticos profesionales son verdaderos hacedores de libros. ¿Quién está dentro, quién está fuera, en donde quedaron las nieves de antaño? Todo esto es muy divertido. Siento un poco que me dejen afuera. Nadie puede decidir si soy un escritor americano de media edad o un viejo escritor ruso o una rareza internacional sin edad.
H.G.: ¿Qué es lo que más lamenta en su carrera?
V.N.: No haber venido antes a América. Me hubiera gustado vivir en la Nueva York de los treinta. Si mis novelas rusas hubieran sido traducidas en ese entonces, hubieran podido provocar una sacudida y una lección para los entusiastas pro-soviéticos.
H.G.: ¿Encuentra usted significativos inconvenientes a su fama actual?
V.N.: Lolita es famosa, yo no. Soy un oscuro, dos veces oscuro novelista con un nombre impronunciable.

Notas:

* En ruso, la palabra Poshlost significa “banalidad”, “trivialidad”.

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