lunes, 30 de septiembre de 2013

609.- Estados Unidos. El amor por las armas

                                                                      Ilustración: Vicente Martí



Estados Unidos. El amor por las armas


Gun guys
Recuento de una obsesión histórica

Por Dan Baum

La posesión de armas es uno de los derechos que con más celo defiende una buena parte de los estadounidenses. Baum ahonda en el peso cultural de esta afición y aporta elementos para un debate más allá de los maniqueísmos.

La Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos es un problema –para mí, para el grupo antiarmas, e incluso para la Asociación Nacional del Rifle (NRA, según sus siglas en inglés)–. En el texto, exasperantemente vago y de torpe puntuación y uso de mayúsculas, se lee: “Una Milicia bien regulada, siendo necesaria para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar Armas, no será infringido.” Ninguna otra enmienda ha sido tan ininteligible como esta, y nunca nadie ha tenido idea de lo que sus redactores quisieron decir con ella.

Académicos, abogados y políticos han discutido durante décadas sobre si la Segunda Enmienda confiere un derecho individual de poseer y portar un arma, o si su preámbulo la limita a un derecho colectivo del pueblo a organizarse, en caso necesario, como milicias reguladas. La controversia sobre la Segunda Enmienda se movió por años en dirección de la milicia colectiva. Hasta que se topó con Antonin Scalia. En 2008, Scalia redactó el fallo principal en el caso “Distrito de Columbia contra Heller” con el que derogó la prohibición de posesión de armas –vigente en ese distrito federal desde hacía treinta y tres años–, revocó un antiguo precedente y determinó que la Segunda Enmienda garantizaba el derecho individual a andar armado. Con una votación por mayoría de cinco contra cuatro a su favor, Scalia declaró que las prohibiciones en contra de las armas de fuego quedaban “descartadas” en el distrito de Columbia. Un año más tarde, en el caso “McDonald contra Chicago”, el Tribunal extendió el fallo de Scalia a todo el país.

Ingenuamente esperaba que este momento fuera una oportunidad para sanar. El Tribunal había “descartado” la prohibición de armas, así que aguardé a que la NRA y sus aliados abandonaran su demente campaña alarmista –según la cual incluso la más nimia regulación en materia de armas era un paso hacia el desarme forzoso–. También esperaba que el bando antiarmas reconociera que las reglas del juego habían cambiado y desistiera en sus intentos de privar a los ciudadanos de su derecho a tener armas. Iluso de mí.

La revista de la NRA, American Rifleman, advirtió peregrinamente que, después de Heller, “nuestras libertades para poseer armas de fuego pueden correr mayor peligro”. Por su parte los ayuntamientos de Washington, D. C., y Chicago aprobaron leyes paradójicas, pues se adherían al pie de la letra a las decisiones del Tribunal al tiempo que hacían prácticamente imposible la posesión de un revólver. El resultado fue predecible: ambos enfrentan múltiples demandas que no están en condiciones de afrontar y que probablemente pierdan.

Los autores de la Segunda Enmienda la redactaron con torpeza para que fuera ratificada por estados en pañales hostiles entre sí. Así, los perpetuos alegatos sobre el significado de dicho párrafo han dependido, durante años, de los esfuerzos por adivinar qué pensaban aquellos hombres de pelucas blancas cuando lo escribieron. Se han dedicado libreros completos a describir las condiciones políticas y económicas de 1791, y la manera en la que los autores de la enmienda respondían con ella a esas condiciones. Mientras más interpretaciones contradictorias leo y entre más intento leer la mente de quienes escribieron ese párrafo hace siglos, menos relevante me parece el ejercicio.

A falta de certezas sobre la intención de los autores de la Segunda Enmienda, los amantes de las armas, los gun guys, han inventado un panteón de autores sucedáneos a los que, como ventrílocuos, han hecho decir las cosas más descabelladas. Para muestra, este disparate ampliamente difundido y atribuido a Benjamin Franklin: “La democracia ha sido definida como dos lobos y una oveja haciendo planes para el lunch. La libertad es un cordero bien armado impugnando el voto.” La cita no aparece en ninguno de los escritos de Franklin, y la palabra lunch no fue de uso común sino hasta 1820, cuando Franklin llevaba treinta años muerto. Los gun guys a menudo citan a John Adams diciendo: “Las armas en manos de los ciudadanos pueden utilizarse a discreción individual para la defensa del país, para derrocar a la tiranía o para la defensa privada del individuo”, cuando en realidad dijo exactamente lo contrario: que la propiedad privada de armas de fuego “destruye toda constitución y deja postradas a las leyes, de tal modo que ningún hombre pueda gozar la libertad”. Pero probablemente a nadie le han embutido la boca con tantas pistolas como al pobre de Thomas Jefferson. Tengo particular predilección por una, que se encuentra en cualquier cantidad de carteles y camisetas en las ferias de armas, y que atribuye a Jefferson el mismo uso paranoico que los gun guys le dan a la tercera persona del plural, el siniestro ellos: “Lo bueno de la Segunda Enmienda es que no será necesaria hasta que intenten llevársela.” Puras tonterías.

La cantidad de citas inventadas oculta lo obvio. Los redactores de la enmienda no podían prever la existencia del AK-47 así como no habrían podido prever que habría afroamericanos y mujeres en las casillas de votación. No podían haber imaginado cómo la propiedad generalizada de rifles de asalto podría afectar a ciudades cuya población es cuatro veces el total de gente que vivía en todo Estados Unidos en la época en que se escribió la Segunda Enmienda. Puesto que no tenemos forma de saber exactamente qué querían los redactores, el desafortunado párrafo no hace sino volver imposible la discusión racional en torno a las políticas sobre armas.

Si buscamos motivos por los que los gun guys se aferran tan afanosamente a sus armas, sin duda debemos eliminar de la lista su lealtad expresa a la Segunda Enmienda. No es que no les guste; les gusta. Pero a pesar de sus alegatos, ninguno de ellos posee armas en su vida para cumplir con el que asumen que es su deber de protegerla y defenderla. Buena parte de la gente que repite hasta la saciedad la cantaleta de que no se debe infringir la Segunda Enmienda apoya la oración en las escuelas públicas, desafiando así la prohibición de la Primera Enmienda de establecer una religión de Estado. Al mismo tiempo se oponen al cierre de la prisión en la Bahía de Guantánamo –una violación gigantesca de la Quinta, Sexta y Octava enmiendas– y están dispuestos, en nombre de la guerra contra el terrorismo, a someterse a todo tipo de intromisiones físicas y electrónicas en la Cuarta Enmienda. Lo que los gun guys aman no es tanto la Constitución o a sus autores, sino a las pistolas. Yo no tengo ningún problema con eso. A mí también me encantan. Pero que no me vengan con golpes de pecho en nombre de James Madison.1

Quienes promueven un control más severo de las armas de fuego han culpado, desde la década de los setenta, al “poderoso cabildeo en favor de las armas” y a esos políticos a los que The New York Times acusa de someterse ante la NRA para mantener una laxa legislación sobre armas en los Estados Unidos. Supongo que es más cómodo imaginar al enemigo como un Goliat que juega sucio que enfrentar la realidad: la legislación sobre armas es laxa porque así la quiere la mayoría de los estadounidenses.

Aunque la NRA nunca ha sido ni tan grande ni tan acaudalada como ahora, es, pese a todas sus bravatas, un jugador mediano para los estándares de Washington. Sus cuatro millones de miembros no superan a los de la Federación Nacional de la Vida Silvestre. Su grupo de presión no cuenta entre sus filas con exmiembros del Congreso o funcionarios del gobierno. Ni siquiera distribuye mucho dinero. Las contribuciones de la NRA a candidatos al Congreso asciende a aproximadamente la mitad de lo que les aporta el sindicato de fontaneros, y ¿cuándo fue la última vez que los fontaneros obligaron a un político a agachar la cabeza?

La mayoría de los miembros del Congreso no necesitan del dinero ni de la presión de la NRA para adoptar una postura a favor de las armas. Tanto ellos como sus electores ya están convencidos. La agencia encuestadora Gallup ha consultado a los estadounidenses durante décadas sobre su opinión acerca de un control de armas más estricto; en veinte años, el apoyo ha caído una tercera parte, hasta quedar en menos del 50%.

Por supuesto, los sondeos sobre el control de armas sufren de distorsiones dependiendo de qué tanto les importe el tema a los encuestados. Los gun guys, a diferencia del resto de la población, piensan en sus armas –y en los esfuerzos por quitárselas– todos los días. Si el 90% de la victoria depende simplemente de “hacer acto de presencia”, los miembros de la NRA siempre ganarán la batalla sobre el control de armas.

Pero incluso si las cifras son imprecisas, la tendencia claramente muestra cada vez menos apoyo del público al control de armas. El gran descenso en el crimen desde 1989 probablemente explique esto en gran medida. La propaganda de la NRA quizá haya contribuido también. Pero además hay una realidad incómoda: es casi imposible demostrar que las medidas que consideramos “control de armas” salvan vidas. En 2005, el American Journal of Preventive Medicine examinó docenas de estudios sobre la efectividad del control de armas. En muchos casos los investigadores encontraron fallas en los estudios mismos. Aun así el Journal estuvo dispuesto a emitir algunas frases declarativas respecto a ciertas medidas del control de armas. Por ejemplo: el registro de pistolas rara vez ayuda a la policía a resolver crímenes, porque solo en contadas ocasiones la gente comete un crimen con las armas que ha registrado. Las que matan son las pistolas robadas, o las armas que han estado en circulación clandestina tanto tiempo que habrían eludido cualquier registro. El registro nacional de armas largas de Canadá consumía más de sesenta millones de dólares al año, y dio tan pocos resultados prácticos que en octubre de 2011 el Parlamento votó por abolirlo. Las licencias para armas, la prohibición de ciertas clasificaciones (rifles de asalto, revólveres baratos de pequeño calibre –o “Saturday Night Specials”–, etc.), periodos de espera, leyes “de una pistola por mes” y los requisitos de papeleo han arrojado resultados, como mucho, ambiguos. Normalmente no tienen efecto alguno. Sí, los crímenes con arma de fuego disminuyeron tras la aprobación de la Ley Brady... pero ya venían disminuyendo desde tiempo atrás. Si bien es cierto que Nueva York tiene una legislación estricta para el control de armas y, en la segunda década del siglo xxi, un índice sorprendentemente bajo de criminalidad, Chicago tiene leyes aún más estrictas, y muchos crímenes violentos. El crimen con arma de fuego es prácticamente inexistente en Vermont –que tiene una de las legislaciones más laxas para el control de armas– y relativamente alto en California –que cuenta con una de las leyes más rigurosas–. Si bien es fácil argüir que California y Chicago necesitan leyes para el control de armas más severas que Vermont porque tienen más crímenes, semejante argumento invierte la causalidad, al sugerir que el índice de criminalidad genera las leyes, y no a la inversa. Que los altos niveles de violencia continúen pese a las leyes estrictas solo debilita el argumento de que “las armas provocan el crimen”.

Es posible pensar que Chicago y California serían aún más violentas si sus leyes fueran más laxas, y que el crimen con arma de fuego no habría descendido tan rápidamente si nunca se hubiera aprobado la Ley Brady. Pero es imposible saberlo, y por lo tanto es fácil sembrar la duda sobre el ejercicio del control de armas.

La manera más útil de pensar en la legislación del control de armas es como si esta fuera análoga a la legislación de la mariguana. Ambas hacen que los ciudadanos y los responsables de esas políticas sientan que están “haciendo algo”. Y ambas son ineficaces para conseguir su objetivo expreso. Leyes como la prohibición de rifles de asalto no responden a una amenaza real a la seguridad pública, sino a una amenaza imaginaria, lo que me recuerda a los partidarios de la prohibición de la droga, que execran la mariguana no como un peligro en sí misma, sino como una “droga de iniciación”. Culpar del crimen a las armas es un ejercicio de evasión tan deshonesto como decir que los adolescentes están alienados porque fuman mota, y no porque padecen el estrés excesivo que provoca la competencia, las escuelas carentes de imaginación y de recursos económicos o los divorcios de sus padres que trabajan en exceso. ¿Qué tan conveniente es ignorar la totalidad de las vidas de los jóvenes negros en las ciudades –el grupo con más probabilidades de morir por arma de fuego– y mejor concentrarse, en cambio, en quitarles sus pistolas?

Lo que mejor hacen tanto la legislación para la mariguana como las leyes para las armas de fuego es desaprobar un estilo de vida y a la cultura que lo disfruta.

El exvicepresidente ejecutivo de la NRA J. Warren Cassidy declaró en una ocasión a un colaborador de la revista Time: “Usted entendería mucho mejor las cosas si nos abordara como si estuviera abordando a una de las grandes religiones del mundo.” Las pistolas pueden ser divertidas, útiles, mecánicamente fascinantes y provocar nostalgia, pero en Estados Unidos hoy también encarnan una visión del mundo que, a grandes rasgos, prefiere lo individual por encima de lo colectivo, las vigorosas actividades al aire libre por encima del pálido intelectualismo, la certidumbre por encima del cuestionamiento, el patriotismo por encima del internacionalismo, la virilidad por encima de la feminidad, la acción por encima de la inacción. La pistola es la manifestación física de la filosofía de unión de la tribu. Es el ídolo en el altar. La tribu la exalta y le confiere poderes sobrenaturales: de detener el crimen, defender a la república contra la tiranía, convertir a los sujetos en ciudadanos, hacer hombres a los muchachos.

La tribu contraria, que tiende a valorar la razón por encima de la fuerza, el escepticismo por encima de la certidumbre ciega, el internacionalismo por encima de la excepcionalidad estadounidense, el multiculturalismo por encima de la hegemonía blanca masculina, la nivelación de ingresos por encima del capitalismo salvaje, y la paz por encima de la guerra –a falta de una mejor palabra, los liberales–, reconoce en la pistola al tótem sagrado del enemigo, la encarnación de su aborrecible visión del mundo. Están convencidos de que pueden debilitar al enemigo destrozando sus ídolos: prohibiendo la pistola y, si esto no es posible, haciéndola entrar a la fuerza en una caja cada vez más pequeña con cuantas leyes restrictivas logren aprobar.

Ahora bien, si los liberales piensan que al destrozar a sus ídolos están debilitando al enemigo, se equivocan por completo. Es difícil pensar en una mejor herramienta organizativa para la derecha que esa antipatía tribal de la izquierda respecto a las pistolas. Estados Unidos está lleno de gente trabajadora que no va a escuchar al partido del asno2 –en ningún tema– debido a la identificación de los demócratas con el control de armas.

Los estrategas demócratas Paul Begala y James Carville reconocieron esta trampa cuando, en Take it back (Simon & Schuster, 2006), discutieron sobre la laguna legal de las ferias de armas: “Los demócratas se arriesgan a enardecer y alienar a millones de votantes que de otra forma podrían estar abiertos a votar por ellos. Pero una vez que entran en juego las pistolas, en cuanto alguien crea que sus derechos de poseer armas están siendo amenazados, se cierra.” La NRA y los republicanos, por supuesto, también lo saben, y han hecho cuanto han podido para atizar el odio hacia los “elitistas”, “liberales” y “quitapistolas” del Partido Demócrata –la misma “tropa amanerada de snobs descarados” que los republicanos han invocado para consumar el incómodo matrimonio entre los trabajadores y el gop3 desde tiempos de Spiro Agnew.4

Pero el daño táctico que el control de armas inflige al Partido Demócrata es lo de menos. En un momento en que la economía batalla y el electorado se polariza, vilipendiar a los propietarios de armas parece sencilla e innecesariamente descortés. El historiador Garry Wills escribió en la New York Review of Books que los propietarios de revólveres eran “cómplices de asesinato” y que implícitamente habían “declarado la guerra a sus vecinos”. En la prensa hubo editorialistas que llamaron a quienes poseen armas “una ridícula minoría de cabezas huecas”, “un puñado de tipos gordos cuarentones con pistolitas” y “vaqueros provincianos” con complejo de “macho”. Para Gene Weingarten, de The Washington Post, los gun guys eran “pueblerinos y yeehaws5 a quienes les gusta creer que están protegiendo sus casas contra imaginarios merodeadores morenos desesperados por robar los sofás infestados de pulgas de sus pórticos medio podridos”. Mark Morford, del SFGate, llamó a las tiradoras “mujeres blancas suburbanas aburridas, de poca educación, amargadas, aterrorizadas, mal vestidas y de piel pastosa, que vomitan odio en pueblos perdidos de la región central, con nombres como Frankenmuth”. Es imposible imaginar que se dejaran pasar ultrajes tan crueles acerca de, por decir algo, los negros o los gays, y, sin embargo, en ciertos círculos dar reveses a los poseedores de armas es un deporte que se considera incluso honorable. Cuando le comenté a una anciana amiga de mi suegra –una unitaria generosa con valores cívicos– que estaba entrevistando a gente con armas, soltó un “desde luego espero que condenes a esa gente horrible”.

Dado que la inmensa mayoría de los propietarios de armas de fuego no le hacen daño a nadie, y que casi todos son responsables y respetan la ley, ¿qué se gana con insultar, denigrar y calumniar a esa gente horrible (el 40% de los estadounidenses que poseen armas de fuego)? ¿Cuál es el beneficio público de culparlos de las “calles bañadas de sangre” y una “epidemia de violencia armada” que realmente no existe en la mayor parte de Estados Unidos? Incluso antes de la balacera en la Escuela Primaria Sandy Hook, los propietarios de armas –con razón o sin ella– ya se sentían victimizados, marginados y embarrados con todo, desde Columbine hasta los cárteles de droga mexicanos. ¿Intensificar las guerras culturales no es acaso tóxico para Estados Unidos y antitético a la noción de “liberal”? Como dijera Sarah Palin en la convención de la NRA de 2011: “Se supone que esos grupos de izquierda son tan tolerantes del estilo de vida de todos, pero son intolerantes de nuestro estilo de vida.” Qué tal si nos apropiamos de una frase del movimiento por el derecho al aborto para usarlo en una calcomanía de la defensa: ¿No te gustan las pistolas? No las tengas. 
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Traducción de Adriana Díaz Enciso



Mi primera arma

Por León Krauze

En Estados Unidos es más fácil comprar una pistola que conseguir un préstamo. Así lo atestigua León Krauze en esta crónica personal sobre el comercio legal de armas en California.



                          Ilustración: Martín Kovensky

Hasta antes de agosto de 2013, había visto una pistola una sola vez. Tenía catorce años. En aquel tiempo, en México, la idea de tener un arma en casa era no solo absurda sino impensable. No recuerdo ni una conversación sobre balas y gatillos entre mis amigos de la infancia. Ese estilo de violencia nos resultaba tan ajeno que parecía no existir. Nuestros juegos no pasaban por soldados, disparos, camuflaje y otras imágenes de la guerra. Nunca nos sentimos en peligro; ciertamente no en la infancia, cuando nos divertíamos con la pelota en los callejones, pero tampoco en la adolescencia. A finales de los ochenta, nuestras preocupaciones eran otras y nuestros miedos también. No fue sino hasta que vimos caer a Colosio en Lomas Taurinas que nos quedó clara la devastación súbita que provoca una pistola. Aquella portada de Reforma con el hombre tirado como un títere acabó con la que era, ahora pienso, una ingenuidad desatinada. Las armas, después de todo, estaban entre nosotros.

Aquella primera pistola llegó a mis manos en casa de un buen amigo que vivía por la colonia Narvarte. Su padre tenía, según recuerdo, alguna relación con el ejército. Corría el rumor de que tenía no solo un arma sino un arsenal, algo que sonaba tan improbable como si alguien asegurara tener un unicornio en el jardín. Era sábado. Recuerdo haberle preguntado a mi amigo si de verdad su padre tenía acceso a pistolas. Me llevó a un minúsculo estudio de paredes de yeso humedecido al fondo del jardín. Nos sentamos frente al escritorio y mi amigo abrió un cajón. De ahí sacó un estuche de madera lustrosa. Lo destapó con brusquedad. Dentro había, en efecto, una pistola que, supe después, era de uso exclusivo de las fuerzas armadas. Mi amigo la sacó del estuche y la puso sobre la mesa. Me dio a entender que podía tomarla. Las manos me temblaban. Me sorprendió el peso de la pistola: imaginé que toda ella era de plomo. La giré levemente para mirar el gatillo, la empuñadura y la corredera, donde estaba grabado el nombre del padre de mi amigo. Intenté cortar cartucho. Entonces, algo se zafó en el cuerpo del arma y el muelle recuperador salió volando con una fuerza inesperada. Me asusté como pocas veces. No quise saber más y devolví la pistola. Como pudo, mi amigo volvió a meter la pieza en su lugar y luego repuso el arma en el estuche y el cajón. Jamás volvimos a ver la pistola, al menos no juntos. Recuerdo haberme sentido como Pandora, tentando a la tragedia.


Mi primera arma 2
Martín Kovensky



Martin B. Retting, 2 de agosto

Regreso a la anécdota mientras camino hacia Martin B. Retting Inc., una armería sobre Washington Boulevard en Culver City. Dice mucho del statu quo que una tienda llena de armas se encuentre en medio de una apacible zona residencial del oeste de Los Ángeles, apenas a cinco minutos del área turística de Santa Mónica. Martin B. Retting ha estado aquí desde 1958. Se anuncia como un establecimiento especializado en la compraventa de armas y artículos de colección. Y en efecto, al entrar, lo primero que uno ve, además de las paredes cubiertas con todo tipo y tamaño de armas, es una serie de aparadores llenos de piezas de la Segunda Guerra Mundial, especialmente de la Alemania nazi, cuyos objetos ocupan tres de las cuatro repisas principales: medallas, cinturones, cascos y distintivos con la esvástica roja, prominente a pesar de los años. ¿Insignia de la Luftwaffe? 1,500 dólares. ¿Hebilla original decorada con la reichsadler? Solo 200 dólares. Inmediatamente después, otro aparador, con pistolas de la época. Luger tras Luger –inconfundibles, con su forma de “t” trunca– identificadas con una etiqueta amarillenta: “Luger DWM, modelo 1923, 9 mm., 1,500 dólares”. Hay por ahí también algún revólver alusivo a la conquista del oeste americano. Pero no hay duda: lo que se vende aquí (y estoy en California, no en el sur profundo de Estados Unidos) es la nostalgia por los nazis y su particular disposición a la brutalidad.

Antes de buscar la ayuda de un empleado, me doy una vuelta por la tienda. Si nunca he disparado un arma tampoco he estado jamás en un lugar como este. Todo el local está dedicado al negocio de la agresión en sus muy diversas formas. Quien visita Martin B. Retting puede encontrar desde la más pequeña navaja hasta un enorme cuchillo, digno de un explorador selvático (o de un asesino de película). En una canasta hay réplicas de gladios romanos para los nostálgicos de ese otro imperio que hizo de la violencia un arte. Si lo que el cliente busca es algo más, digamos, directo, la tienda lo tiene todo: pistolas, pistolillas y pistolones, escopetas y rifles. Hay por ahí una réplica de un Remington que alcanza los 15,000 dólares. Al fondo, detrás de la caja registradora, hay al menos cuarenta tipos distintos de rifles de asalto. El más barato cuesta 900 dólares; el más caro, lleno de accesorios y aparentemente listo para la guerra, rebasa los 3,000 dólares. No puedo evitar imaginar a los compradores enviados por los cárteles del narcotráfico a las armerías cerca de la frontera, volviendo cada par de semanas a comprar dos o tres de estos rifles. Imposible también no pensar en los vendedores que, sin dudarlo un segundo ni sospechar un instante, venden los rifles y se hacen cómplices del “tráfico hormiga” que arma a los narcotraficantes mexicanos. Viéndolos por primera vez en vivo, no puedo más que preguntarme: ¿a quién le puede parecer normal que alguien quiera comprar ya no decenas sino solo uno de esos largos y opacos AR-I5, tan claramente construidos para matar?

“¿Puedo ayudarle?”, me pregunta un hombre de barba descuidada que se presenta como Mark. “Quiero comprar una pistola”, digo, asimilando lo inédito del enunciado. Antes, le explico que no soy ciudadano sino solo residente en Estados Unidos. Le pregunto si mi situación legal complica o impide la compra. Mark desecha mi duda y me explica que los residentes tienen permitido adquirir armas. “¿De dónde eres?”, me pregunta. “Soy mexicano.” Mark me explica que su nombre verdadero no es Mark sino Merdad. Llegó de Irán a los tres años y ha vivido en California desde entonces. Dice que su padre lo introdujo a la cultura de las armas desde muy pequeño. Parece que se acuerda de ir al campo de tiro como yo recuerdo ir a jugar futbol con mi propio padre. Describe aquello como la manifestación más íntima de su infancia. “Pero hablo un poco de español”, me dice de pronto: “es que tuve una novia salvadoreña”, bromea.

Mark está parado frente a la vitrina que contiene tres tipos de pistolas: Glock, S&W y Beretta. “¿Estas son buenas?”, pregunto, exhibiendo mi inexperiencia. “Depende de para qué las quieras: ¿para divertirte, protegerte, cazar?” “Para protegerme, supongo”, le respondo. “Entonces la mejor opción es la Glock”, me dice Mark al momento en que extrae una pistola gris mate que me recuerda a las armas rudas de los policías, tan eficientes que ni siquiera se permiten un poco del gozo estético que tienen las pistolas mejor diseñadas. Mark me pone la Glock en las manos y me ordena que apunte hacia una cabeza de maniquí empotrada en la esquina de la tienda, lejos de cualquier persona. “Está descargada, pero ninguna medida de seguridad es excesiva”, subraya con seriedad impostada. Levanto la Glock con las dos manos y apunto a la cabeza. La mirilla consta de dos puntos blancos que se unen con otro idéntico al final de la pistola. La empuñadura me acomoda perfectamente, como si estuviera diseñada para mis manos. Se siente, en efecto, como una continuación del puño. “¿Te gusta?”, dice Mark. Debo admitir que sí. “¿Has disparado antes?” La pregunta me toma por sorpresa. Por la cabeza me pasa la posibilidad de que, si respondo con honestidad, no podré comprar el arma. Aun así, prefiero la verdad. Me queda claro que Mark no esperaba mi falta de práctica. “Entonces te recomiendo que antes vayas a un campo de tiro. No puedes saber cuál te gusta más si no las pruebas. Es como si fueras a comprar un auto: no lo harías sino hasta saber cuál te gusta más, cuál te acomoda, con cuál te vas a divertir más.” Me llama la atención que lo ponga en términos de diversión, pero acepto que tiene razón: no tiene caso comprar lo que no se conoce, así sea un arma.

Prometo volver.

“Good hunting!”, se despide Mark.



Polígono de tiro, 6 de agosto

Escondido entre un lavado de autos y un negocio de entretenimiento pornográfico, el campo de tiro “LAX” es una construcción discreta muy cerca del aeropuerto de Los Ángeles. Detrás del cristal blindado de la entrada hay un letrero: “Kung-Fu my ass. Try to karate chop a bullet.”

Toco el timbre.

La puerta se abre para revelar un catálogo para los aficionados al mundo de la pólvora y el gatillo: guantes, camisetas (“Got ammo?”). A la izquierda, dos enormes vitrinas llenas de accesorios: miras láser y telescópicas, cachas de cuero y goma, aceite, cepillos de hebras metálicas. La misma variedad que una tienda de deportes o –la comparación es inevitable– una juguetería.

El dependiente que me recibe quiere saber si se trata de mi primera visita al lugar. De nuevo, acepto mi condición de novato. Me pide que llene la forma de registro. Dado que se trata de un local donde es posible hacerse por unos minutos de escopetas, rifles de asalto o armas de cualquier calibre, espero que el papeleo ocupe varias páginas. No es así. Los requisitos para disparar desde una Beretta 9 mm. hasta un AR-I5 en este ambiente medianamente controlado son mínimos: nombre, dirección, fecha de nacimiento y una identificación oficial. Punto. Es mucho más cansado conseguir una prueba de manejo en cualquier concesionaria que lograr que le pongan a uno entre las manos un arma cargada.

Mientras el hombre tramita mi registro, me llaman la atención los distintos blancos disponibles. El aficionado puede elegir una diana clásica para afinar la puntería o quizá un dibujo de un gordo de panza desbordante, cara de pocos amigos y un “IO” rojo en la frente. Pero no solo eso. A la izquierda, a todo color, veo una serie de blancos que más bien parecen pósters. Es una grotesca colección de dibujos de zombis, vampiros, perros poseídos. Astuta manera de atraer a las nuevas generaciones, acostumbradas a acabar con los muertos vivientes en la pantalla de videojuegos. Si te cansas de Call of duty, intenta Dead rising.

Finalmente, el encargado me entrega la tarjeta que me identifica como miembro oficial del campo de tiro. Es un trozo de papel amarillo con mi nombre y número de licencia escritos deprisa. Abajo, apenas garabateada, la firma del dependiente, quien ahora abre una pequeña puerta que lleva al pasillo donde se eligen las armas. Colgadas en la pared hay al menos cien versiones distintas. En la fila de arriba, las Glock, Beretta y h&k. Abajo tremendos revólveres con los tambores mirándome como los ojos compuestos de un insecto. A la izquierda, apoyados sobre las culatas, hay seis rifles de asalto, delgados como agujas, elegantes. Abajo, recostadas, dos escopetas de gruesos cañones, la boca bien abierta. El dependiente dirige la mirada a la colección de armas, sugiriéndome que elija. “¿Cuál me recomiendas?”, pregunto. “Dado que es su primera experiencia –me dice– debería comenzar con una Glock 17”, la misma pistola que me había recomendado Mark en Martin B. Retting. En un solo movimiento, la quita de la pared y la coloca, con un gesto digno de un western, en mis manos. De nuevo, como el día anterior, me llama la atención la fealdad de la pieza. “No es la pistola más hermosa del mundo...”, me atrevo a decir. “Es que a Glock nunca le ha importado el diseño. Les interesa que sea funcional y efectiva”, me dice casi como un regaño. Y es verdad. Lejos de ser un esteta, Gaston Glock, el ingeniero austriaco que diseñó la primera de estas pistolas semiautomáticas a principios de los ochenta, era un ingeniero experto en polímeros que cambió la manera en la que se fabrican las armas. De ahí la empuñadura plástica de la Glock 17 que tengo en las manos. “Es una 9 mm. ¿Cuántas balas quieres? Vienen cincuenta por caja”, me pregunta el dependiente. Para quien nunca ha disparado, cincuenta balas parecen suficientes como para enfrentar el Apocalipsis. Decido empezar con un paquete, marca Blazer Brass. El hombre lo abre para enseñarme que la media centena de balas está intacta: diez lustrosas filas de cinco; cincuenta proyectiles de 9 milímetros de diámetro, idénticos a los diseñados por Georg Luger hace poco más de cien años. Es la bala más popular del planeta, su punta cobriza brillando, como pulida con minúsculo esmero, full metal jacket. “Aquí tiene sus audífonos”, me dice al tiempo que me entrega un par de tapaoídos para tiro y unos lentes de protección. Por último, me pregunta por el blanco al que quiero dispararle. Las opciones son tantas que me cuesta elegir. ¿Qué enemigo me apetece? Al principio estoy cerca de pedirle un zombi en honor a George Romero, pero prefiero tomármelo con seriedad y escojo una silueta humana: un círculo verde en pleno rostro (10 puntos) y otro más en el centro del pecho (10 puntos). ¿Pulmones y estómago? 9 puntos. ¿Intestino e hígado? 8. Los brazos, insignificantes como son, apenas llegan al siete. Con la Glock, las balas y el blanco me dirijo al polígono, posición número doce.

El piso de linóleo está lleno de cartuchos usados. Varios de ellos han rodado hasta la puerta desde la posición del centro, donde una montaña de hombre dispara sin cesar una pistola que ha sacado de una mochila negra que descansa pegada a sus pies, como si alguien fuera a robársela en cualquier momento. La precisión del tipo me asombra. A lo lejos, hasta el fondo de la caverna donde cuelgan los blancos, alcanzo a ver el centro del pecho de papel perforado veinte, treinta veces. Los cartuchos vuelan, rebotando en el piso y rodando un par de metros hasta donde trato de acomodar mis propias balas dentro del cargador de la Glock. Un par de minutos después, la pistola está cargada. Con los brazos rígidos la coloco sobre la repisa de la caseta y cuelgo la silueta. Aprieto un botón rojo a la izquierda y el blanco recula, hasta quedar a unos diez metros de distancia. Imposible no imaginarlo vivo, como una especie de duelista inmóvil. Levanto la Glock. Me han dicho que no ponga el dedo en el gatillo sino hasta que me sienta preparado para disparar, hasta que el punto blanco esté claramente entre los dos puntos de la mirilla. Me tomo unos segundos. El índice desciende por el borde de la corredera. Uno. Dos. Tres.

Mi primera arma 3
Jonathan López



Mi primera arma 4
Jonathan López


Nunca había sentido la patada de una pistola. No sabía qué fuerza tendría el efecto de la explosión de la pólvora en la recámara del arma, ese pequeño milagro de ingeniería que ha sido, quizá, nuestro invento más letal. Ingenuo e inexperto, había tensado cada músculo del cuerpo, como si la Glock 17 fuera el Zar Pushka, el cañón monumental que vi de pequeño en el Kremlin. Lo cierto es que la pistola apenas si se había quejado. El gatillo se dejó apretar con suavidad lúdica y el cartucho salió volando a mi derecha. Hice una pausa y apunté de nuevo. Y luego otra vez, más rápido. ¡Pum, pum! Una detonación tras otra. Cuatro balas habían salido de la Glock y ya me comenzaba a sentir cómodo. Ese, supuse, es uno de los talentos del arma: convencer a quien la usa de lo fácil que es domarla, de lo predecible que resulta, siempre y cuando la tenga uno ahí, viendo hacia el frente, como un caballo con anteojeras.

(Anders Behring Breivik usó, entre otras armas, una Glock 17 en Utøya, Noruega.)

Disparé veinte veces más antes de pedir un arma distinta. Esta vez, el dependiente me dio algo estéticamente distinto. Donde la Glock tiene ángulos rectos y líneas ásperas, la Beretta Px4 Storm tiene curvas y bordes redondeados. “No por nada es italiana”, me dijo el encargado, disfrutando un chiste que seguramente había dicho (o escuchado) cientos de veces. “Es un arma más pesada”, me advirtió. Volví a la caseta número doce y disparé los treinta cartuchos restantes. La Beretta me resultó más incómoda, con la mira más estrecha. Con la última detonación me quité los tapaoídos y traje de vuelta el blanco. No menos de 25 balas habían alcanzado el tórax. Otras ocho habían atravesado la cabeza y siete más habían perforado los brazos. De cincuenta balas, por lo menos cuarenta habían golpeado el cuerpo de papel. No puedo negarlo: a pesar del horror y quizá por la adrenalina, me sentí orgulloso, sobrado: poderoso.

(Jiverly Antares Wong usó una Beretta 9 mm. en Binghamton, Nueva York.)

Volví con el encargado y le pedí un arma más grande. Él me miró con una sonrisa. “Este tipo lleva aquí media hora y ya se cree Harry el Sucio”, supuse que pensaba. Y, para ser franco, tenía razón. Aun así, fue cauteloso y me dio una Glock 22, muy parecida a la Glock 17 pero modificada para disparar cartuchos calibre .40. Compré media caja de las nuevas balas, más pesadas y de punta chata. Y sí: pedí un zombi. Con los tapaoídos bien puestos y los lentes montados sobre la nariz, me dirigí a mi caseta otra vez. Saqué el cargador y abrí la caja. Justo antes de empujar la primera bala, miré a mi alrededor. Al fondo, una familia tomaba turnos disparando. Junto a ellos, una joven pareja usaba una Glock: felices, como si aquello fuera una cita romántica a la que seguiría una cena con el mantel oliendo a pólvora. En medio, el mismo tipo de la mochila negra seguía disparando como una máquina. Y a mi derecha, recién llegados, dos chicos de no más de 21 años se tomaban video disparando un enorme AR-I5 más largo que sus brazos. El estruendo era insoportable, aun con los oídos bien cubiertos. Múltiples pequeñas explosiones haciendo eco. Al fondo, hombres de papel con boquetes del tamaño de pelotas en el vientre, el pecho y el cráneo.

One big, happy American scene.

Colgué el zombi, golpeé el cargador, levanté la pistola, apunté a la cabeza y apreté el gatillo una vez más.

(James Holmes usó, entre otras armas, una Glock 22 en Aurora, Colorado.)



Martin B. Retting Inc., 7 de agosto

La tienda está prácticamente vacía cuando llego alrededor de las diez de la mañana a comprar mi primera pistola. Mark me reconoce. “¿No te importa que practique mi español? Tuve una novia salvadoreña”, dice de nuevo, repitiendo el chiste de hace apenas cinco días. Le cuento que seguí su consejo y fui al campo de tiro a probar distintos modelos de armas. Pregunta si me divertí. Respondo que la experiencia fue “interesante”, recurriendo al adjetivo más abusado del idioma inglés. “¿Y cuál te convenció?”, quiere saber. Me interesa una Glock 17 y justifico mi elección con una larga exposición sobre la facilidad y comodidad del diseño de la pistola que probé ayer, aunque mi argumento real es el dinero: no tengo ninguna intención de gastar mil dólares en una pistola. Mark lamenta informarme que se ha agotado el inventario de la Glock que quiero: “no te olvides que es la más vendida del mundo”, me informa. En cambio, me ofrece una Glock 19, también 9 mm. pero un poco más corta. “Básicamente lo mismo. Te vas a divertir mucho con esta también”, asegura Mark.

Enseguida, Mark quiere saber si estoy preparado para tomar el examen obligatorio. No recuerdo la última vez que me senté en un escritorio para responder una prueba, pero me declaro listo. El examen consta de treinta preguntas. La mayoría da risa.

Es seguro utilizar un arma de fuego cuando uno consume alcohol siempre y cuando no se exceda de...

a) Un trago por hora
b) Dos tragos por hora
c) Tres tragos por hora
d) Ninguna de las anteriores

¿Contra cuál de las siguientes superficies puede ser peligroso disparar?

a) Agua
b) Rocas
c) Pavimento
d) Todas las anteriores




Mi primera arma 5
Jonathan López



Mi primera arma 6
Jonathan López


Para aprobar el examen, el aspirante debe atinar 23 respuestas. Yo, que nunca he leído ni el principio del reglamento para la compra y tenencia de armas en California y que hasta ayer nunca había jalado el gatillo de un arma, termino acertando 27. Entre las preguntas que equivoco está una de las pocas que tienen verdadera importancia: ¿en qué circunstancias es legal disparar en defensa propia contra una persona? Resulta que yo, que estoy a punto de hacerme de una Glock, desconocía que solo se puede “hacer uso de fuerza letal” contra alguien que representa un peligro armado inminente. Mi respuesta original había asumido que, provisto de mi nueva pistola, podría yo matar a cualquier incauto que se metiera a mi propiedad. ¡Resulta que no! En fin: pequeño detalle.

El siguiente paso es la documentación requerida en California para comprar un arma. Hace un año comencé el proceso para conseguir un préstamo en Estados Unidos. La lista de requisitos por poco acaba con mi paciencia. Algo parecido puede decirse del proceso para comprar un auto a plazos. Todo, desde el barroco reporte de crédito hasta las muestras de solvencia económica o la plena identificación del comprador, toma tiempo y, a fe mía, esfuerzo. Para adquirir una pistola en Los Ángeles, saco de mi cartera una licencia de manejo, entrego un recibo del agua y, dado que no soy ciudadano, mi tarjeta de residente. Por la tarde, al platicar la experiencia, un australiano de visita en Univision no paraba de reír: “eso es lo que tenemos que hacer allá... ¡cuando queremos rentar una película en un videoclub!”, me dijo.

Mark registra mis datos en una forma oficial llamada “Registro de Transacción de Armas de Fuego” y me pide que responda un breve cuestionario que servirá para que las instancias pertinentes hagan el famoso background check, una revisión del pasado delictivo y estado mental del potencial comprador. El proceso tomará diez días. Al final, podré venir a recoger mi primera arma.

Para entonces, Mark ha traído la Glock para mostrármela y anotar el número de serie. Y ahí está, con su acabado mate y su empuñadura plástica, dentro de un estuche negro. “Hagamos un repaso de seguridad”, me dice Mark y comienza un discurso de rutina. “Así se asegura el arma”, me enseña mientras corre una cuerda de metal cubierta de plástico rojo dentro de la estructura de la empuñadura hasta la recámara. La demostración dura menos de un minuto. “¿Quieres pagarla de un golpe o a plazos?”, me pregunta. Decido pagar la mitad de los 600 dólares que cuesta la Glock. “Está bien así”, dice Mark: “si por alguna razón no pasas el background check te devolvemos tu dinero”. Quiero saber si son muchos los que no superan el escrutinio del gobierno; los que, de una u otra manera, esconden un pasado delincuencial o, peor todavía en función de la adquisición de un arma, alguna enfermedad mental. “Más de lo que imaginas. Mucha gente que no debería tener un arma quiere comprar una”, responde Mark, bajando la mirada para cerrar el estuche de la pistola que será mía –el gobierno mediante– en menos de dos semanas.

Antes de irme, Mark me da dos invitaciones para el que es su campo de tiro favorito. “Donde fuiste ayer solo tienen blancos de papel y eso es divertido”, me dijo para luego agregar con auténtico entusiasmo: “pero no se compara con lo que tienen aquí: maniquíes de acero a treinta metros de distancia, pintados como personas. Es increíble cuando disparas y oyes la bala golpear contra el metal: ¡bam, bam, bam!”.

Sus ojos tenían el arrebato de la niñez. 






DOSSIER

Ya era hora

Por Mauricio Ortiz

La violencia por armas de fuego en los Estados Unidos, desde la perspectiva de la salud pública.

Las muertes y las heridas por arma de fuego tienen su lógica en la guerra, en los actos terroristas, en las acciones del hampa, en la riña de cantina, en un suicidio. Carecen en absoluto de ella cuando se infligen nada más porque sí. El 16 de enero de 2013, un mes después de la mascare en la Escuela Primaria Sandy Hook, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, presentó “Now is the time” (Ya es hora), un plan para “proteger mejor a nuestros niños y nuestras comunidades de los trágicos asesinatos masivos”.

El plan contemplaba cuatro rubros:

1. Cerrar los resquicios que permiten obviar la revisión de antecedentes penales a la hora de comprar armas, para evitar que estas caigan en manos peligrosas.

2. Prohibir las armas de asalto tipo militar y los cargadores de alta capacidad, así como dar otros pasos de sentido común para reducir la violencia por armas de fuego.

3. Hacer que las escuelas sean más seguras.

4. Incrementar el acceso a los servicios de salud mental.

Un total de 23 órdenes ejecutivas fueron expedidas, instruyendo a diversas agencias federales para desarrollar programas encaminados a conocer mejor “las causas de la violencia por arma de fuego, las vías para prevenirla y la manera de reducir la carga que representa para la salud pública”. Una de esas órdenes, la acción 14 –parte de los “pasos de sentido común”–, fue dirigida al secretario de Salud y Servicios Humanos para que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (cdc, por sus siglas en inglés) realizaran proyectos de investigación relacionados con el tema.

Lo novedoso de la instrucción presidencial no era el hecho de identificar la violencia por armas de fuego como un objeto de estudio para la salud pública, sino que ponía fin a casi dos décadas de prohibición explícita de investigar el tema, desde que en 1996 el Congreso bloqueó la asignación de fondos federales a todo aquello que pudiera promover el control de armas, incluyendo la generación de conocimiento científico.

Al final, la responsabilidad quedó en manos de un comité instalado por el Instituto de Medicina y presidido por Alan Leshner, CEO de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia y editor ejecutivo de la revista Science. Si bien al momento de escribir estas líneas el informe de este comité, Priorities for research to reduce the threat of firearm-related violence (Prioridades en la investigación para reducir la amenaza de violencia por armas de fuego), todavía está pendiente de publicarse, una versión preliminar, sancionada ya por un comité revisor, está disponible en línea (http://bit.ly/armasdefuego; accedido el 2 de julio).

La aproximación del comité parte de que la violencia en general, y la relacionada con armas de fuego en particular, es contagiosa. Por tanto, la primera recomendación es examinar la violencia tal como se aborda una enfermedad infecciosa, analizando el triángulo epidemiológico de “agente” (en este caso el arma y el perpetrador), el “huésped” (la víctima de los disparos) y el “entorno” (las condiciones bajo las cuales ocurrió la agresión). La salud pública diseña estrategias para interrumpir la conexión entre estos tres elementos, evaluando los riesgos potenciales y los factores de protección e identificando las intervenciones que afectan a unos y otros.

El programa de investigación, diseñado para producir resultados en un lapso de tres a cinco años, se estructura en cinco capítulos:

1. Características de la violencia por armas de fuego
2. Factores de riesgo y factores de protección
3. Intervenciones y estrategias
4. Tecnología de seguridad en rifles y pistolas

5. Influencia de los videojuegos y otros medios
Todo indica que en años recientes las tasas de crímenes violentos han ido reduciéndose en los Estados Unidos. No obstante, su tasa de homicidios por arma de fuego es la más elevada entre los países industrializados, en una proporción de casi veinte a uno. Según un reporte del fbi citado en el informe, entre 2007 y 2011 fueron asesinadas por arma de fuego 46,313 personas, más del doble de homicidios que con todas las demás armas juntas. Solo durante 2010, las armas de fuego mataron o lesionaron a más de 105 mil estadounidenses costando al país más de 174 mil millones de dólares.

En el nivel más general, la violencia por arma de fuego se clasifica en fatal y no fatal. La violencia que termina en muerte incluye suicidio, homicidio y muerte no intencional. Por sus características particulares, sobre todo en términos de la intención del perpetrador, los homicidios múltiples tipo Sandy Hook se consideran una categoría aparte; hay los antecedentes suficientes para incluso hablar de la subcategoría “masacres escolares”. La violencia no fatal incluye heridas intencionales y no intencionales, amenazas y el uso defensivo de las armas.

Aunque reciben mucho menos atención pública, los suicidios superan en número a los homicidios para todos los grupos de edad, representando aproximadamente el 60% de las muertes por arma de fuego (2009). A su vez, la mortalidad por suicidio varía entre grupos poblacionales. Por ejemplo, los hombres se suicidan más que las mujeres y el disparo por arma de fuego es el método más común de suicidarse entre los hombres, de modo que la mayor parte de los 38,364 suicidios registrados en 2010 ocurrieron de esa manera. Los blancos se suicidan más que otros grupos raciales y los suicidios por arma de fuego son más frecuentes en áreas rurales que en áreas urbanas.

Los rifles y las escopetas son más letales que las pistolas, sin embargo estas últimas fueron las armas utilizadas en el 72.5% de los homicidios (2011). El riesgo de ser asesinado por un arma de fuego se distribuye desigualmente en la población: la tasa de homicidios es más elevada en las áreas urbanas que en las rurales, las víctimas y los perpetradores tienden a ser hombres, suelen ser de raza negra y lo más frecuente es que sean jóvenes. Aquí vale la pena detenerse un momento en el llamado que hace el comité de expertos para afinar los estudios que desde la salud pública se realizan para comprender la violencia. La mayoría de los datos existentes provienen de investigaciones realizadas en el nivel más superficial de la disciplina, aquellos estudios que en epidemiología se denominan “ecológicos” y “de caso-control” (estudios transversales) y que consisten esencialmente en establecer correlaciones entre grupos poblacionales y grado de exposición a un factor determinado que se propone como causa. Pero, correlación no es causalidad y no comprenderlo puede llevar a serios malentendidos y guiar equivocadamente el diseño de políticas públicas. Aunque siguen siendo análisis fundados en la observación, los estudios longitudinales (estudios de cohortes), que incorporan la dimensión individual y la temporal, son más poderosos para detectar causalidades, con el problema de que su realización lleva mucho más tiempo y son considerablemente más caros. Un estudio transversal tal vez concluye que en un barrio determinado y en un momento dado el 50% de la población tiene armas; lo que no puede discernir es, por ejemplo, si eso significa que la mitad de la población posee un arma, si el 10% posee un promedio de cinco armas o si las armas pasan de manos diariamente, involucrando en su uso al 100% de la población.

Los homicidios múltiples (o masacres o asesinatos masivos, mass shootings) representan tan solo una pequeña fracción del total de la violencia relacionada con armas de fuego. Desde 1983 a la fecha han provocado 547 muertos y 476 heridos. La ocurrencia infrecuente y azarosa de estos incidentes, la naturaleza diversa de las víctimas y aun de los perpetradores y, sobre todo, su absoluta carencia de lógica, hacen pensar que prevenirlos es punto menos que imposible. Mayor vigilancia policiaca en las escuelas y en las comunidades, actividades de inteligencia, evaluaciones e intervenciones preventivas de salud mental: está bien, pero ante todo habría que comprender qué es lo que ocurre en ese punto ciego.

El comité de expertos identifica catorce grandes líneas de investigación. Las más sugerentes son las siguientes:

> Determinar las motivaciones para la adquisición, posesión, uso y distribución de armas en los grupos poblacionales.

> Identificar los factores asociados con el acceso de los jóvenes a las armas.

> Evaluar el riesgo potencial a la salud (por ejemplo, el suicidio) contra los beneficios (por ejemplo, la protección personal) de tener un arma de fuego en la casa, bajo diferentes circunstancias (incluyendo la forma de almacenarlas) y en distintos escenarios.

> Analizar si las intervenciones que pretenden disminuir su portación ilegal reducen o no la violencia por armas de fuego.

> Las intervenciones diseñadas para alterar el entorno físico en áreas de elevada criminalidad, ¿resultan en una disminución real de la violencia por armas de fuego?
> Examinar la relación entre la exposición a violencia mediática y la violencia real.

En suma, el resultado del Instituto de Medicina es un documento exhaustivo y riguroso que, aunque es en extremo cuidadoso de no herir la sensibilidad de los amantes de armas y su poderoso lobby, sin duda servirá para orientar la investigación en salud pública en los próximos años. A primera vista el programa parece demasiado ambicioso, tanto en la diversidad de temas como en el margen temporal en que espera ver resultados. Sin embargo, el increíble potencial productivo del sistema estadounidense de investigación y la cantidad de recursos que ese país es capaz de movilizar para alimentar una iniciativa presidencial como esta, bien podrían ridiculizar una opinión generada desde el subdesarrollo científico.

El cuarto de millón de muertes que ha provocado el uso civil de armas de fuego en los Estados Unidos durante la última década representa un problema no menor de salud pública. La violencia es contagiosa, nos dicen, y hay una epidemia. ¿Es posible idear una vacuna efectiva? ~




PORTAFOLIO

Por Kyle Cassidy

Durante más de dos años, Kyle Cassidy viajó por la Unión Americana retratando a los poseedores de armas. Los resultados, copiosos y diversos, culminaron en un libro, Armed America, del que presentamos una selección. En la sala de la casa, sobre la mesa de café, junto a la estufa, los propietarios posan con la familiaridad de quienes han hecho a las armas de fuego parte de su día a día.



1. Gail, Michael, Eric, Morgan, con Misty. Indiana. “Algunas veces viajo con una pistola. Hay algunas zonas en las que te sientes más cómodo si traes algún tipo de protección a la mano” (Michael). “Me gusta disparar. Mi mamá me ayuda” (Morgan).


2. Kevin con Buddy, Kentucky. “No puedes ser partidario de los derechos civiles sin ser proarmas. Es hipócrita negarle a alguien el más elemental de los derechos humanos: el derecho a defenderse.”


3. Dan, Pensilvania. “Considero que la posesión de armas no solo es un derecho sino el deber de la gente libre para con ellos mismos y con las generaciones futuras.”


4. Mark y Lori, Oregon. “Un gobierno que no respeta a sus ciudadanos lo suficiente como para permitirles tener armas probablemente no es un gobierno que dé confianza y quizá incluso habría que temerle” (Mark).


5. Barbara con Samson y Delilah, Pensilvania. “Disfruto mucho disparar al blanco y me atrae la energía y la sensación de empoderamiento.”


6. Gauge y Shane con Tattoo, Pensilvania. “Tengo armas por varias razones. Creo que en un principio fue por mi atracción a cosas que son ‘peligrosas’ [...] Ahora que soy padre, tener armas en la casa me hace sentir más seguro” (Gauge).


7. Victoria, Caty y Raphael con Romulo y Remo, Pensilvania. “Depende de nosotros, los ciudadanos, protegernos a nosotros mismos, a nuestras familias y nuestra propiedad. Nuestra Constitución nos otorga el derecho y el método para lograr ese objetivo. Yo elijo ejercer ese derecho” (Raphael).





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608.- En el corazón del infierno

                                                                    Fotografía: Getty Images



En el corazón del infierno


Por Zalmen Gradowski

Zalmen Gradowski fue un Sonderkommando, vigilante judío encargado de conducir a los suyos a las cámaras de gas. Antes de morir en Auschwitz en 1944, escribió un desgarrador e inolvidable testimonio del horror. El infierno no es una abstracción teológica, es el sitio donde se concentra el Mal, donde se reducen los hombres a cosas, paso previo al exterminio.




¿Ha dicho Sonderkommando?

Los miembros de los Sonderkommandos de Auschwitz han sido objeto de una de las más tenaces leyendas negras divulgadas después de la Segunda Guerra Mundial. Bien por desconocimiento de la lógica del proceso de exterminio de los judíos europeos ejecutado por el régimen nazi, bien por voluntad de borrar lo que durante mucho tiempo los sobrevivientes consideraron episodios especialmente vergonzosos del mismo, la realidad de estos “comandos especiales” se mantuvo discretamente apartada del estudio general del proceso de internamiento, selecciones y asesinato en las cámaras de gas de los seis campos de exterminio levantados por los alemanes en territorio polaco.

Dicha leyenda rezaba que los “comandos especiales” estaban integrados por delincuentes comunes especialmente violentos, a los que las ss, además, mantenían deliberadamente embrutecidos facilitándoles el consumo de grandes cantidades de alcohol. Recién rescatado de Monowitz, Primo Levi hace eco de esta fantasiosa versión en su primer acercamiento razonado a Auschwitz.[1] Es significativo que el mismo Levi volviera sobre los Sonderkommandos de Auschwitz en su último libro, Los hundidos y los salvados, [2]para elaborar esta vez un análisis equilibrado, basado en hechos contrastables. Este cambio radical de percepción y enfoque sin duda es tributario de la recuperación y divulgación, entre 1945 y 1989, de testimonios escritos por miembros del Sonderkommando [3]y la visibilidad otorgada a algunos de sus sobrevivientes –Filip Müller– por Claude Lanzmann en su filme Shoah (1985).

¿Cuáles eran las funciones de los Sonderkommandos? ¿Quiénes los integraban? ¿Durante cuánto tiempo y en qué condiciones operaron? Resumiendo, los Sonderkommandos eran escuadrones especiales de trabajo, destinados a operar en las cámaras de gas y los crematorios. Todos sus miembros eran deportados judíos. Hubo Sonderkommandos en los seis campos de exterminio para judíos construidos en territorio polaco (Chelmno, Treblinka, Majdanek, Sobibor, Bełżec y Auschwitz-Birkenau). Los de Auschwitz fueron los más numerosos, y uno de ellos protagonizó la única revuelta que se produjo en este campo. Estaban obligados a retirar los cadáveres de las cámaras, limpiarlas y prepararlas para el siguiente gaseamiento, conducir los cuerpos al crematorio anexo y quemarlos. Asimismo, debían dispersar las cenizas en los lugares designados a este efecto. Vivían en régimen de estricto aislamiento respecto de los otros prisioneros del campo. Gozaban del privilegio de una ración extra de comida y, ocasionalmente, bebidas alcohólicas. Periódicamente eran, a su vez, exterminados en las cámaras de gas y reemplazados por otros deportados. En la primavera de 1944, cuando se inició el gaseamiento masivo de los judíos húngaros deportados a Auschwitz, el Sonderkommando de Birkenau estuvo integrado por un millar de hombres que trabajaban en equipos por turnos de doce horas ininterrumpidamente.

Las preguntas arriba formuladas sin duda habrían permanecido sin respuesta de no haberse producido un fenómeno notable: la redacción, por parte de miembros integrantes de estos equipos, de su testimonio existencial y la supervivencia de estos documentos gracias a su deliberada ocultación. Todos los manuscritos hallados fueron enterrados in situ, siendo conscientes sus autores de que ellos mismos estaban destinados a morir en las cámaras de gas y ser reemplazados por nuevos equipos especiales. La mayoría se presenta en estado fragmentario, muy degradado el soporte por las condiciones de conservación hasta su desenterramiento. Tres manuscritos sobresalen por su entidad y calidad de escritura, los debidos a los judíos polacos Zalmen Gradowski, Lejb Langfus y Zalmen Lewenthal.

Los tres ingresaron en Auschwitz en diciembre de 1942 y fueron seleccionados para trabajar en el Sonderkommando. Excepcional en este grupo minoritario es el documento elaborado por Zalmen Gradowski, desenterrado el 5 de marzo de 1945 en las excavaciones cercanas al crematorio III de Birkenau realizadas por una comisión de investigación soviética. Este documento consta de dos manuscritos: un cuaderno de 14.5 x 9.5 cm y 91 páginas numeradas (de las que se ha perdido una docena), y un segundo manuscrito de dos páginas fechadas el 6 de septiembre de 1944. Gradowski, originario de Suwatki, ciudad polaca fronteriza con Lituania, pertenecía a una familia de comerciantes muy religiosos. Ya deportado e integrado en el Sonderkommando, fue un miembro activo del movimiento clandestino de resistencia, y es probable que haya sido asesinado durante la revuelta del Sonderkommando de octubre de 1944. Conviene señalar que los miembros de los Sonderkommandos, lejos de ser las “bestias feroces” a las que se refería Levi en 1945 o aquellos “judíos colaboracionistas” que fustigaba el relato canónico elaborado en Israel después de la guerra, [4]fueron los únicos judíos deportados a Auschwitz-Birkenau capaces de organizar una revuelta en la que perecieron varios SS. La redacción del testimonio personal de sus miembros también se inscribe en una lógica “política”, en el sentido más amplio de la palabra: conscientes de su inminente desaparición, hicieron el esfuerzo (sobrehumano, habida cuenta de sus condiciones de vida) de poner por escrito el horror del que eran testigos y del que se les obligaba a ser partícipes, con la expresa voluntad de evitar que todo ello pereciera en el olvido.

Hoy, esa función de rescate y apuntalamiento de la memoria del suceso que sigue constituyendo la mayor mácula para la conciencia ética de los europeos no ha perdido un ápice de su razón de ser. De hecho, a juzgar por el auge en Europa de una nueva judeofobia ligada a una poderosa corriente de antisemitismo fomentada en los países musulmanes, más que nunca es indispensable recordar en qué consistió el genocidio del pueblo judío.

Los siguientes capítulos han sido extraídos de la segunda parte (“El transporte checo”) del llamado “Segundo manuscrito” de Zalmen Gradowski. Gradowski evoca las escenas de la preparación al gaseamiento de un grupo de deportados del campo checo de Theresienstadt (Terezín), mayoritariamente constituido por mujeres; el proceso de vertido del Zyklon B, la extracción de los cadáveres y su tratamiento final, y la cremación. 

                       – Ana Nuño



En la sala donde se desnudan

En la amplia y profunda sala hay doce pilares que sostienen el edificio; ahora está brillantemente iluminada por una intensa luz eléctrica. Alrededor de las paredes y los pilares hay bancos con colgadores que hace ya tiempo han sido dispuestos para que las víctimas dejen en ellos sus ropas. Encima del primer pilar, un cartel clavado en el que puede leerse en varios idiomas que se ha llegado a los “baños” y que todos deben quitarse la ropa para que sea desinfectada.

Hemos coincidido con ellas, con las víctimas, y, petrificados, intercambiamos miradas. Saben todo, comprenden todo: que no son baños, y que esta sala es el corredor de la muerte.

El lugar va llenándose de gente sin cesar. Siguen llegando camiones con nuevas víctimas, y a todas las engulle la “sala”. Estamos ahí, aturdidos, y somos incapaces de decirles una palabra. Aunque no es la primera vez: han sido muchos los transportes que hemos recibido, y hemos presenciado muchas escenas parecidas a esta. Pero nos sentimos débiles, como si fuéramos a desfallecer, a caer sin fuerzas junto a ellas.

Todos somos presa de estupor. Cubiertos por ropas ya viejas, rotas desde hace tiempo de tanto uso, hay cuerpos llenos de encanto y atractivo. Tantas cabezas de cabellos rizados, negros, castaños, rubios, y también algunas –pocas– de cabellos canosos, en las que lucen grandes y profundos ojos negros que nos miran, embrujadores. Ante nuestra vista se agitan vidas palpitantes y trémulas, en la flor de la vida, rebosantes de savia, empapadas en manantiales de vida, rosas que podrían seguir creciendo en un fresco jardín, bañadas en agua de lluvia, colmadas de rocío matinal. Con el resplandor del sol brillan las gotas resplandecientes de sus ojos de flor, como si fueran perlas.

No teníamos el coraje ni la firmeza para decirles a estas queridas hermanas que se desnudaran. Porque las ropas que llevaban puestas, incluso ahora, son las corazas, los escudos que protegen sus vidas. En el momento en que se desvistan y queden como su madre las trajo al mundo, perderán su última defensa, el último sostén del que ahora penden sus vidas. Y por eso no tenemos el coraje de decirles que se desnuden lo más rápido que puedan. Que aún permanezcan un momento, un instante más dentro de su coraza, arropadas por la vida.

La primera pregunta que surge de todos los labios es si ya han llegado sus maridos. Quieren saber si aún viven sus maridos, padres, hermanos, amantes, o si sus cuerpos yacen inmóviles en alguna parte, los están quemando las llamas y de ellos ya ni rastro queda. Y si ellas se han quedado solas, abandonadas y con un hijo que ya es huérfano. Quizás haya perdido para siempre a su padre, a su hermano. Pero entonces, ¿para qué vivir, por qué iba a querer  seguir viviendo? “Dime, hermano”, dice una de ellas, resignada –su mente hace tiempo se ha hecho a la idea de que ha de abandonar la vida y el mundo para siempre–. Se dirige a nosotros valientemente, con una nota de firmeza en su voz: “Decidnos, hermanos, ¿cuánto se tarda en morir? ¿Es una muerte penosa o fácil?”

Pero no les está permitido demorarse en aquel lugar. Las bestias asesinas no tardan en manifestarse. El aire es rasgado por los gritos de los bandidos borrachos, impacientes por saciar su sed con la desnudez de mis queridas y hermosas hermanas. Los porrazos arrecian sobre las espaldas, cabezas y cualquier otra parte de los cuerpos con la que tropiezan, y rápidamente van cayendo al suelo las prendas de vestir. Algunas se avergüenzan, quisieran ocultarse donde fuera, con tal de no exponer su desnudez. Pero aquí no hay un solo rincón, aquí ya no existe la vergüenza. La moral y la ética van a la tumba, junto con la vida.

Algunas se abalanzan sobre nosotros como hechizadas, como enamoradas se lanzan a nuestros brazos y nos ruegan con miradas avergonzadas que las desvistamos, quieren olvidarse de todo, no quieren pensar en nada. Al pisar el primer escalón de la tumba ya han saldado todas las cuentas con el mundo de ayer, con su moral y principios, con sus ideas éticas. Y ahora, en el umbral de la fosa, mientras aún permanecen en la superficie de la vida y siguen sintiendo, perciben todavía que necesita disfrutar el cuerpo, quieren darle todo lo que desee, el último placer, la última alegría que sea posible obtener en vida, ahora quieren emborracharlo, saciarlo antes de morir. Por ello desean que ese cuerpo que palpita intensamente, pleno de sangre y de vida, sea acariciado, mimado por la mano de un hombre extraño, que sea el más cercano amante, aquí y ahora, quien lo acaricie. Y sentir de ese modo como si la mano del esposo o del amante fuese la que acariciara y mimara su cuerpo consumido por la pasión. Quieren emborracharse ahora, las queridas hermanas, las hermosas mías. Y sus labios ardientes se tienden hacia nosotros con amor, quieren besarnos apasionadamente, mientras esos labios siguen con vida.

Llegan raudos más camiones repletos de víctimas; estas entran en la sala. Entre las filas de mujeres desnudas muchas se abalanzan sobre las recién llegadas, llorando y gritando de manera atroz; es que las hijas desnudas han reencontrado a su madre y se besan y abrazan, se alegran de volver a estar juntas. Y la hija se siente feliz de que su madre, de que el corazón de su madre, la acompañe a la muerte.

Todas se desnudan y forman en fila, unas lloran y otras se quedan quietas, como petrificadas. Una se arranca el cabello y habla furiosamente consigo misma. Cuando me acerco a ella escucho solamente estas palabras: “¿Dónde estás, amado esposo mío, por qué no vienes a verme, si soy tan joven y hermosa?” Las que están cerca me dicen que el día anterior, en el calabozo, ha perdido la razón.


Otras nos hablan en voz baja, serenas: “¡Ay!, si somos tan jóvenes, tenemos ganas de vivir, hemos disfrutado tan poco de la vida.” No nos piden nada, porque saben que somos igualmente víctimas, como ellas. Pero hablan, simplemente por hablar, porque el corazón está colmado de pena y antes de morir quieren hablar con alguien que está vivo y contarle sus sufrimientos.

Unas mujeres en grupo se abrazan y besan, son hermanas que se han encontrado allí y se apretujan hechas un ovillo.

Allí está también una madre desnuda sentada en un banco con su hija en el regazo. Una criatura, una niña que aún no ha cumplido quince años. Estrecha la cabecita contra su pecho y la besa por todas partes. Y una corriente de cálidas lágrimas se derrama sobre su sangre joven. La madre llora por su niña, a la que con sus propias manos pronto conducirá a la muerte.

En la sala, en la inmensa tumba, brilla ahora una nueva luz. A un lado del gran infierno se alinean los blancos, alabastrinos cuerpos de mujer que esperan la apertura de las puertas del infierno que les franqueará el camino hacia la tumba. Nosotros, los hombres, vestidos, estamos frente a ellas y las miramos petrificados. No somos capaces de discernir si la escena que contemplamos es real o si se trata solamente de un sueño. ¿Hemos aterrizado acaso en un mundo de mujeres desnudas donde pronto serán objeto de un diabólico juego? ¿O estamos en algún museo, en el taller de un artista al que mujeres de todas las edades, mostrando la más amplia gama de expresiones en sus gestos, suspiros y callado llanto, han venido por su propia voluntad para posar como modelos?

Porque lo que nos sorprende es que estas mujeres, en lo que parece una excepción a tantos otros transportes, permanezcan tan serenas. En su mayoría incluso parecen animosas y despreocupadas, como si nada estuviera pasándoles. Miran de frente a la muerte con una valentía, una serenidad que nos dejan estupefactos. ¿Acaso no saben lo que les espera? Las contemplamos compasivamente porque vemos alzarse ante nosotros otra estampa de horror: estas vidas palpitantes, estos mundos en ebullición, el ruido, el alboroto que surge de ellas, en unas horas habrá muerto, yacerá inmóvil. Sus bocas enmudecerán para siempre. Esos ojos brillantes que ahora las dotan de tanto encanto, tanta magia, quedarán detenidos, apuntando hacia una única dirección, como si fueran a sondear la eternidad de la muerte.

Estos hermosos cuerpos seductores que ahora florecen llenos de vida tendidos quedarán en el suelo, como seres repugnantes revolcados en el lodo y la mugre de la tierra, sus limpios cuerpos alabastrinos maculados por las deyecciones.

De la boca de perla se arrancarán los dientes junto con la carne, y la sangre correrá a raudales.

De la nariz perfilada manarán dos ríos: uno rojo, otro amarillo o blanco.

Y el rostro blanco y rosado se tornará rojo, azul o negro por efecto del gas.

Los ojos desorbitados estarán inyectados en sangre, y será imposible reconocer a la mujer que ahora mismo tenemos ante nosotros. Y dos heladas manos cortarán los ensortijados cabellos y arrancarán los pendientes de sus orejas y los anillos de sus dedos.

Después, dos hombres extraños cubrirán con guantes sus manos o las envolverán con trozos de tela, ya que estos cuerpos –ahora blancos como la nieve– tendrán entonces un aspecto repulsivo y no querrán tocarlos con las manos desnudas. Arrastrarán a esta joven y hermosa flor por el suelo de cemento, helado y mugriento. Y su cuerpo arrastrado barrerá toda la suciedad que encuentre en su camino.

Y como si se tratara de un animal repugnante, será lanzada, arrojada sobre un montacargas que la enviará al fuego de allí arriba, al infierno, y en pocos minutos esta carne humana se convertirá en cenizas.

Ya podemos ver, ya percibimos su fin inminente. Observo estas vidas palpitantes que aquí ocupan un gran espacio, que ahora mismo representan mundos enteros, y dentro de unos minutos se alzará ante mis ojos otra imagen: la de un compañero llevando una carretilla de cenizas hacia la gran fosa. Ahora estoy junto a un grupo de unas diez o quince mujeres, y muy pronto todos sus cuerpos, todas sus vidas cabrán en una carretilla de cenizas. De quienes ahora están aquí no quedará el más mínimo rastro, todas ellas, que han ocupado ciudades enteras, que tenían un lugar en el mundo, serán borradas en breve, arrancadas de cuajo, como si nunca, como si jamás hubieran nacido. Nuestros corazones están destrozados por el dolor. Sentimos en nosotros mismos, sufrimos en carne propia la angustia de su paso de la vida a la muerte.

Nuestros corazones se llenan de compasión. ¡Ay, si pudiéramos sacrificar trozos de nuestra vida en su lugar, en lugar de nuestras queridas hermanas, seríamos tan felices! Ahora querríamos estrecharlas contra nuestro corazón dolorido, besar todo su cuerpo, embriagarnos con la vida que está a punto de desaparecer. Dejar grabada en el corazón esta imagen de sus vidas que aún palpitan y llevar eternamente en el fondo de nuestros corazones estas vidas que se apagarán ante nuestros ojos. Todos somos presa ahora de pensamientos de pesadilla. Ellas, las queridas hermanas, nos miran con asombro: por qué parecemos tan “trastornados”, si ellas están serenas. Ahora darían lo que fuera por hablar con nosotros, preguntarnos qué será de ellas cuando hayan muerto, pero no se atreven y el secreto no les será revelado hasta el final.

Por ahora, aquí está la gran masa desnuda que dirige petrificada sus miradas en una sola dirección, mientras un oscuro pensamiento va tejiéndose en su mente.

En un rincón han quedado todas sus pertenencias, mezcladas en un ovillo, un revoltijo. Las ropas que hace un instante se han quitado al desnudarse. Son ellas, sus cosas, las que ahora no les permiten mantener la calma. A pesar de saber que ya no las necesitarán, permanecen atadas a ellas por múltiples lazos, aún conservan el calor de sus cuerpos. Ahí están, en desorden; aquí un vestido, allí el chaleco que tanto abrigaba. ¡Ay, si pudieran volver a ponerse esas ropas, qué bienestar sentirían, qué dichosas serían!

¿Será cierto, pues, que su situación es tan trágica que ya nunca más vestirán sus cuerpos esas ropas?

¿Se quedarán ahí abandonadas, tiradas? ¿Nunca más volverán a verlas?

Ay de esas ropas, ahora huérfanas. Son como testigos, advertencias, indicios de la muerte inminente.

Ay, quién vestirá esas ropas cuando ellas hayan muerto. Una sale de la fila y va hacia un pañuelo de seda que ha quedado atrapado bajo el pie de un compañero. Lo recoge rápidamente y vuelve a fundirse en la fila. Le pregunto por qué necesita ese pañuelo. “Es un recuerdo” –me contesta la joven en voz baja–. Y quiere llevárselo a la tumba.



El vertido del gas

En el silencio de la noche se oyen los pasos de dos personas. A la luz de la luna se vislumbran las dos siluetas. Se colocan las máscaras para verter el mortífero gas. Llevan dos grandes bidones metálicos, que pronto aniquilarán a miles de víctimas. Dirigen sus pasos hacia el búnker, hacia el profundo infierno, hacia allí avanzan sigilosamente. Serenos, fríos, impasibles, como si se dispusieran a realizar una labor sagrada. Su corazón es de hielo, sus manos no tiemblan ni una sola vez, con paso inocente se acercan a cada “ojo” del búnker enterrado; allí vierten el gas y después tapan el “ojo” abierto con una pesada tapadera para que el gas no pueda salir. A través de los ojos-orificios les llega el intenso y doloroso gemido de la masa, que ya se debate con la muerte, pero su corazón no se conmueve. Sordos, mudos, con frialdad impasible

avanzan hacia el segundo “ojo” y vuelven a verter el gas. Así van cubriendo hasta el último de los “ojos”, y entonces se quitan las máscaras. Ahora marchan orgullosos, llenos de coraje y contentos. Han cumplido con una importante tarea para su pueblo, para su país. Acaban de dar un paso más hacia la victoria...



Los preparativos para el infierno

Es preciso endurecer el corazón, matar toda sensibilidad, acallar todo sentimiento de dolor. Es preciso reprimir el horroroso sufrimiento que recorre como un huracán todos los rincones del cuerpo. Es preciso convertirse en un autómata que nada ve, nada siente y nada comprende.

Los brazos y las piernas se dedican a trabajar. Allí hay un grupo de compañeros, cada uno ocupado en su labor. Se jala con fuerza hasta extraer los cuerpos de la madeja, este por una pierna, aquel otro por un brazo, lo que resulte más cómodo. Parece que en cualquier momento van a desmembrarse por los incesantes tirones. Después se arrastra el cuerpo por el mugriento y frío suelo de cemento, y su hermosa blancura alabastrina, como si fuera una escoba, va recogiendo toda la suciedad, todo el polvo que encuentra en su camino. Se toma el cuerpo, ahora manchado, y se lo coloca boca arriba. Te miran unos ojos ya vidriosos, como si preguntaran: “¿Qué harás ahora conmigo, hermano?” Más de una vez reconoces a alguien con quien compartiste ratos antes de que entrara en la tumba. Tres personas se disponen a preparar los cuerpos. Con unas frías tenazas, uno de ellos se introduce en la hermosa boca en busca de algún tesoro, de algún diente de oro, y cuando lo encuentra, lo arranca con carne y todo. Otro, con las tijeras, corta los cabellos ondulados, despoja a la mujer de su corona. El tercero arranca deprisa los pendientes de las orejas, y más de una vez las deja manchadas de sangre. Y los anillos que no salen fácilmente también se arrancan con tenazas.

Ahora ya se los puede llevar el montacargas. Dos hombres mecen los cuerpos como si fueran leños y los lanzan sobre la plataforma; cuando han sumado siete u ocho, se avisa con un bastonazo y sube el montacargas.



En el corazón del infierno

Allí arriba, junto al montacargas, cuatro hombres esperan. A un lado, dos arrastran los cuerpos al “depósito”; los otros dos están encargados de conducirlos directamente hacia los hornos. Los cuerpos son alineados de dos en dos ante cada una de las bocas del horno. Los niños pequeños están apilados a un lado y van siendo arrojados a razón de uno por cada dos adultos. Se colocan los cuerpos sobre la “tabla de purificación”[5]–una angarilla de hierro–, y entonces se abre la boca del horno y se empuja la angarilla hacia el interior. El fuego infernal extiende sus lenguas como brazos abiertos y atrapa el cuerpo de inmediato, como si fuera un tesoro. Lo primero en arder son los cabellos. La piel se llena de ampollas y en pocos segundos estalla. Los brazos y piernas comienzan a contorsionarse porque las arterias se encogen y ponen los miembros en movimiento. El cuerpo entero arde intensamente, estalla la piel y puede oírse el crepitar del fuego avivado por la grasa derramada. Ya no se ve un cuerpo, sino una sala en la que arde un fuego infernal que consume algo en su interior. El vientre estalla. Los intestinos y las entrañas brotan rápidamente de su interior y en pocos minutos no queda traza de ellos. La cabeza tarda más en arder. De las órbitas surgen unas llamitas azules que centellean, los ojos arden junto con los sesos ocultos que de este modo se manifiestan, mientras en  la boca sigue calcinándose la lengua. El proceso dura  en total cerca de veinte minutos, durante los que un cuerpo, un mundo, se ve reducido a cenizas.



Te quedas petrificado, observando. Ahora colocan a otros dos sobre la angarilla. Dos seres, dos mundos que tenían un sitio entre la humanidad, que vivían, existían, hacían y creaban. Que trabajaron para el mundo y para sí mismos, que estaban poniendo un ladrillo sobre el gran edificio, tejiendo un hilo para el mundo y el porvenir; y en veinte minutos no quedará de ellos el más ínfimo vestigio.

Aquí yacen otras dos, las han lavoteado. Dos mujeres hermosas y jóvenes, que han debido de ser espléndidas. Ocupaban su sitio en la tierra, ocupaban dos mundos enteros; cuánta dicha y placer dieron al mundo, cada una de sus sonrisas era un consuelo, cada mirada una alegría, cada una de sus palabras tan encantadora como un canto celestial, y allí donde posaban sus pies traían consigo la alegría, el placer. Tantos corazones las amaron, y ahora están las dos sobre la angarilla de hierro y pronto se abrirá la boca infernal y en minutos no quedará de ellas ni el más ínfimo vestigio.

Ahora disponen a tres más. Una criatura apretujada contra el pecho de su madre; cuánta dicha, cuánta satisfacción sintieron esa madre y su padre cuando el niño nació. Construían un hogar, tejían un futuro, el mundo era para ellos un idilio, y en veinte minutos no quedará de ellos ni el más ínfimo vestigio.

El montacargas sube y baja transportando incontables víctimas. Como en un gran matadero yacen aquí apilados los cadáveres, esperando en fila su turno y que se los lleven.

Treinta bocas infernales arden al unísono en los dos grandes edificios y engullen un sinnúmero de víctimas. No habrá de pasar mucho tiempo antes de que cinco mil personas, cinco mil mundos sean devorados por las llamas.

Los hornos arden y rugen como olas tempestuosas, los hornos fueron encendidos hace ya tiempo por las manos de los bárbaros, los asesinos del mundo, que aspiran a espantar con la luz de sus llamas las tinieblas de su mundo de horror.

El fuego arde firme y sereno, nada lo impide, nadie lo apaga. Sin parar recibe más víctimas, como si el antiguo pueblo de mártires hubiera nacido especialmente para eso.

Vasto mundo libre, ¿verás algún día esta inmensa llama? Y tú, hombre libre, si alguna vez ante el crepúsculo –estés donde estés– elevas tus ojos hacia el alto cielo, hondamente azul, y lo ves cubrirse de llamas a lo lejos, has de saber, hombre libre, que ese es el fuego de este infierno donde sin parar se consumen seres humanos. Quizás un día su fuego caliente tu helado corazón y funda el hielo de tus manos frías, para que así puedas venir a apagarlo. O quizás tu corazón eche alas de coraje y bravura y sustituyas a las víctimas que nutren el fuego de este infierno, para que arda aquí eternamente y que en sus llamas sean devorados quienes lo encendieron. ~

Traducido del ídish por Varda Fiszbein



[1] Primo Levi, Informe sobre Auschwitz, edición de Philippe Mesnard, traducción de Ana Nuño, Bercelona, Reverso Ediciones, 2005, p. 88.

[2] Primo Levi, Los hundidos y los salvados, traducción de P. Gómez Bedate, Barcelona, Muchnik Editores, 1989, pp. 44-53.

[3] El descubrimiento, entre 1945 y 1980, de manuscritos redactados por cinco miembros del Sonderkommando y enterrados por sus autores en las cercanías de los crematorios ha permitido constituir el corpus documental básico sobre este fenómeno. Este conjunto ha sido objeto de ediciones críticas en 1965 y 1977, debidas a Ber Mark, publicadas en ídish en Israel; pero hubo que esperar la década de 1980 para que los manuscritos más relevantes fueran editados en lenguas de gran difusión (inglés, francés). Cf. Ber Mark, Megillat Auschwitz, Tel-Aviv, Israel-Book, 1977, y las traducciones parciales al francés y al inglés: Des voix dans la nuit, pref. Elie Wiesel, Plon, 1982, y The scrolls of Auschwitz, Tel-Aviv, Am Oved, 1985. Des voix sous la cendre. Manuscrits des Sonderkommandos d’Auschwitz-Birkenau, Mémorial de la Shoah/Calmann-Lévy, 2005 es la versión francesa más completa, aunque no exhaustiva, de  los manuscritos y testificaciones judiciales de miembros de los Sonderkommandos de Birkenau.

[4] El relato canónico sobre la deportación y exterminio de los judíos europeos elaborado en Israel hasta la década de 1980 hacía caso omiso de las particularidades del sistema concentracionario nazi, basado en la transformación forzosa de la víctima en cómplice de su victimario. La intención que así se perseguía no era otra que contraponer a la figura del judío indefenso y débil, al que era fácil sojuzgar, la del nuevo judío, el israelí aguerrido, fuerte y liberado del yugo de otras naciones antisemitas. Esta doxa impuesta oficialmente dificultó no solo la divulgación de los testimonios de los miembros de los Sonderkommandos, sino aun un documento tan esclarecedor (y conmovedor) como el diario del responsable del Judenrat de Varsovia, Adam Czerniaków, y contribuyó a la estigmatización en Israel de las obras de Hannah Arendt o Raul Hilberg en las que se abordaban estas realidades sin tapujos.

[5] El autor emplea el término tahare-bret, la tabla de purificación que se utiliza en el ritual mortuorio judío. El cadáver debe lavarse, purificarse, antes de ser enterrado. Intenta subrayar que la atrocidad del asesinato nazi de los judíos incluye también la violación de las normas que, según su fe, les habrían permitido revivir para asistir al juicio final y la era mesiánica. La cremación está completamente prohibida en esta religión. Los ritos mortuorios son desarrollados por la jevrá kadishá, sociedad santa, que cumple con el más alto precepto hebreo: hacer algo por el prójimo que nunca le será compensado por este, por razones obvias. Acaso el autor considera, con amarga ironía, que los Sonderkommandos, en esas circunstancias, estaban reemplazando a la “santa sociedad”, en tanto eran los últimos en tener contacto con los muertos.

http://www.letraslibres.com/revista/dossier/en-el-corazon-del-infierno?page=full