Ilustración: Vicente Martí
Estados Unidos. El amor por las armas
Gun guys
Recuento de una obsesión histórica
Por Dan Baum
La posesión de armas es uno de los derechos que con más celo defiende una buena parte de los estadounidenses. Baum ahonda en el peso cultural de esta afición y aporta elementos para un debate más allá de los maniqueísmos.
La Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos es un problema –para mí, para el grupo antiarmas, e incluso para la Asociación Nacional del Rifle (NRA, según sus siglas en inglés)–. En el texto, exasperantemente vago y de torpe puntuación y uso de mayúsculas, se lee: “Una Milicia bien regulada, siendo necesaria para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar Armas, no será infringido.” Ninguna otra enmienda ha sido tan ininteligible como esta, y nunca nadie ha tenido idea de lo que sus redactores quisieron decir con ella.
Académicos, abogados y políticos han discutido durante décadas sobre si la Segunda Enmienda confiere un derecho individual de poseer y portar un arma, o si su preámbulo la limita a un derecho colectivo del pueblo a organizarse, en caso necesario, como milicias reguladas. La controversia sobre la Segunda Enmienda se movió por años en dirección de la milicia colectiva. Hasta que se topó con Antonin Scalia. En 2008, Scalia redactó el fallo principal en el caso “Distrito de Columbia contra Heller” con el que derogó la prohibición de posesión de armas –vigente en ese distrito federal desde hacía treinta y tres años–, revocó un antiguo precedente y determinó que la Segunda Enmienda garantizaba el derecho individual a andar armado. Con una votación por mayoría de cinco contra cuatro a su favor, Scalia declaró que las prohibiciones en contra de las armas de fuego quedaban “descartadas” en el distrito de Columbia. Un año más tarde, en el caso “McDonald contra Chicago”, el Tribunal extendió el fallo de Scalia a todo el país.
Ingenuamente esperaba que este momento fuera una oportunidad para sanar. El Tribunal había “descartado” la prohibición de armas, así que aguardé a que la NRA y sus aliados abandonaran su demente campaña alarmista –según la cual incluso la más nimia regulación en materia de armas era un paso hacia el desarme forzoso–. También esperaba que el bando antiarmas reconociera que las reglas del juego habían cambiado y desistiera en sus intentos de privar a los ciudadanos de su derecho a tener armas. Iluso de mí.
La revista de la NRA, American Rifleman, advirtió peregrinamente que, después de Heller, “nuestras libertades para poseer armas de fuego pueden correr mayor peligro”. Por su parte los ayuntamientos de Washington, D. C., y Chicago aprobaron leyes paradójicas, pues se adherían al pie de la letra a las decisiones del Tribunal al tiempo que hacían prácticamente imposible la posesión de un revólver. El resultado fue predecible: ambos enfrentan múltiples demandas que no están en condiciones de afrontar y que probablemente pierdan.
Los autores de la Segunda Enmienda la redactaron con torpeza para que fuera ratificada por estados en pañales hostiles entre sí. Así, los perpetuos alegatos sobre el significado de dicho párrafo han dependido, durante años, de los esfuerzos por adivinar qué pensaban aquellos hombres de pelucas blancas cuando lo escribieron. Se han dedicado libreros completos a describir las condiciones políticas y económicas de 1791, y la manera en la que los autores de la enmienda respondían con ella a esas condiciones. Mientras más interpretaciones contradictorias leo y entre más intento leer la mente de quienes escribieron ese párrafo hace siglos, menos relevante me parece el ejercicio.
A falta de certezas sobre la intención de los autores de la Segunda Enmienda, los amantes de las armas, los gun guys, han inventado un panteón de autores sucedáneos a los que, como ventrílocuos, han hecho decir las cosas más descabelladas. Para muestra, este disparate ampliamente difundido y atribuido a Benjamin Franklin: “La democracia ha sido definida como dos lobos y una oveja haciendo planes para el lunch. La libertad es un cordero bien armado impugnando el voto.” La cita no aparece en ninguno de los escritos de Franklin, y la palabra lunch no fue de uso común sino hasta 1820, cuando Franklin llevaba treinta años muerto. Los gun guys a menudo citan a John Adams diciendo: “Las armas en manos de los ciudadanos pueden utilizarse a discreción individual para la defensa del país, para derrocar a la tiranía o para la defensa privada del individuo”, cuando en realidad dijo exactamente lo contrario: que la propiedad privada de armas de fuego “destruye toda constitución y deja postradas a las leyes, de tal modo que ningún hombre pueda gozar la libertad”. Pero probablemente a nadie le han embutido la boca con tantas pistolas como al pobre de Thomas Jefferson. Tengo particular predilección por una, que se encuentra en cualquier cantidad de carteles y camisetas en las ferias de armas, y que atribuye a Jefferson el mismo uso paranoico que los gun guys le dan a la tercera persona del plural, el siniestro ellos: “Lo bueno de la Segunda Enmienda es que no será necesaria hasta que intenten llevársela.” Puras tonterías.
La cantidad de citas inventadas oculta lo obvio. Los redactores de la enmienda no podían prever la existencia del AK-47 así como no habrían podido prever que habría afroamericanos y mujeres en las casillas de votación. No podían haber imaginado cómo la propiedad generalizada de rifles de asalto podría afectar a ciudades cuya población es cuatro veces el total de gente que vivía en todo Estados Unidos en la época en que se escribió la Segunda Enmienda. Puesto que no tenemos forma de saber exactamente qué querían los redactores, el desafortunado párrafo no hace sino volver imposible la discusión racional en torno a las políticas sobre armas.
Si buscamos motivos por los que los gun guys se aferran tan afanosamente a sus armas, sin duda debemos eliminar de la lista su lealtad expresa a la Segunda Enmienda. No es que no les guste; les gusta. Pero a pesar de sus alegatos, ninguno de ellos posee armas en su vida para cumplir con el que asumen que es su deber de protegerla y defenderla. Buena parte de la gente que repite hasta la saciedad la cantaleta de que no se debe infringir la Segunda Enmienda apoya la oración en las escuelas públicas, desafiando así la prohibición de la Primera Enmienda de establecer una religión de Estado. Al mismo tiempo se oponen al cierre de la prisión en la Bahía de Guantánamo –una violación gigantesca de la Quinta, Sexta y Octava enmiendas– y están dispuestos, en nombre de la guerra contra el terrorismo, a someterse a todo tipo de intromisiones físicas y electrónicas en la Cuarta Enmienda. Lo que los gun guys aman no es tanto la Constitución o a sus autores, sino a las pistolas. Yo no tengo ningún problema con eso. A mí también me encantan. Pero que no me vengan con golpes de pecho en nombre de James Madison.1
Quienes promueven un control más severo de las armas de fuego han culpado, desde la década de los setenta, al “poderoso cabildeo en favor de las armas” y a esos políticos a los que The New York Times acusa de someterse ante la NRA para mantener una laxa legislación sobre armas en los Estados Unidos. Supongo que es más cómodo imaginar al enemigo como un Goliat que juega sucio que enfrentar la realidad: la legislación sobre armas es laxa porque así la quiere la mayoría de los estadounidenses.
Aunque la NRA nunca ha sido ni tan grande ni tan acaudalada como ahora, es, pese a todas sus bravatas, un jugador mediano para los estándares de Washington. Sus cuatro millones de miembros no superan a los de la Federación Nacional de la Vida Silvestre. Su grupo de presión no cuenta entre sus filas con exmiembros del Congreso o funcionarios del gobierno. Ni siquiera distribuye mucho dinero. Las contribuciones de la NRA a candidatos al Congreso asciende a aproximadamente la mitad de lo que les aporta el sindicato de fontaneros, y ¿cuándo fue la última vez que los fontaneros obligaron a un político a agachar la cabeza?
La mayoría de los miembros del Congreso no necesitan del dinero ni de la presión de la NRA para adoptar una postura a favor de las armas. Tanto ellos como sus electores ya están convencidos. La agencia encuestadora Gallup ha consultado a los estadounidenses durante décadas sobre su opinión acerca de un control de armas más estricto; en veinte años, el apoyo ha caído una tercera parte, hasta quedar en menos del 50%.
Por supuesto, los sondeos sobre el control de armas sufren de distorsiones dependiendo de qué tanto les importe el tema a los encuestados. Los gun guys, a diferencia del resto de la población, piensan en sus armas –y en los esfuerzos por quitárselas– todos los días. Si el 90% de la victoria depende simplemente de “hacer acto de presencia”, los miembros de la NRA siempre ganarán la batalla sobre el control de armas.
Pero incluso si las cifras son imprecisas, la tendencia claramente muestra cada vez menos apoyo del público al control de armas. El gran descenso en el crimen desde 1989 probablemente explique esto en gran medida. La propaganda de la NRA quizá haya contribuido también. Pero además hay una realidad incómoda: es casi imposible demostrar que las medidas que consideramos “control de armas” salvan vidas. En 2005, el American Journal of Preventive Medicine examinó docenas de estudios sobre la efectividad del control de armas. En muchos casos los investigadores encontraron fallas en los estudios mismos. Aun así el Journal estuvo dispuesto a emitir algunas frases declarativas respecto a ciertas medidas del control de armas. Por ejemplo: el registro de pistolas rara vez ayuda a la policía a resolver crímenes, porque solo en contadas ocasiones la gente comete un crimen con las armas que ha registrado. Las que matan son las pistolas robadas, o las armas que han estado en circulación clandestina tanto tiempo que habrían eludido cualquier registro. El registro nacional de armas largas de Canadá consumía más de sesenta millones de dólares al año, y dio tan pocos resultados prácticos que en octubre de 2011 el Parlamento votó por abolirlo. Las licencias para armas, la prohibición de ciertas clasificaciones (rifles de asalto, revólveres baratos de pequeño calibre –o “Saturday Night Specials”–, etc.), periodos de espera, leyes “de una pistola por mes” y los requisitos de papeleo han arrojado resultados, como mucho, ambiguos. Normalmente no tienen efecto alguno. Sí, los crímenes con arma de fuego disminuyeron tras la aprobación de la Ley Brady... pero ya venían disminuyendo desde tiempo atrás. Si bien es cierto que Nueva York tiene una legislación estricta para el control de armas y, en la segunda década del siglo xxi, un índice sorprendentemente bajo de criminalidad, Chicago tiene leyes aún más estrictas, y muchos crímenes violentos. El crimen con arma de fuego es prácticamente inexistente en Vermont –que tiene una de las legislaciones más laxas para el control de armas– y relativamente alto en California –que cuenta con una de las leyes más rigurosas–. Si bien es fácil argüir que California y Chicago necesitan leyes para el control de armas más severas que Vermont porque tienen más crímenes, semejante argumento invierte la causalidad, al sugerir que el índice de criminalidad genera las leyes, y no a la inversa. Que los altos niveles de violencia continúen pese a las leyes estrictas solo debilita el argumento de que “las armas provocan el crimen”.
Es posible pensar que Chicago y California serían aún más violentas si sus leyes fueran más laxas, y que el crimen con arma de fuego no habría descendido tan rápidamente si nunca se hubiera aprobado la Ley Brady. Pero es imposible saberlo, y por lo tanto es fácil sembrar la duda sobre el ejercicio del control de armas.
La manera más útil de pensar en la legislación del control de armas es como si esta fuera análoga a la legislación de la mariguana. Ambas hacen que los ciudadanos y los responsables de esas políticas sientan que están “haciendo algo”. Y ambas son ineficaces para conseguir su objetivo expreso. Leyes como la prohibición de rifles de asalto no responden a una amenaza real a la seguridad pública, sino a una amenaza imaginaria, lo que me recuerda a los partidarios de la prohibición de la droga, que execran la mariguana no como un peligro en sí misma, sino como una “droga de iniciación”. Culpar del crimen a las armas es un ejercicio de evasión tan deshonesto como decir que los adolescentes están alienados porque fuman mota, y no porque padecen el estrés excesivo que provoca la competencia, las escuelas carentes de imaginación y de recursos económicos o los divorcios de sus padres que trabajan en exceso. ¿Qué tan conveniente es ignorar la totalidad de las vidas de los jóvenes negros en las ciudades –el grupo con más probabilidades de morir por arma de fuego– y mejor concentrarse, en cambio, en quitarles sus pistolas?
Lo que mejor hacen tanto la legislación para la mariguana como las leyes para las armas de fuego es desaprobar un estilo de vida y a la cultura que lo disfruta.
El exvicepresidente ejecutivo de la NRA J. Warren Cassidy declaró en una ocasión a un colaborador de la revista Time: “Usted entendería mucho mejor las cosas si nos abordara como si estuviera abordando a una de las grandes religiones del mundo.” Las pistolas pueden ser divertidas, útiles, mecánicamente fascinantes y provocar nostalgia, pero en Estados Unidos hoy también encarnan una visión del mundo que, a grandes rasgos, prefiere lo individual por encima de lo colectivo, las vigorosas actividades al aire libre por encima del pálido intelectualismo, la certidumbre por encima del cuestionamiento, el patriotismo por encima del internacionalismo, la virilidad por encima de la feminidad, la acción por encima de la inacción. La pistola es la manifestación física de la filosofía de unión de la tribu. Es el ídolo en el altar. La tribu la exalta y le confiere poderes sobrenaturales: de detener el crimen, defender a la república contra la tiranía, convertir a los sujetos en ciudadanos, hacer hombres a los muchachos.
La tribu contraria, que tiende a valorar la razón por encima de la fuerza, el escepticismo por encima de la certidumbre ciega, el internacionalismo por encima de la excepcionalidad estadounidense, el multiculturalismo por encima de la hegemonía blanca masculina, la nivelación de ingresos por encima del capitalismo salvaje, y la paz por encima de la guerra –a falta de una mejor palabra, los liberales–, reconoce en la pistola al tótem sagrado del enemigo, la encarnación de su aborrecible visión del mundo. Están convencidos de que pueden debilitar al enemigo destrozando sus ídolos: prohibiendo la pistola y, si esto no es posible, haciéndola entrar a la fuerza en una caja cada vez más pequeña con cuantas leyes restrictivas logren aprobar.
Ahora bien, si los liberales piensan que al destrozar a sus ídolos están debilitando al enemigo, se equivocan por completo. Es difícil pensar en una mejor herramienta organizativa para la derecha que esa antipatía tribal de la izquierda respecto a las pistolas. Estados Unidos está lleno de gente trabajadora que no va a escuchar al partido del asno2 –en ningún tema– debido a la identificación de los demócratas con el control de armas.
Los estrategas demócratas Paul Begala y James Carville reconocieron esta trampa cuando, en Take it back (Simon & Schuster, 2006), discutieron sobre la laguna legal de las ferias de armas: “Los demócratas se arriesgan a enardecer y alienar a millones de votantes que de otra forma podrían estar abiertos a votar por ellos. Pero una vez que entran en juego las pistolas, en cuanto alguien crea que sus derechos de poseer armas están siendo amenazados, se cierra.” La NRA y los republicanos, por supuesto, también lo saben, y han hecho cuanto han podido para atizar el odio hacia los “elitistas”, “liberales” y “quitapistolas” del Partido Demócrata –la misma “tropa amanerada de snobs descarados” que los republicanos han invocado para consumar el incómodo matrimonio entre los trabajadores y el gop3 desde tiempos de Spiro Agnew.4
Pero el daño táctico que el control de armas inflige al Partido Demócrata es lo de menos. En un momento en que la economía batalla y el electorado se polariza, vilipendiar a los propietarios de armas parece sencilla e innecesariamente descortés. El historiador Garry Wills escribió en la New York Review of Books que los propietarios de revólveres eran “cómplices de asesinato” y que implícitamente habían “declarado la guerra a sus vecinos”. En la prensa hubo editorialistas que llamaron a quienes poseen armas “una ridícula minoría de cabezas huecas”, “un puñado de tipos gordos cuarentones con pistolitas” y “vaqueros provincianos” con complejo de “macho”. Para Gene Weingarten, de The Washington Post, los gun guys eran “pueblerinos y yeehaws5 a quienes les gusta creer que están protegiendo sus casas contra imaginarios merodeadores morenos desesperados por robar los sofás infestados de pulgas de sus pórticos medio podridos”. Mark Morford, del SFGate, llamó a las tiradoras “mujeres blancas suburbanas aburridas, de poca educación, amargadas, aterrorizadas, mal vestidas y de piel pastosa, que vomitan odio en pueblos perdidos de la región central, con nombres como Frankenmuth”. Es imposible imaginar que se dejaran pasar ultrajes tan crueles acerca de, por decir algo, los negros o los gays, y, sin embargo, en ciertos círculos dar reveses a los poseedores de armas es un deporte que se considera incluso honorable. Cuando le comenté a una anciana amiga de mi suegra –una unitaria generosa con valores cívicos– que estaba entrevistando a gente con armas, soltó un “desde luego espero que condenes a esa gente horrible”.
Dado que la inmensa mayoría de los propietarios de armas de fuego no le hacen daño a nadie, y que casi todos son responsables y respetan la ley, ¿qué se gana con insultar, denigrar y calumniar a esa gente horrible (el 40% de los estadounidenses que poseen armas de fuego)? ¿Cuál es el beneficio público de culparlos de las “calles bañadas de sangre” y una “epidemia de violencia armada” que realmente no existe en la mayor parte de Estados Unidos? Incluso antes de la balacera en la Escuela Primaria Sandy Hook, los propietarios de armas –con razón o sin ella– ya se sentían victimizados, marginados y embarrados con todo, desde Columbine hasta los cárteles de droga mexicanos. ¿Intensificar las guerras culturales no es acaso tóxico para Estados Unidos y antitético a la noción de “liberal”? Como dijera Sarah Palin en la convención de la NRA de 2011: “Se supone que esos grupos de izquierda son tan tolerantes del estilo de vida de todos, pero son intolerantes de nuestro estilo de vida.” Qué tal si nos apropiamos de una frase del movimiento por el derecho al aborto para usarlo en una calcomanía de la defensa: ¿No te gustan las pistolas? No las tengas.
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Traducción de Adriana Díaz Enciso
Mi primera arma
Por León Krauze
En Estados Unidos es más fácil comprar una pistola que conseguir un préstamo. Así lo atestigua León Krauze en esta crónica personal sobre el comercio legal de armas en California.
Ilustración: Martín Kovensky
Hasta antes de agosto de 2013, había visto una pistola una sola vez. Tenía catorce años. En aquel tiempo, en México, la idea de tener un arma en casa era no solo absurda sino impensable. No recuerdo ni una conversación sobre balas y gatillos entre mis amigos de la infancia. Ese estilo de violencia nos resultaba tan ajeno que parecía no existir. Nuestros juegos no pasaban por soldados, disparos, camuflaje y otras imágenes de la guerra. Nunca nos sentimos en peligro; ciertamente no en la infancia, cuando nos divertíamos con la pelota en los callejones, pero tampoco en la adolescencia. A finales de los ochenta, nuestras preocupaciones eran otras y nuestros miedos también. No fue sino hasta que vimos caer a Colosio en Lomas Taurinas que nos quedó clara la devastación súbita que provoca una pistola. Aquella portada de Reforma con el hombre tirado como un títere acabó con la que era, ahora pienso, una ingenuidad desatinada. Las armas, después de todo, estaban entre nosotros.
Aquella primera pistola llegó a mis manos en casa de un buen amigo que vivía por la colonia Narvarte. Su padre tenía, según recuerdo, alguna relación con el ejército. Corría el rumor de que tenía no solo un arma sino un arsenal, algo que sonaba tan improbable como si alguien asegurara tener un unicornio en el jardín. Era sábado. Recuerdo haberle preguntado a mi amigo si de verdad su padre tenía acceso a pistolas. Me llevó a un minúsculo estudio de paredes de yeso humedecido al fondo del jardín. Nos sentamos frente al escritorio y mi amigo abrió un cajón. De ahí sacó un estuche de madera lustrosa. Lo destapó con brusquedad. Dentro había, en efecto, una pistola que, supe después, era de uso exclusivo de las fuerzas armadas. Mi amigo la sacó del estuche y la puso sobre la mesa. Me dio a entender que podía tomarla. Las manos me temblaban. Me sorprendió el peso de la pistola: imaginé que toda ella era de plomo. La giré levemente para mirar el gatillo, la empuñadura y la corredera, donde estaba grabado el nombre del padre de mi amigo. Intenté cortar cartucho. Entonces, algo se zafó en el cuerpo del arma y el muelle recuperador salió volando con una fuerza inesperada. Me asusté como pocas veces. No quise saber más y devolví la pistola. Como pudo, mi amigo volvió a meter la pieza en su lugar y luego repuso el arma en el estuche y el cajón. Jamás volvimos a ver la pistola, al menos no juntos. Recuerdo haberme sentido como Pandora, tentando a la tragedia.
Mi primera arma 2
Martín Kovensky
Martin B. Retting, 2 de agosto
Regreso a la anécdota mientras camino hacia Martin B. Retting Inc., una armería sobre Washington Boulevard en Culver City. Dice mucho del statu quo que una tienda llena de armas se encuentre en medio de una apacible zona residencial del oeste de Los Ángeles, apenas a cinco minutos del área turística de Santa Mónica. Martin B. Retting ha estado aquí desde 1958. Se anuncia como un establecimiento especializado en la compraventa de armas y artículos de colección. Y en efecto, al entrar, lo primero que uno ve, además de las paredes cubiertas con todo tipo y tamaño de armas, es una serie de aparadores llenos de piezas de la Segunda Guerra Mundial, especialmente de la Alemania nazi, cuyos objetos ocupan tres de las cuatro repisas principales: medallas, cinturones, cascos y distintivos con la esvástica roja, prominente a pesar de los años. ¿Insignia de la Luftwaffe? 1,500 dólares. ¿Hebilla original decorada con la reichsadler? Solo 200 dólares. Inmediatamente después, otro aparador, con pistolas de la época. Luger tras Luger –inconfundibles, con su forma de “t” trunca– identificadas con una etiqueta amarillenta: “Luger DWM, modelo 1923, 9 mm., 1,500 dólares”. Hay por ahí también algún revólver alusivo a la conquista del oeste americano. Pero no hay duda: lo que se vende aquí (y estoy en California, no en el sur profundo de Estados Unidos) es la nostalgia por los nazis y su particular disposición a la brutalidad.
Antes de buscar la ayuda de un empleado, me doy una vuelta por la tienda. Si nunca he disparado un arma tampoco he estado jamás en un lugar como este. Todo el local está dedicado al negocio de la agresión en sus muy diversas formas. Quien visita Martin B. Retting puede encontrar desde la más pequeña navaja hasta un enorme cuchillo, digno de un explorador selvático (o de un asesino de película). En una canasta hay réplicas de gladios romanos para los nostálgicos de ese otro imperio que hizo de la violencia un arte. Si lo que el cliente busca es algo más, digamos, directo, la tienda lo tiene todo: pistolas, pistolillas y pistolones, escopetas y rifles. Hay por ahí una réplica de un Remington que alcanza los 15,000 dólares. Al fondo, detrás de la caja registradora, hay al menos cuarenta tipos distintos de rifles de asalto. El más barato cuesta 900 dólares; el más caro, lleno de accesorios y aparentemente listo para la guerra, rebasa los 3,000 dólares. No puedo evitar imaginar a los compradores enviados por los cárteles del narcotráfico a las armerías cerca de la frontera, volviendo cada par de semanas a comprar dos o tres de estos rifles. Imposible también no pensar en los vendedores que, sin dudarlo un segundo ni sospechar un instante, venden los rifles y se hacen cómplices del “tráfico hormiga” que arma a los narcotraficantes mexicanos. Viéndolos por primera vez en vivo, no puedo más que preguntarme: ¿a quién le puede parecer normal que alguien quiera comprar ya no decenas sino solo uno de esos largos y opacos AR-I5, tan claramente construidos para matar?
“¿Puedo ayudarle?”, me pregunta un hombre de barba descuidada que se presenta como Mark. “Quiero comprar una pistola”, digo, asimilando lo inédito del enunciado. Antes, le explico que no soy ciudadano sino solo residente en Estados Unidos. Le pregunto si mi situación legal complica o impide la compra. Mark desecha mi duda y me explica que los residentes tienen permitido adquirir armas. “¿De dónde eres?”, me pregunta. “Soy mexicano.” Mark me explica que su nombre verdadero no es Mark sino Merdad. Llegó de Irán a los tres años y ha vivido en California desde entonces. Dice que su padre lo introdujo a la cultura de las armas desde muy pequeño. Parece que se acuerda de ir al campo de tiro como yo recuerdo ir a jugar futbol con mi propio padre. Describe aquello como la manifestación más íntima de su infancia. “Pero hablo un poco de español”, me dice de pronto: “es que tuve una novia salvadoreña”, bromea.
Mark está parado frente a la vitrina que contiene tres tipos de pistolas: Glock, S&W y Beretta. “¿Estas son buenas?”, pregunto, exhibiendo mi inexperiencia. “Depende de para qué las quieras: ¿para divertirte, protegerte, cazar?” “Para protegerme, supongo”, le respondo. “Entonces la mejor opción es la Glock”, me dice Mark al momento en que extrae una pistola gris mate que me recuerda a las armas rudas de los policías, tan eficientes que ni siquiera se permiten un poco del gozo estético que tienen las pistolas mejor diseñadas. Mark me pone la Glock en las manos y me ordena que apunte hacia una cabeza de maniquí empotrada en la esquina de la tienda, lejos de cualquier persona. “Está descargada, pero ninguna medida de seguridad es excesiva”, subraya con seriedad impostada. Levanto la Glock con las dos manos y apunto a la cabeza. La mirilla consta de dos puntos blancos que se unen con otro idéntico al final de la pistola. La empuñadura me acomoda perfectamente, como si estuviera diseñada para mis manos. Se siente, en efecto, como una continuación del puño. “¿Te gusta?”, dice Mark. Debo admitir que sí. “¿Has disparado antes?” La pregunta me toma por sorpresa. Por la cabeza me pasa la posibilidad de que, si respondo con honestidad, no podré comprar el arma. Aun así, prefiero la verdad. Me queda claro que Mark no esperaba mi falta de práctica. “Entonces te recomiendo que antes vayas a un campo de tiro. No puedes saber cuál te gusta más si no las pruebas. Es como si fueras a comprar un auto: no lo harías sino hasta saber cuál te gusta más, cuál te acomoda, con cuál te vas a divertir más.” Me llama la atención que lo ponga en términos de diversión, pero acepto que tiene razón: no tiene caso comprar lo que no se conoce, así sea un arma.
Prometo volver.
“Good hunting!”, se despide Mark.
Polígono de tiro, 6 de agosto
Escondido entre un lavado de autos y un negocio de entretenimiento pornográfico, el campo de tiro “LAX” es una construcción discreta muy cerca del aeropuerto de Los Ángeles. Detrás del cristal blindado de la entrada hay un letrero: “Kung-Fu my ass. Try to karate chop a bullet.”
Toco el timbre.
La puerta se abre para revelar un catálogo para los aficionados al mundo de la pólvora y el gatillo: guantes, camisetas (“Got ammo?”). A la izquierda, dos enormes vitrinas llenas de accesorios: miras láser y telescópicas, cachas de cuero y goma, aceite, cepillos de hebras metálicas. La misma variedad que una tienda de deportes o –la comparación es inevitable– una juguetería.
El dependiente que me recibe quiere saber si se trata de mi primera visita al lugar. De nuevo, acepto mi condición de novato. Me pide que llene la forma de registro. Dado que se trata de un local donde es posible hacerse por unos minutos de escopetas, rifles de asalto o armas de cualquier calibre, espero que el papeleo ocupe varias páginas. No es así. Los requisitos para disparar desde una Beretta 9 mm. hasta un AR-I5 en este ambiente medianamente controlado son mínimos: nombre, dirección, fecha de nacimiento y una identificación oficial. Punto. Es mucho más cansado conseguir una prueba de manejo en cualquier concesionaria que lograr que le pongan a uno entre las manos un arma cargada.
Mientras el hombre tramita mi registro, me llaman la atención los distintos blancos disponibles. El aficionado puede elegir una diana clásica para afinar la puntería o quizá un dibujo de un gordo de panza desbordante, cara de pocos amigos y un “IO” rojo en la frente. Pero no solo eso. A la izquierda, a todo color, veo una serie de blancos que más bien parecen pósters. Es una grotesca colección de dibujos de zombis, vampiros, perros poseídos. Astuta manera de atraer a las nuevas generaciones, acostumbradas a acabar con los muertos vivientes en la pantalla de videojuegos. Si te cansas de Call of duty, intenta Dead rising.
Finalmente, el encargado me entrega la tarjeta que me identifica como miembro oficial del campo de tiro. Es un trozo de papel amarillo con mi nombre y número de licencia escritos deprisa. Abajo, apenas garabateada, la firma del dependiente, quien ahora abre una pequeña puerta que lleva al pasillo donde se eligen las armas. Colgadas en la pared hay al menos cien versiones distintas. En la fila de arriba, las Glock, Beretta y h&k. Abajo tremendos revólveres con los tambores mirándome como los ojos compuestos de un insecto. A la izquierda, apoyados sobre las culatas, hay seis rifles de asalto, delgados como agujas, elegantes. Abajo, recostadas, dos escopetas de gruesos cañones, la boca bien abierta. El dependiente dirige la mirada a la colección de armas, sugiriéndome que elija. “¿Cuál me recomiendas?”, pregunto. “Dado que es su primera experiencia –me dice– debería comenzar con una Glock 17”, la misma pistola que me había recomendado Mark en Martin B. Retting. En un solo movimiento, la quita de la pared y la coloca, con un gesto digno de un western, en mis manos. De nuevo, como el día anterior, me llama la atención la fealdad de la pieza. “No es la pistola más hermosa del mundo...”, me atrevo a decir. “Es que a Glock nunca le ha importado el diseño. Les interesa que sea funcional y efectiva”, me dice casi como un regaño. Y es verdad. Lejos de ser un esteta, Gaston Glock, el ingeniero austriaco que diseñó la primera de estas pistolas semiautomáticas a principios de los ochenta, era un ingeniero experto en polímeros que cambió la manera en la que se fabrican las armas. De ahí la empuñadura plástica de la Glock 17 que tengo en las manos. “Es una 9 mm. ¿Cuántas balas quieres? Vienen cincuenta por caja”, me pregunta el dependiente. Para quien nunca ha disparado, cincuenta balas parecen suficientes como para enfrentar el Apocalipsis. Decido empezar con un paquete, marca Blazer Brass. El hombre lo abre para enseñarme que la media centena de balas está intacta: diez lustrosas filas de cinco; cincuenta proyectiles de 9 milímetros de diámetro, idénticos a los diseñados por Georg Luger hace poco más de cien años. Es la bala más popular del planeta, su punta cobriza brillando, como pulida con minúsculo esmero, full metal jacket. “Aquí tiene sus audífonos”, me dice al tiempo que me entrega un par de tapaoídos para tiro y unos lentes de protección. Por último, me pregunta por el blanco al que quiero dispararle. Las opciones son tantas que me cuesta elegir. ¿Qué enemigo me apetece? Al principio estoy cerca de pedirle un zombi en honor a George Romero, pero prefiero tomármelo con seriedad y escojo una silueta humana: un círculo verde en pleno rostro (10 puntos) y otro más en el centro del pecho (10 puntos). ¿Pulmones y estómago? 9 puntos. ¿Intestino e hígado? 8. Los brazos, insignificantes como son, apenas llegan al siete. Con la Glock, las balas y el blanco me dirijo al polígono, posición número doce.
El piso de linóleo está lleno de cartuchos usados. Varios de ellos han rodado hasta la puerta desde la posición del centro, donde una montaña de hombre dispara sin cesar una pistola que ha sacado de una mochila negra que descansa pegada a sus pies, como si alguien fuera a robársela en cualquier momento. La precisión del tipo me asombra. A lo lejos, hasta el fondo de la caverna donde cuelgan los blancos, alcanzo a ver el centro del pecho de papel perforado veinte, treinta veces. Los cartuchos vuelan, rebotando en el piso y rodando un par de metros hasta donde trato de acomodar mis propias balas dentro del cargador de la Glock. Un par de minutos después, la pistola está cargada. Con los brazos rígidos la coloco sobre la repisa de la caseta y cuelgo la silueta. Aprieto un botón rojo a la izquierda y el blanco recula, hasta quedar a unos diez metros de distancia. Imposible no imaginarlo vivo, como una especie de duelista inmóvil. Levanto la Glock. Me han dicho que no ponga el dedo en el gatillo sino hasta que me sienta preparado para disparar, hasta que el punto blanco esté claramente entre los dos puntos de la mirilla. Me tomo unos segundos. El índice desciende por el borde de la corredera. Uno. Dos. Tres.
Mi primera arma 3
Jonathan López
Mi primera arma 4
Jonathan López
Nunca había sentido la patada de una pistola. No sabía qué fuerza tendría el efecto de la explosión de la pólvora en la recámara del arma, ese pequeño milagro de ingeniería que ha sido, quizá, nuestro invento más letal. Ingenuo e inexperto, había tensado cada músculo del cuerpo, como si la Glock 17 fuera el Zar Pushka, el cañón monumental que vi de pequeño en el Kremlin. Lo cierto es que la pistola apenas si se había quejado. El gatillo se dejó apretar con suavidad lúdica y el cartucho salió volando a mi derecha. Hice una pausa y apunté de nuevo. Y luego otra vez, más rápido. ¡Pum, pum! Una detonación tras otra. Cuatro balas habían salido de la Glock y ya me comenzaba a sentir cómodo. Ese, supuse, es uno de los talentos del arma: convencer a quien la usa de lo fácil que es domarla, de lo predecible que resulta, siempre y cuando la tenga uno ahí, viendo hacia el frente, como un caballo con anteojeras.
(Anders Behring Breivik usó, entre otras armas, una Glock 17 en Utøya, Noruega.)
Disparé veinte veces más antes de pedir un arma distinta. Esta vez, el dependiente me dio algo estéticamente distinto. Donde la Glock tiene ángulos rectos y líneas ásperas, la Beretta Px4 Storm tiene curvas y bordes redondeados. “No por nada es italiana”, me dijo el encargado, disfrutando un chiste que seguramente había dicho (o escuchado) cientos de veces. “Es un arma más pesada”, me advirtió. Volví a la caseta número doce y disparé los treinta cartuchos restantes. La Beretta me resultó más incómoda, con la mira más estrecha. Con la última detonación me quité los tapaoídos y traje de vuelta el blanco. No menos de 25 balas habían alcanzado el tórax. Otras ocho habían atravesado la cabeza y siete más habían perforado los brazos. De cincuenta balas, por lo menos cuarenta habían golpeado el cuerpo de papel. No puedo negarlo: a pesar del horror y quizá por la adrenalina, me sentí orgulloso, sobrado: poderoso.
(Jiverly Antares Wong usó una Beretta 9 mm. en Binghamton, Nueva York.)
Volví con el encargado y le pedí un arma más grande. Él me miró con una sonrisa. “Este tipo lleva aquí media hora y ya se cree Harry el Sucio”, supuse que pensaba. Y, para ser franco, tenía razón. Aun así, fue cauteloso y me dio una Glock 22, muy parecida a la Glock 17 pero modificada para disparar cartuchos calibre .40. Compré media caja de las nuevas balas, más pesadas y de punta chata. Y sí: pedí un zombi. Con los tapaoídos bien puestos y los lentes montados sobre la nariz, me dirigí a mi caseta otra vez. Saqué el cargador y abrí la caja. Justo antes de empujar la primera bala, miré a mi alrededor. Al fondo, una familia tomaba turnos disparando. Junto a ellos, una joven pareja usaba una Glock: felices, como si aquello fuera una cita romántica a la que seguiría una cena con el mantel oliendo a pólvora. En medio, el mismo tipo de la mochila negra seguía disparando como una máquina. Y a mi derecha, recién llegados, dos chicos de no más de 21 años se tomaban video disparando un enorme AR-I5 más largo que sus brazos. El estruendo era insoportable, aun con los oídos bien cubiertos. Múltiples pequeñas explosiones haciendo eco. Al fondo, hombres de papel con boquetes del tamaño de pelotas en el vientre, el pecho y el cráneo.
One big, happy American scene.
Colgué el zombi, golpeé el cargador, levanté la pistola, apunté a la cabeza y apreté el gatillo una vez más.
(James Holmes usó, entre otras armas, una Glock 22 en Aurora, Colorado.)
Martin B. Retting Inc., 7 de agosto
La tienda está prácticamente vacía cuando llego alrededor de las diez de la mañana a comprar mi primera pistola. Mark me reconoce. “¿No te importa que practique mi español? Tuve una novia salvadoreña”, dice de nuevo, repitiendo el chiste de hace apenas cinco días. Le cuento que seguí su consejo y fui al campo de tiro a probar distintos modelos de armas. Pregunta si me divertí. Respondo que la experiencia fue “interesante”, recurriendo al adjetivo más abusado del idioma inglés. “¿Y cuál te convenció?”, quiere saber. Me interesa una Glock 17 y justifico mi elección con una larga exposición sobre la facilidad y comodidad del diseño de la pistola que probé ayer, aunque mi argumento real es el dinero: no tengo ninguna intención de gastar mil dólares en una pistola. Mark lamenta informarme que se ha agotado el inventario de la Glock que quiero: “no te olvides que es la más vendida del mundo”, me informa. En cambio, me ofrece una Glock 19, también 9 mm. pero un poco más corta. “Básicamente lo mismo. Te vas a divertir mucho con esta también”, asegura Mark.
Enseguida, Mark quiere saber si estoy preparado para tomar el examen obligatorio. No recuerdo la última vez que me senté en un escritorio para responder una prueba, pero me declaro listo. El examen consta de treinta preguntas. La mayoría da risa.
Es seguro utilizar un arma de fuego cuando uno consume alcohol siempre y cuando no se exceda de...
a) Un trago por hora
b) Dos tragos por hora
c) Tres tragos por hora
d) Ninguna de las anteriores
¿Contra cuál de las siguientes superficies puede ser peligroso disparar?
a) Agua
b) Rocas
c) Pavimento
d) Todas las anteriores
Mi primera arma 5
Jonathan López
Mi primera arma 6
Jonathan López
Para aprobar el examen, el aspirante debe atinar 23 respuestas. Yo, que nunca he leído ni el principio del reglamento para la compra y tenencia de armas en California y que hasta ayer nunca había jalado el gatillo de un arma, termino acertando 27. Entre las preguntas que equivoco está una de las pocas que tienen verdadera importancia: ¿en qué circunstancias es legal disparar en defensa propia contra una persona? Resulta que yo, que estoy a punto de hacerme de una Glock, desconocía que solo se puede “hacer uso de fuerza letal” contra alguien que representa un peligro armado inminente. Mi respuesta original había asumido que, provisto de mi nueva pistola, podría yo matar a cualquier incauto que se metiera a mi propiedad. ¡Resulta que no! En fin: pequeño detalle.
El siguiente paso es la documentación requerida en California para comprar un arma. Hace un año comencé el proceso para conseguir un préstamo en Estados Unidos. La lista de requisitos por poco acaba con mi paciencia. Algo parecido puede decirse del proceso para comprar un auto a plazos. Todo, desde el barroco reporte de crédito hasta las muestras de solvencia económica o la plena identificación del comprador, toma tiempo y, a fe mía, esfuerzo. Para adquirir una pistola en Los Ángeles, saco de mi cartera una licencia de manejo, entrego un recibo del agua y, dado que no soy ciudadano, mi tarjeta de residente. Por la tarde, al platicar la experiencia, un australiano de visita en Univision no paraba de reír: “eso es lo que tenemos que hacer allá... ¡cuando queremos rentar una película en un videoclub!”, me dijo.
Mark registra mis datos en una forma oficial llamada “Registro de Transacción de Armas de Fuego” y me pide que responda un breve cuestionario que servirá para que las instancias pertinentes hagan el famoso background check, una revisión del pasado delictivo y estado mental del potencial comprador. El proceso tomará diez días. Al final, podré venir a recoger mi primera arma.
Para entonces, Mark ha traído la Glock para mostrármela y anotar el número de serie. Y ahí está, con su acabado mate y su empuñadura plástica, dentro de un estuche negro. “Hagamos un repaso de seguridad”, me dice Mark y comienza un discurso de rutina. “Así se asegura el arma”, me enseña mientras corre una cuerda de metal cubierta de plástico rojo dentro de la estructura de la empuñadura hasta la recámara. La demostración dura menos de un minuto. “¿Quieres pagarla de un golpe o a plazos?”, me pregunta. Decido pagar la mitad de los 600 dólares que cuesta la Glock. “Está bien así”, dice Mark: “si por alguna razón no pasas el background check te devolvemos tu dinero”. Quiero saber si son muchos los que no superan el escrutinio del gobierno; los que, de una u otra manera, esconden un pasado delincuencial o, peor todavía en función de la adquisición de un arma, alguna enfermedad mental. “Más de lo que imaginas. Mucha gente que no debería tener un arma quiere comprar una”, responde Mark, bajando la mirada para cerrar el estuche de la pistola que será mía –el gobierno mediante– en menos de dos semanas.
Antes de irme, Mark me da dos invitaciones para el que es su campo de tiro favorito. “Donde fuiste ayer solo tienen blancos de papel y eso es divertido”, me dijo para luego agregar con auténtico entusiasmo: “pero no se compara con lo que tienen aquí: maniquíes de acero a treinta metros de distancia, pintados como personas. Es increíble cuando disparas y oyes la bala golpear contra el metal: ¡bam, bam, bam!”.
Sus ojos tenían el arrebato de la niñez.
DOSSIER
Ya era hora
Por Mauricio Ortiz
La violencia por armas de fuego en los Estados Unidos, desde la perspectiva de la salud pública.
Las muertes y las heridas por arma de fuego tienen su lógica en la guerra, en los actos terroristas, en las acciones del hampa, en la riña de cantina, en un suicidio. Carecen en absoluto de ella cuando se infligen nada más porque sí. El 16 de enero de 2013, un mes después de la mascare en la Escuela Primaria Sandy Hook, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, presentó “Now is the time” (Ya es hora), un plan para “proteger mejor a nuestros niños y nuestras comunidades de los trágicos asesinatos masivos”.
El plan contemplaba cuatro rubros:
1. Cerrar los resquicios que permiten obviar la revisión de antecedentes penales a la hora de comprar armas, para evitar que estas caigan en manos peligrosas.
2. Prohibir las armas de asalto tipo militar y los cargadores de alta capacidad, así como dar otros pasos de sentido común para reducir la violencia por armas de fuego.
3. Hacer que las escuelas sean más seguras.
4. Incrementar el acceso a los servicios de salud mental.
Un total de 23 órdenes ejecutivas fueron expedidas, instruyendo a diversas agencias federales para desarrollar programas encaminados a conocer mejor “las causas de la violencia por arma de fuego, las vías para prevenirla y la manera de reducir la carga que representa para la salud pública”. Una de esas órdenes, la acción 14 –parte de los “pasos de sentido común”–, fue dirigida al secretario de Salud y Servicios Humanos para que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (cdc, por sus siglas en inglés) realizaran proyectos de investigación relacionados con el tema.
Lo novedoso de la instrucción presidencial no era el hecho de identificar la violencia por armas de fuego como un objeto de estudio para la salud pública, sino que ponía fin a casi dos décadas de prohibición explícita de investigar el tema, desde que en 1996 el Congreso bloqueó la asignación de fondos federales a todo aquello que pudiera promover el control de armas, incluyendo la generación de conocimiento científico.
Al final, la responsabilidad quedó en manos de un comité instalado por el Instituto de Medicina y presidido por Alan Leshner, CEO de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia y editor ejecutivo de la revista Science. Si bien al momento de escribir estas líneas el informe de este comité, Priorities for research to reduce the threat of firearm-related violence (Prioridades en la investigación para reducir la amenaza de violencia por armas de fuego), todavía está pendiente de publicarse, una versión preliminar, sancionada ya por un comité revisor, está disponible en línea (http://bit.ly/armasdefuego; accedido el 2 de julio).
La aproximación del comité parte de que la violencia en general, y la relacionada con armas de fuego en particular, es contagiosa. Por tanto, la primera recomendación es examinar la violencia tal como se aborda una enfermedad infecciosa, analizando el triángulo epidemiológico de “agente” (en este caso el arma y el perpetrador), el “huésped” (la víctima de los disparos) y el “entorno” (las condiciones bajo las cuales ocurrió la agresión). La salud pública diseña estrategias para interrumpir la conexión entre estos tres elementos, evaluando los riesgos potenciales y los factores de protección e identificando las intervenciones que afectan a unos y otros.
El programa de investigación, diseñado para producir resultados en un lapso de tres a cinco años, se estructura en cinco capítulos:
1. Características de la violencia por armas de fuego
2. Factores de riesgo y factores de protección
3. Intervenciones y estrategias
4. Tecnología de seguridad en rifles y pistolas
5. Influencia de los videojuegos y otros medios
Todo indica que en años recientes las tasas de crímenes violentos han ido reduciéndose en los Estados Unidos. No obstante, su tasa de homicidios por arma de fuego es la más elevada entre los países industrializados, en una proporción de casi veinte a uno. Según un reporte del fbi citado en el informe, entre 2007 y 2011 fueron asesinadas por arma de fuego 46,313 personas, más del doble de homicidios que con todas las demás armas juntas. Solo durante 2010, las armas de fuego mataron o lesionaron a más de 105 mil estadounidenses costando al país más de 174 mil millones de dólares.
En el nivel más general, la violencia por arma de fuego se clasifica en fatal y no fatal. La violencia que termina en muerte incluye suicidio, homicidio y muerte no intencional. Por sus características particulares, sobre todo en términos de la intención del perpetrador, los homicidios múltiples tipo Sandy Hook se consideran una categoría aparte; hay los antecedentes suficientes para incluso hablar de la subcategoría “masacres escolares”. La violencia no fatal incluye heridas intencionales y no intencionales, amenazas y el uso defensivo de las armas.
Aunque reciben mucho menos atención pública, los suicidios superan en número a los homicidios para todos los grupos de edad, representando aproximadamente el 60% de las muertes por arma de fuego (2009). A su vez, la mortalidad por suicidio varía entre grupos poblacionales. Por ejemplo, los hombres se suicidan más que las mujeres y el disparo por arma de fuego es el método más común de suicidarse entre los hombres, de modo que la mayor parte de los 38,364 suicidios registrados en 2010 ocurrieron de esa manera. Los blancos se suicidan más que otros grupos raciales y los suicidios por arma de fuego son más frecuentes en áreas rurales que en áreas urbanas.
Los rifles y las escopetas son más letales que las pistolas, sin embargo estas últimas fueron las armas utilizadas en el 72.5% de los homicidios (2011). El riesgo de ser asesinado por un arma de fuego se distribuye desigualmente en la población: la tasa de homicidios es más elevada en las áreas urbanas que en las rurales, las víctimas y los perpetradores tienden a ser hombres, suelen ser de raza negra y lo más frecuente es que sean jóvenes. Aquí vale la pena detenerse un momento en el llamado que hace el comité de expertos para afinar los estudios que desde la salud pública se realizan para comprender la violencia. La mayoría de los datos existentes provienen de investigaciones realizadas en el nivel más superficial de la disciplina, aquellos estudios que en epidemiología se denominan “ecológicos” y “de caso-control” (estudios transversales) y que consisten esencialmente en establecer correlaciones entre grupos poblacionales y grado de exposición a un factor determinado que se propone como causa. Pero, correlación no es causalidad y no comprenderlo puede llevar a serios malentendidos y guiar equivocadamente el diseño de políticas públicas. Aunque siguen siendo análisis fundados en la observación, los estudios longitudinales (estudios de cohortes), que incorporan la dimensión individual y la temporal, son más poderosos para detectar causalidades, con el problema de que su realización lleva mucho más tiempo y son considerablemente más caros. Un estudio transversal tal vez concluye que en un barrio determinado y en un momento dado el 50% de la población tiene armas; lo que no puede discernir es, por ejemplo, si eso significa que la mitad de la población posee un arma, si el 10% posee un promedio de cinco armas o si las armas pasan de manos diariamente, involucrando en su uso al 100% de la población.
Los homicidios múltiples (o masacres o asesinatos masivos, mass shootings) representan tan solo una pequeña fracción del total de la violencia relacionada con armas de fuego. Desde 1983 a la fecha han provocado 547 muertos y 476 heridos. La ocurrencia infrecuente y azarosa de estos incidentes, la naturaleza diversa de las víctimas y aun de los perpetradores y, sobre todo, su absoluta carencia de lógica, hacen pensar que prevenirlos es punto menos que imposible. Mayor vigilancia policiaca en las escuelas y en las comunidades, actividades de inteligencia, evaluaciones e intervenciones preventivas de salud mental: está bien, pero ante todo habría que comprender qué es lo que ocurre en ese punto ciego.
El comité de expertos identifica catorce grandes líneas de investigación. Las más sugerentes son las siguientes:
> Determinar las motivaciones para la adquisición, posesión, uso y distribución de armas en los grupos poblacionales.
> Identificar los factores asociados con el acceso de los jóvenes a las armas.
> Evaluar el riesgo potencial a la salud (por ejemplo, el suicidio) contra los beneficios (por ejemplo, la protección personal) de tener un arma de fuego en la casa, bajo diferentes circunstancias (incluyendo la forma de almacenarlas) y en distintos escenarios.
> Analizar si las intervenciones que pretenden disminuir su portación ilegal reducen o no la violencia por armas de fuego.
> Las intervenciones diseñadas para alterar el entorno físico en áreas de elevada criminalidad, ¿resultan en una disminución real de la violencia por armas de fuego?
> Examinar la relación entre la exposición a violencia mediática y la violencia real.
En suma, el resultado del Instituto de Medicina es un documento exhaustivo y riguroso que, aunque es en extremo cuidadoso de no herir la sensibilidad de los amantes de armas y su poderoso lobby, sin duda servirá para orientar la investigación en salud pública en los próximos años. A primera vista el programa parece demasiado ambicioso, tanto en la diversidad de temas como en el margen temporal en que espera ver resultados. Sin embargo, el increíble potencial productivo del sistema estadounidense de investigación y la cantidad de recursos que ese país es capaz de movilizar para alimentar una iniciativa presidencial como esta, bien podrían ridiculizar una opinión generada desde el subdesarrollo científico.
El cuarto de millón de muertes que ha provocado el uso civil de armas de fuego en los Estados Unidos durante la última década representa un problema no menor de salud pública. La violencia es contagiosa, nos dicen, y hay una epidemia. ¿Es posible idear una vacuna efectiva? ~
PORTAFOLIO
Por Kyle Cassidy
Durante más de dos años, Kyle Cassidy viajó por la Unión Americana retratando a los poseedores de armas. Los resultados, copiosos y diversos, culminaron en un libro, Armed America, del que presentamos una selección. En la sala de la casa, sobre la mesa de café, junto a la estufa, los propietarios posan con la familiaridad de quienes han hecho a las armas de fuego parte de su día a día.
1. Gail, Michael, Eric, Morgan, con Misty. Indiana. “Algunas veces viajo con una pistola. Hay algunas zonas en las que te sientes más cómodo si traes algún tipo de protección a la mano” (Michael). “Me gusta disparar. Mi mamá me ayuda” (Morgan).
2. Kevin con Buddy, Kentucky. “No puedes ser partidario de los derechos civiles sin ser proarmas. Es hipócrita negarle a alguien el más elemental de los derechos humanos: el derecho a defenderse.”
3. Dan, Pensilvania. “Considero que la posesión de armas no solo es un derecho sino el deber de la gente libre para con ellos mismos y con las generaciones futuras.”
4. Mark y Lori, Oregon. “Un gobierno que no respeta a sus ciudadanos lo suficiente como para permitirles tener armas probablemente no es un gobierno que dé confianza y quizá incluso habría que temerle” (Mark).
5. Barbara con Samson y Delilah, Pensilvania. “Disfruto mucho disparar al blanco y me atrae la energía y la sensación de empoderamiento.”
6. Gauge y Shane con Tattoo, Pensilvania. “Tengo armas por varias razones. Creo que en un principio fue por mi atracción a cosas que son ‘peligrosas’ [...] Ahora que soy padre, tener armas en la casa me hace sentir más seguro” (Gauge).
7. Victoria, Caty y Raphael con Romulo y Remo, Pensilvania. “Depende de nosotros, los ciudadanos, protegernos a nosotros mismos, a nuestras familias y nuestra propiedad. Nuestra Constitución nos otorga el derecho y el método para lograr ese objetivo. Yo elijo ejercer ese derecho” (Raphael).
http://www.letraslibres.com/revista/dossier/
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