lunes, 26 de diciembre de 2011

67.- Cartas de GUSTAVE FLAUBERT a LOUISE COLET





Cartas de Gustave Flaubert a Louise Colet

El martes 4 de agosto de 1846, Gustave Flaubert escribió su primera carta de amor a Louise Colet. Se despide con cálidas efusiones amorosas, besándola reiteradamente «en ese sitio que me gusta de tu piel, tan suave, en tu pecho, donde apoyo mi corazón». Incluso los osos se ponen tiernos cuando están recién enamorados. Era su primera carta después de que hicieran el amor. La correspondencia duró casi nueve años, y pasó por todas las fases del amor y del desamor, de la pasión, del egoísmo y del interés. La última carta es del 6 de marzo de 1855. Sumamente lacónica, dice así: «Señora: Me he enterado de que se había tomado la molestia de venir tres veces, ayer por la tarde, a mi casa. No estaba. Y, temiendo las afrentas que semejante persistencia por su parte podía atraerle por la mía, la cortesía me induce a advertirle que nunca estaré. Le saludo atentamente.» Desenamorado, saciado y harto, el oso muestra ahora sus garras y su carácter huraño. No hay, obviamente, ningún beso que tenga por destino los pechos de Louise.
Son 168 cartas, las primeras apasionadas y ardientes, al ritmo de una cada día. Luego las cartas se espacian y el amante deja lugar al escritor y al pensador, a un maestro pedante que alecciona a Louise sobre todo lo divino y lo humano, mientras que ella solo habla de amor. A veces, después de cartas repletas de reproches por parte de ella, se hablan de usted, luego regresan al tuteo. La penúltima carta es del 29 de abril de 1854 y, aunque fría y distante, incluye un abrazo, tal vez el último. Entre el 29 de abril de 1854 y el 6 de marzo de 1855, nada. Sin duda debieron escribirse, pero las cartas han desaparecido. ¿Las destruyó Louise por considerarlas ofensivas? En cualquier caso, Louise preservó el resto del epistolario de Flaubert, mientras que las cartas de Louise a su amante han desaparecido. Se dice que las quemó la sobrina de Flaubert, Carolina, pero también pudo acabar con ellas el propio escritor.

Las cartas son un documento literario de gran valor para conocer a Flaubert y sus sentimientos y opiniones, para enterarnos del laborioso parto que le supuso Madame Bovary y, sobre todo, para aproximarnos al mundo peculiar de los amantes. Quien las lea posiblemente le dará la razón a Julian Barnes en El loro de Flaubert, cuando cede la palabra a Louise Colet para que ofrezca su versión, silenciada por el peso enorme de la fama del escritor. Louise admite que la historia se pondrá al lado de Flaubert, el hombre, el ermitaño, el genio, y que sólo verá en ella a una mujer ambiciosa que le hacía perder el tiempo con sus exigencias sentimentales, que le impedía escribir su obra. Barnes hace decir a Louise que Flaubert era misántropo, egoísta y soberbio, un loro enguantado, un insufrible provinciano, pero que ella lo amó y que él no sabía amar, que su capacidad de amor estaba bloqueada. Flaubert, en una carta impresentable, llega a decirle que sea menos mujer y que él la ve como hermafrodita, la cabeza de hombre, el sexo de mujer. «Sé mujer solo en la cama», la insulta el que posiblemente haya sido uno de los amantes más desconsiderados de la historia, un hombre que no superaría los requisitos de lo que hoy es políticamente correcto. Pero qué importancia tiene: mucho de cuanto resulta sugestivo suele ser más o menos incorrecto, y vivir no ha sido nunca una cuestión de urbanidad y buenos modales. Siempre será instructivo, no solo desde el punto de vista literario, leer las cartas de Flaubert a Louise y, a continuación, dar la palabra a Louise y leer «La versión de Loui¬se Colet», contenida en la novela de Julian Barnes El loro de Flaubert. Dos antídotos de lujo contra las incontables banalidades que se nos ofrecen desde todas partes. Un viaje sin rodeos a los abismos del egoísmo, la vanidad, los celos y la interminable lucha de los sexos; una incursión por los cenagosos territorios del amor, la indiferencia y el menosprecio.





Editorial: Siruela
Año publicación: 2003






Te cubriré con amor la próxima vez que te vea, con caricias, con éxtasis. Deseo atiborrarte con todas las alegrías de la carne, de modo que te desmayes y mueras. Quiero que seas sorprendida por mí, y para que te confieses a ti misma que nunca siquiera habías soñado con tales transportes... Cuando seas vieja, quisiera recordaras estas pocas horas, yo quisiera que tus huesos secos temblaran con alegría cuando pienses en ellas.





El éxito y la gloria:

Croisset, 16 de octubre de 1846.

No, no desprecio la gloria; no se desprecia lo que no se puede alcanzar. Ante esa palabra mi corazón ha vibrado más que otros. Antes pasé largas horas soñando con triunfos asombrosos para mí, cuyos clamores me hacían estremecerme como si ya los hubiese oído. Pero no sé por qué, una mañana me desperté desembarazado de aquel deseo, incluso más enteramente que si hubiera sido satisfecho. Entonces me vi más pequeño, y dediqué toda mi razón a observar mi naturaleza, su fondo, y sobre todo sus límites. Los poetas que admiraba no me parecieron entonces sino más grandes, al estar más alejados de mí, y gocé, con la buena fe de mi corazón, de la humildad que a otro le habría hecho reventar de rabia. Cuando uno vale algo, buscar el éxito es estropearse sin motivo, y buscar la gloria es quizá perderse completamente. Pues hay dos clases de poetas. Los más grandes, los raros, los auténticos maestros, resumen la humanidad; sin preocuparse de sí mismos ni de sus propias pasiones, dando al traste con su personalidad para absorberse en las de los demás, reproducen el universo, que se refleja en sus obras, resplandeciente, variado, múltiple, como un cielo entero que se refleja en el mar con todas sus estrellas y todo su azul. Hay otros que no tienen más que gritar para ser armoniosos, llorar para enternecer y ocuparse de sí mismos para seguir siendo eternos. Quizá no habrían podido ir más lejos haciendo otra cosa; pero, a falta de amplitud, tienen ardor y elocuencia, de manera que si hubiesen nacido con temperamentos distintos, quizá habrían carecido de genio. Byron era de esa familia; Shakespeare de la otra. En efecto, ¿quién me dirá lo que Shakespeare amó, lo que odió, lo que sintió? Es un coloso que espanta; cuesta creer que fuera un hombre. Pues bien, la gloria la queremos pura, auténtica, sólida como la de esos semidioses; nos alzamos y nos empinamos para llegar hasta ellos; recortamos del talento propio las ingenuidades caprichosas y las fantasías instintivas, para hacerlas entrar en un tipo convenido, en un molde prefabricado. O bien, otras veces tenemos la vanidad de creer que basta, como a Montaigne y a Byron, con decir lo que pensamos y lo que sentimos para crear cosas bellas. Esta última actitud es quizá la más prudente para las personas originales, pues con frecuencia tendríamos muchas más cualidades si no las buscásemos, y cualquier hombre que supiera escribir correctamente crearía un libro soberbio al redactar sus Memorias, si las expusiera con sinceridad y de manera completa. Así pues, volviendo a mí, no me vi ni lo bastante alto como para crear auténticas obras de arte, ni lo bastante excéntrico para llenarlas solamente de mí mismo. Y como no tengo la habilidad necesaria para procurarme el éxito, ni genio para conquistar la gloria, me condené a escribir para mí solo, para mi propia distracción personal, igual que se fuma y se monta a caballo. Es casi seguro que no mandaré imprimir ni una línea, y mis sobrinos (digo sobrinos en sentido propio, pues no quiero más posteridad familiar que de la otra, con la que no cuento) harán probablemente tricornios de papel para sus niños con mis novelas fantásticas, y usarán como pantalla para las velas de su cocina los cuentos orientales, dramas, misterios, etc., y otras pamplinas que yo escribo con toda seriedad en hermoso papel blanco. Aquí está, querida Louise, de una vez por todas, el fondo de lo que pienso sobre este asunto y sobre mí mismo.


Escribir:

Croisset, 12 de junio de 1852.

(…) Desde la época en que escribía preguntándole a mi criada las letras que había que emplear para trazar las palabras de las frases que yo inventaba, hasta esta noche en que la tinta se seca sobre las tachaduras de mis páginas, he seguido una línea recta, incesantemente prolongada y trazada a cordel a través de todo. Siempre he visto la meta retroceder ante mí, de año en año, de progreso en progreso. ¡Cuántas veces he caído de bruces en el momento en que me parecía tocarla! No obstante, siento que no debo morir sin haber hecho rugir en alguna parte un estilo como el que oigo en mi cabeza, y que será capaz de dominar la voz de los loros y de las cigarras. Si alguna vez llega ese día que esperas, en que la aprobación de la multitud siga a la tuya, las tres cuartas partes y media del placer que yo obtenga se deberán a ti, pobre mujer, querida mujer, que tanto me has querido. Mi corazón no es ingrato; jamás olvidará que mi primera corona la trenzaste tú, y la colocaste sobre mi frente con tus mejores besos. Pues bien: hay cosas más próximas, que anhelo más que todo ese estrépito que se comparte con tanta gente. ¿Acaso sabe uno, por muy conocido que sea, cuál es su justo valor? Las incertidumbres sobre uno mismo que se sienten en la oscuridad se llevan hasta que se es célebre. ¡Cuántas gentes, entre las mejores, han muerto devoradas por esa incertidumbre, empezando por Virgilio, que quería quemar su obra! ¿Sabes lo que aguardo? Es el momento, la hora, el minuto en que escriba la última línea de alguna obra mía extensa, como Bovary u otras, cuando, recogiendo de inmediato todas las hojas, iré a llevártelas, a leértelas con esa voz especial con la que me arrullo, y me escucharás, y te veré enternecerte, palpitar, abrir los ojos. De todos modos, limitaré a eso mi goce.

16 de noviembre de 1852.

(…)

Se escribe con la cabeza. Si el corazón la calienta, mejor; pero no hay que decirlo. Debe ser un horno invisible, y así evitamos divertir al público con nosotros mismos, cosa que encuentro repugnante o demasiado ingenua, y la personalidad de escritor, que empequeñece siempre una obra.

15 de enero de 1853.

(…)Tardé cinco días en escribir una página la semana pasada, y para eso lo había dejado todo: griego, inglés…; no hacía más que eso. Lo que me atormenta en mi libro es el elemento entretenido, que resulta mediocre. Faltan hechos. Yo sostengo que las ideas son hechos. Es más difícil interesar con ellas, ya sé, pero entonces la culpa es del estilo. Así, ahora tengo cincuenta páginas seguidas en que no hay ni un acontecimiento: es el panorama continuo de una vida burguesa y de un amor inactivo, amor tanto más difícil de describir cuanto que es a la vez íntimo y profundo; pero, ay, sin desmelenamientos internos, pues mi caballero es de naturaleza tibia. Ya he tenido algo análogo en la primera parte. Mi marido ama a su mujer de manera parecida a como lo hace mi amante. Son dos mediocridades en el mismo ambiente, y que no obstante es preciso diferenciar. Si sale bien, creo que resultará excelente, pues es pintar color sobre color, sin ningún tono contrastado (cosa que es más fácil). Pero temo que todas estas sutilezas aburran, y que el lector prefiera ver más movimiento. En fin, hay que hacer las cosas como se han planeado. Si quisiera poner acción, obraría en virtud de un sistema, y lo estropearía todo. Hay que cantar con el propio registro de voz; y la mía nunca será dramática ni atractiva. Estoy convencido, por lo demás, que todo es cuestión de estilo, o más bien de carácter, de aspecto.

(…)

Croisset, 29-30 de enero de 1853.



Sí, querida Musa, tenía que escribirte una larga carta, pero he estado tan triste y fastidiado que no he tenido valor. ¿Será el ambiente, que me invade? Me siento cada vez más fúnebre. Mi puta y condenada novela me da sudores fríos. En cinco meses, desde fines de agosto, ¿sabes cuánto he escrito? ¡Sesenta y cinco páginas! ¡Y de ellas, treinta y seis después de Mantes! Lo releí todo anteayer, y me asustó lo poco que es y el tiempo que me ha costado (no cuento el esfuerzo). Cada párrafo es bueno en sí, y hay páginas perfectas, estoy seguro. Pero precisamente debido a eso, no funciona. Es una serie de párrafos modelados, completos, y que no montan unos sobre otros. Va a ser preciso desatornillarlos, aflojar las juntas, como se hace con los mástiles de barco cuando se quiere que las velas tomen más viento. Me agoto en realizar un ideal que quizá es absurdo en sí. Mi tema a lo mejor no implica este estilo. ¿Dónde estáis, felices tiempos de San Antonio? ¡Entonces escribía con mi «yo» entero! Sin duda es culpa del espacio; ¡el fondo era tan endeble! Además, el punto medio de las obras largas siempre es atroz (mi libro tendrá de cuatrocientas cincuenta a cuatrocientas ochenta páginas, más o menos; voy por la página 204). Cuando regrese de París, pienso no escribir durante quince días, y hacer el boceto de todo este final hasta el polvo, que será el límite entre la primera parte y la segunda. Aún no estoy en el punto al que creía podría llegar para la época de nuestro encuentro en Mantes. ¡Fíjate qué diversión! En fin, sea como Dios quiera. Dentro de ocho días estaremos juntos; esa idea me dilata el pecho.

(…)



Croisset, 23 de diciembre de 1853.

Hace falta quererte para escribirte esta noche, pues estoy agotado. Tengo un casco de hierro en el cráneo. Desde las dos de la tarde (salvo unos veinticinco minutos para cenar) escribo Bovary, estoy en su polvo, de lleno, en la mitad; sudan y tienen un nudo en la garganta. Éste es uno de los raros días de mi vida que he pasado en la ilusión, completamente, de cabo a rabo. Esta tarde, a las seis, en el momento en que escribía «ataque de nervios», estaba tan excitado, gritaba tan fuerte y sentía tan hondamente lo que experimentaba mi mujercita, que he temido sufrir uno yo mismo. Me he levantado de la mesa y he abierto la ventana para calmarme. La cabeza me daba vueltas. Ahora tengo grandes dolores en la espalda, en las rodillas y en la cabeza. Estoy como un hombre que ha jodido demasiado (perdón por la expresión), es decir, en una especie de agotamiento lleno de embriaguez. Y ya que estoy en el amor, es justo que no me duerma sin enviarte una caricia, un beso y todos los pensamientos que me quedan. ¿Saldrá bien? No lo sé (me estoy dando algo de prisa, para mostrar a Bouilhet un conjunto, cuando venga). Lo que es seguro es que desde hace ocho días esto avanza rápido. Que siga así, pues estoy cansado de mis lentitudes. ¡Pero temo el despertar, las desilusiones de las páginas copiadas de nuevo! No importa; bien o mal, es algo delicioso el escribir, el no ser ya uno mismo, sino el circular en medio de toda la creación de la que uno habla. Hoy por ejemplo, hombre y mujer simultáneamente, amante y querida a la vez, me he paseado a caballo por un bosque en una tarde de otoño, bajo hojas amarillas, y yo era los caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que hacía entrecerrarse sus párpados anegados de amor. ¿Es orgullo o piedad, es el necio desbordamiento de una satisfacción exagerada de sí mismo, o bien un instinto religioso vago y noble? Pero cuando rumio estos goces, después de haberlos experimentado, me sentiría tentado de elevar una plegaria de agradecimiento a Dios, si supiera que puede oírme. ¡Bendito sea por no haberme hecho nacer vendedor de algodón, autor de vodeviles, hombre ingenioso, etc.! Cantemos a Apolo como en los primeros días, aspiremos a pleno pulmón el aire frío del Parnaso, golpeemos nuestras guitarras y nuestros címbalos y giremos como derviches en la eterna algazara de las Formas y de las Ideas:


“Qué le importa a mi orgullo que un pueblo vano me ensalce… “

Debe de ser un verso del señor de Voltaire, no sé de dónde; pero eso es lo que hay que pensar.

(…)

Croisset, 13 de marzo de 1854.

Hoy me ha sucedido lo que no me había ocurrido desde hacía muchos años, y es el escribir toda una página en el día. La he escrito desde las ocho hasta ahora, que es medianoche. Decididamente, tomo la resolución de acostarme antes. Necesito de vez en cuando panzadas de sueño. Y hoy, que había dormido la noche pasada doce horas seguidas, me he sentido fresco y atrevido, joven, en una palabra. Está todo dicho. Espero que esto va a marchar, so pena de volver a caer más tarde en agua muerta, como dicen los marinos. Pues nunca voy, en nada, a un ritmo igual. Sólo mi voluntad sigue una línea recta, pero todo el resto de mi individuo se pierde en arabescos infinitos. Cuesta un esfuerzo diabólico enderezar todas esas curvas, adelgazar lo que está demasiado gordo y engordar lo flaco en exceso.




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Louise Colet (Révoil de soltera) fue, además de escritora, amante de Gustave Flaubert desde 1846 hasta 1855. Durante esos años Flaubert le escribió 275 cartas (esas son las recogidas en las Obras Completas del escritor publicadas por el Club de l'Honnéte Homme). Siruela publicó en 2003, con la edición de Ignacio Malaxecheverría, 168 de estas misivas en Cartas a Louise Colet. Las remitidas por la señora Colet a Flaubert fueron destruidas por la sobrina del escritor porque ofendían su sensibilidad. Flaubert escribió Madame Bovary durante aquellos años y se dice que se inspiró en ella, en parte, para el personaje de Emma. Louise Colet tenía un caracter fuerte y prueba de ello es el cuchillo de cocina que clavó en la espalda al periodista Alphonse Karr. Así lo cuenta, en el prólogo a las cartas, Ignacio Malaxecheverría.
Para que nos situemos: Louise está casada con el flautista Hippolyte Colet pero se lía con el filósofo Victor Cousín que luego fue Ministro de Educación. La Colet se queda embarazada. Todo esto ocurre 8 años antes de conocer a Flaubert.

1838 es un año afortunado para Louise: conoce al ilustre filósofo Victor Cousin, lo seduce, y vivirá a sus expensas dieciséis años. Hippolyte Colet no es el menos beneficiado, pues en noviembre de 1839, a pesar de la oposición de Cherubini, director del Conservatorio Nacional, obtiene la cátedra de armonía y contrapunto. En mayo del mismo año, la Academia —¿alentada por Béranger? ¿por Cousin?— corona «Le Musée de Versailles», un largo poema insípido, a gusto de Dumesnil. En 1840, Louise espera su primer hijo. En junio, el periodista Alphonse Karr escribe malévolamente en Les Guêpes (Las Avispas): «La señora Révoil, después de una unión de varios años con el señor Collet [sic], ha visto, al fin, su matrimonio bendecido por el Cielo y está a punto de dar a luz algo distinto de un alejandrino; cuando el venerable Ministro de Educación (Victor Cousin) se ha enterado de las circunstancias, consciente de su deber para con la literatura, ha hecho por la señora Collet lo que habría hecho sin duda por cualquier otra mujer de letras. La ha rodeado de cuidados y atenciones; no le permite salir, si no es en su propio carruaje. En una cena en casa del señor Pongerville, aunque estaba cansado y muy deseoso de irse a su casa, el Señor ministro esperó a la interesante poetisa, para llevarla al hogar en su propio brougham [...]. Todo el mundo espera que no rehuse el apadrinar a la futura criatura».
Las sempiternas mentes ingeniosas atribuyeron a Karr la afirmación de que el embarazo se debía a «une piqûre de cousin» [una picadura de mosquito], chiste que, de hecho, no figura en Les Guépes. En todo caso, la enfurecida Louise visita al periodista y le clava un cuchillo de cocina, sin más graves consecuencias. En su salita, muy frecuentada por la sociedad parisiense, Karr colgará el sangriento recuerdo, con una inscripción: «Regalado por la Sra. Colet... en la espalda».




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