Ilustración: Germán Gallego
Espejos en la niebla
JOSEP MARÍA LLURÓ
Los movimientos antiglobalización no han surgido in medias res. Tienen ilustres precedentes en la Historia. J. M. Lluró destaca en este artículo cómo en muchos casos se han invertido los papeles sin alterar el discurso de siempre. Europa sería así el origen de un mal que ahora se vuelve contra ella.
En 1994 Josep Fontana publicaba Europa ante el espejo, donde planteaba una revisión de la historiografía, mediante la visita a la “galería de espejos” en la cual el discurso hegemónico de las elites europeas se fue reflejando a lo largo de la historia del continente para presentarse a ella misma como el resultado de un “milagro” –el “milagro europeo”–, que contrastaría con otros desarrollos históricos menos afortunados. Este contraste justificaría la “superioridad” europea, cuya razón de ser estribaría, además, en el consenso forjado en las sociedades del viejo continente gracias a su comparación con los “otros”: el bárbaro, el rústico, el salvaje, el vulgo, etc. Decía Fontana, al concluir su libro, que, sin embargo, este mundo “otro” estaba llamando a las puertas de Europa y que no le cabía a esta parapetarse tras una muralla –física e ideológica– que intentara detener a los que estaban fuera de ella.
Las ideas de este interesante libro se hacían eco de veinte años de trabajos que habían analizado las comprensiones alternativas que se habían generado sobre la “historia universal”: narraciones que discutían la existencia real del “consenso” europeo, constataciones empíricas de cómo los procesos de expansión –dentro o fuera del propio continente– llevaban la marca no sólo de un progreso –relativo por otra parte– sino de una gran violencia contra ese “otro” que sólo con un enorme, e inútil a la larga, ejercicio de escamoteo podía ser ignorada. Se correspondían, a su vez, con las lúcidas reflexiones que cerraban, en 1978, el libro germinal de Said Orientalismo, en el que el intelectual palestino exigía una reflexión crítica por parte de los intelectuales, tanto de sus supuestos teóricos sobre “lo otro”, como de los estereotipos y clichés que deformaban nuestras visiones sobre lo que nos es ajeno, para finalmente apelar a la superación del erudito y generar, gracias a ello, “conocimiento humano”. Septiembre de 2001, marzo de 2004 y junio de 2005 mostraron la pertinencia de estas reflexiones y nos despertaron de nuestro autoengaño. Golpearon para apenas balbucear: “¿Qué y por qué ha pasado?”.
La hidra de la revolución (Crítica, 2005) es una obra sorprendente y provocadora. Es, en rigor, una novedad tanto por el tema que elige (los contactos entre marineros, esclavos, campesinos, disidentes convertidos en piratas, en el Atlántico entre los siglos XVI y XIX), como por su tratamiento interdisciplinar que desborda los límites de la historiografía para fundirlos en un estudio riguroso con los de la antropología, o la literatura. Los historiadores anglosajones Peter Linebaugh y Marcus Rediker desgranan una fascinante historia hasta ahora poco conocida o directamente olvidada. Parten de la reflexión de que el proceso de la globalización actual no ha sido un proceso homogéneo, natural y sin resistencias. Con una perspectiva histórica afilada en las herramientas de la “historia desde abajo”, ambos autores rastrean la insólita historia que une a los levellers y diggers ingleses –partidarios de la defensa de la propiedad comunal y de la abolición de la esclavitud tal como lo expusiera uno de sus portavoces, Gerard Winstanley–, derrotados por la alianza entre burguesía y nobleza en 1649, con las sublevaciones en las plantaciones americanas durante los siglos XVIII y XIX, el levantamiento del pescador Masaniello en el Nápoles de 1647, los motines populares, las ciudades portuarias americanas del siglo siguiente, la “democracia marítima” de la piratería caribeña, el milenarismo religioso jamaicano o el sincretismo afroamericano. Estos autores rastrean la historia silenciada del “proletariado atlántico”, de la “turba variopinta” que en estos siglos construyó efectivamente un discurso racional sobre la democracia, la defensa de la propiedad comunal, y la necesidad de resistir al capitalismo incipiente.
La heráldica y la literatura del XVII utilizaban la figura del héroe civilizador
Hércules como emblema de la ideología de progreso que dirigía el despliegue del capitalismo desde el siglo XVI. Ante este proceso de civilización, el peligro, recogido por ilustradores, poetas y pensadores de la burguesía, era la terrible hidra. Esa hidra se encarnaba, en los siglos que estudian estos autores, en los diversos enemigos de la privatización de las tierras comunales, de la esclavitud, de la discriminación sexual o racial. Esa hidra terrible, cien veces decapitada y cien veces resucitada, se alzaba una y otra vez a ambos lados del Atlántico bajo un estandarte siempre repetido aunque declinado de diversas formas: “Dios no hace acepción de personas”.
La hidra de la revolución ofrece una narración científica que puede serle útil a aquellos movimientos antiglobalización que rehuyen la demagogia y la simplificación de la que otros hacen gala. La obra de Linebaugh y Rediker les ofrece a los primeros una explicación de cómo su lucha de hoy es heredera de la resistencia activa a las injusticias de un capitalismo que capturó para sí la ideología del progreso, con el objeto de justificar la concentración de la riqueza y la acumulación original de capital que llevaría al triunfo en Occidente de la burguesía industrial y liberal en el XIX.
Este occidente, por cierto, o para ser más exactos, su imagen estereotipada y en cliché, es el tema que analizan Ian Buruma y Avishai Margalit en su libro Occidentalismo (Península, 2005). Es la historia de este concepto, que es la inversión del pergeñado por Said 24 años antes (la edición original inglesa es de 2002). Una historia también intercontinental. Pero si la anterior tenía como eje transversal el Atlántico, esta recorre los caminos que llevan desde Europa a Egipto, el mundo árabe y Extremo Oriente. Buruma –autor de Anglomanía– y Margalit –profesor de Filosofía en la Universidad hebrea de Jerusalén– analizan el discurso anti-occidental que desde el siglo XIX, tanto en Europa como fuera de ella, ha articulado un discurso combativo, reductor y violento contra lo que es considerado por este discurso como la fuente de donde emanan todos los males del mundo. Con un tono pausado y con unas ideas que pretenden romper con los consensos pseudo-progresistas –que animan, por cierto, algunos de los eslóganes de la antiglobalización– estos dos autores examinan las líneas evolutivas fundamentales de este “occidentalismo”. Su objetivo es denunciar el mundo “mecánico y sin alma” asociado a la ascensión y consolidación del capitalismo y de la democracia liberal. Sus raíces se hunden en la Contrarreforma. Sus primeros brotes se observan en la contra-ilustración y los movimientos románticos conservadores. Madura con las críticas de los eslavófilos rusos a la Europa “sin alma” del siglo XIX, y es combustible principal de los fascismos europeos. Finalmente muta y se traslada a las elites dirigentes del mundo colonial donde se escinde en dos vertientes: por un lado, la crítica a la totalidad del mundo occidental, visto, en su versión más esperpéntica, como “el gran satán”; por el otro, el relativismo cultural que reduce la universalidad de los derechos humanos a un programa de intenciones.
A través de un brillante paseo por algunos lugares de la modernidad –el desarrollo urbano, la expansión comercial, la libertad de pensamiento y el desarrollo científico-tecnológico– Buruma y Margalit van identificando los antagonistas subterráneos de estos procesos. Así, ante la cosmopolita y “disoluta”, y a veces soberbia, ciudad occidental, el Romanticismo, los fascismos europeos y los movimientos étnicos de los dominios coloniales levantarán la bandera de la pureza de la “comunidad espiritual”, cuyo ADN se encuentra intacto en el folklore, en la comuna campesina, en la tradición pre-capitalista. Ante la “decadencia moral” de un mundo regido por el dinero y los valores comerciales –asociados siempre a lo “semítico”, otro de los objetivos del discurso antioccidental–, el occidentalismo creará una ideología de la muerte, vertebrada en la idea de la guerra purificadora, de la sangre que lava el pecado y regenera las sociedades postergadas.
El capítulo dedicado al pensamiento occidental y sus detractores me parece especialmente interesante. Por sus páginas desfilan Nietzsche, los contra-ilustrados franceses, los pensadores nihilistas rusos, los defensores del decisionismo político que debía contribuir a la construcción de la Heimat racial germana –Heidegger y Schmitt–, y los críticos del racionalismo occidental. Porque, y ahí reside el principal interés de este libro, tanto el “occidentalismo”, como el “orientalismo”, es un discurso (en el sentido en que Said utilizaba el concepto prestado de Foucault) construido por eruditos e intelectuales occidentales, para someter, dominar y –en última instancia– eliminar aquello que es percibido como inquietante, amenazador e impuro. Los dos últimos capítulos están dedicados a analizar cómo este pensamiento nacido en Europa llega a las elites intelectuales de las sociedades asiáticas y musulmanas para convertirse en justificación de una “guerra santa y justa” contra la nueva jahilliya (idolatría) que representa el mundo occidental. En el capítulo de las conclusiones los autores observan que las nuevas formas de lucha terrorista en Israel, Madrid, Londres o Nueva York son mucho más letales, no porque se inspiren en viejos textos sagrados malintepretados, sino porque son una síntesis nueva “de fanatismo religioso e ideología moderna, vieja intolerancia y de moderna tecnología”.
La hidra de la revolución y Occidentalismo ofrecen a quien quiera acercarse a sus páginas un planteamiento riguroso y estimulante de los problemas que arroja la globalización en un mundo donde las diferencias sociales, económicas, culturales y políticas atraviesan los campos de las culturas, las identidades y las narraciones que las sustentan. Así la difusión de los discursos anti-modernos que en un primer momento se alinearon a favor de la burguesía triunfadora contra el “vulgo amenazador” sirven hoy de inspiración a nuevos cultos a la muerte que se justifican en los silencios profundos de dioses mudos. Ese anti-occidentalismo, que se mira en un espejo hundido en la niebla, emerge de la fisura de las imágenes con las que el Occidente triunfador del siglo XIX se vio a sí mismo investido de los atributos del héroe civilizador dispuesto a cortar todas las cabezas de una hidra que al fin y al cabo reclamaba que “Dios no hace acepción de personas”.
JOSEP MARIA LLURÓ Es profesor de Historia.
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