sábado, 10 de marzo de 2012

345.- KARL KRAUS. Escuela de la Resistencia




KARL KRAUS. Escuela de la Resistencia

Elías Canetti
Traducción: Marie Claire Figueroa


Karl Kraus nació en Jicin, Bohemia en 1874 y murió en Viena en 1936. De 1899 a 1935 editó su periódico Die Fackel (La Antorcha) 900 números compilados actualmente en 23 mil páginas- entre cuyos lectores estaban hombres como Sigmund Freud, Arnold Schonberg, Georges Trakl, Alban Berg, Ludwing Wittgenstein, Bertold Brecht, Walter Benjamin, Max Horkheimer, Theodor W. Adorno y Elías Canetti, quien escribió una novela basada en su personalidad: La antorcha en el oído. Esto porque Kraus era, ante todo, un actor que leía ante grandes auditorios, interpretando todas las voces: obras de dramaturgos como Ibsen o Shakespeare. Muy joven se reveló como uno de los grandes escritores europeos. En 1906 aparecen sus primeros aforismos en La Antorcha, que fueron saludados con entusiasmo por Herman Hesse. Sus obras en libro son Worte in Versen, Los últimos días de la humanidad (1919), La tercera noche de Walpurgis (1933) y Los forros de la vida. Su obra periodística es un arcoiris, referencia fundamental de la crítica de la cultura moderna.

In:Elías Canetti
La conscience des mots
1965

En la primavera de 1924 —algunas semanas después de mi regreso a Viena— unos amigos me llevaron por primera vez a una sesión de lectura por Karl Kraus.
La gran sala del Konzerthaus estaba a reventar. Sentado hasta el fondo, no podía ver gran cosa: un hombrecillo, más bien delgadito, inclinado un poco hacia adelante, la cara afilada hacia abajo, de una asombrosa movilidad, la que yo no comprendía, quien tenía algo de criatura desconocida, de animal recién descubierto; no hubiera podido decir cuál. La voz, incisiva y vibrante, dominaba la sala con soltura con bruscos y frecuentes crescendos.


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Izis.1949

Pero lo que pude observar de modo muy preciso fue la gente en mi alrededor. El ambiente de la sala me recordaba las grandes reuniones políticas a las que estaba acostumbrado: como si todo lo que el orador tenía que decir era sabido y esperado. Para el recién llegado, quien había permanecido ocho años, tal vez los más importantes —de los diez a los dieciocho años— lejos de Viena, todo esto, en sus mínimos detalles, era nuevo y desconcertante: porque lo que aquí se decía, y se decía como algo muy serio, con un énfasis apasionado, se refería a innumerables aspectos de la vida pública y aun privada. Primero era vertiginoso sentir que, en una ciudad, sucedían tantas cosas dignas de anotarse y que atañían a todo el mundo. La guerra y sus secuelas: vicio, asesinatos, codicia, hipocresía; pero también errores tipográficos, extraídos de algún contexto; todo esto era señalado con la misma fuerza impetuosa y puesto en la picota, entregado con una especie de frenesí a miles de personas quienes entendían todo hasta la palabra más ínfima, desaprobando, aclamando, reaccionando con burla y júbilo.
¿Confesaré que fue lo repentino del efecto de masa que más me desconcertó, de buenas a primeras? ¿Cómo era posible que todo el mundo supiera exactamente de que se trataba, lo hubiera reconocido ya de antemano y desaprobado, y fuera ávido de verlo aquí condenado? Todas las acusaciones se proferían en una lengua curiosamente cimentada con algo de artículo de código, sin falla ni fin, comunicando la impresión de haber empezado hacía años y de poder continuar, de modo inmutable, durante años. El parentesco con la esfera del derecho se revelaba también por esto: que todo suponía una ley reconocida y segura, intocable. Evidente era el bien, evidente era el mal. Duro y natural como un granito que nadie hubiera podido rayar o cubrir con grafitis.
Sin embargo se trataba de una ley de una especie muy particular; es así como pude sentir desde la primera vez, a pesar de no haber sido familiarizado con los culpables transgresores, cómo estaba empezando a someterme a ella. Porque lo inconcebible y lo inolvidable —inolvidable para quienquiera que lo haya comprobado por más que haya alcanzado los trescientos años— era que esta ley ardía: irradiaba, calcinaba y exterminaba. De estas oraciones organizadas como fortalezas ciclópeas, encajándose siempre de modo exacto, brotaban de repente relámpagos, nada inofensivos, nada luminosos, simples recursos teatrales, pero mortales; y el proceso del castigo fulminante, que se desarrollaba en público, en el mismo instante, en los oídos de todos, tenía algo de tan terrorífico y formidable que nadie hubiera podido eludirlo.
Cada veredicto era ejecutado en el acto. Una vez formulado, era irrevocable. Todos asistíamos al suplicio. Lo que creaba entre la gente de la sala una especie de arrobamiento no era tanto la sentencia como su ejecución inmediata. Entre las víctimas, indignas la mayor parte del tiempo, unas se defendían y no aceptaban su suplicio. Muchos se abstenían de combatir abiertamente; pero algunos recogían el guante; y la persecución despiadada que empezaba entonces era un espectáculo saboreado plenamente por el auditorio. Necesité decenios para entender que Karl Kraus había logrado formar con intelectuales una jauría: masa que se juntaba en cada sesión de lectura, para existir con agudeza hasta el sacrificio de la víctima. Tan pronto como la víctima era silenciada, esta cacería terminaba. Entonces podía empezar otra.
El universo de las leyes que cuidaba Karl Kraus, con “voz de cristal”, como “mago iracundo” —éstas son las palabras de Trakl— unía dos esferas que no se manifiestan siempre en una relación tan estrecha: la de la moral y la de la literatura. Nada, en el caos intelectual después de la Primera Guerra Mundial, era tal vez más necesario que este amalgama.
¿De qué medios disponía Kraus para obtener su efecto? Hoy citaré solamente los dos principales: la literalidad y la indignación.
La literalidad, para empezar por allí, se manifestaba en su soberano empleo de citas. La cita, tal como la usaba, servía de testimonio contra quien era citado; a menudo era el punto culminante, el cumplimiento de lo que el comentarista tenía que presentar. Karl Kraus condenaba a la gente por su propia boca, por así decirlo. Sin embargo, el origen de esta maestría —no sé si ya se percibió claramente la conexión— estribaba en lo que llamaría la cita acústica.


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Ricardo Calero / Bosnia. 1996

A Kraus le perseguían voces, una disposición que no es tan rara como podría uno creerlo, pero con la diferencia siguiente: las voces que lo perseguían existían, en la realidad vienesa. Eran jirones de frases, palabras, exclamaciones que él podía oír por todos lados, en las calles, las glorietas, los almacenes. La mayor parte de los poetas, en esa época, era gente que sabía captar por el oído. Estaban dispuestos a ocuparse de sus semejantes; a veces a escucharlos; las más de las veces a replicarles. Es el pecado original del intelectual pensar que el mundo se compone de intelectuales. Kraus también era un intelectual sino, no hubiera pasado días enteros leyendo periódicos, por añadidura los más diversos, en los que aparentemente se encontraba siempre lo mismo. Pero su oído, estando constantemente abierto —nunca se cerraba, siempre activo, oía siempre— tenía que leer también estos periódicos como si los oyera. Las palabras negras, impresas, muertas, eran para él palabras sonoras. Cuando las citaba entonces, era como si hiciera hablar voces: citas acústicas.
Sin embargo, como citaba todo, sin distinción, sin omitir voz alguna, sin pasar por alto ninguna; como coexistían todas una al lado de la otra, en una especie de curiosa igualdad de derechos, sin tomar en cuenta el rango, el peso y el valor, Karl Kraus era, sin comparación, lo que Viena podía ofrecer de más vivo.
Era la más extraña de todas las paradojas: él que desestimaba tanto —desde el Español Quevedo y desde Swift, el más infalible despreciador de la literatura universal, una suerte de plaga enviada por Dios a la humanidad culpable— daba la palabra a todo el mundo. No hubiera podido sacrificar la más ínfima, la más insignificante, la más hueca de las voces. Su grandeza consistía en esto, que sólo él, literalmente, confrontaba, escuchaba, auscultaba, atacaba y fustigaba al mundo, hasta donde lo conociera [en la medida en la que lo conociera] —es decir su mundo—, en cada uno de sus representantes; y eran innumerables. De este modo, era lo contrario de todos estos poetas —que formaban la aplastante mayoría— quienes adulaban a los seres humanos para ser amados y alabados por ellos. Sobre la necesidad de personajes como él, precisamente porque nos hacen tanta falta, no es preciso, pienso, extenderse.
En estas consideraciones, insisto sobre el Kraus vivo, en nuestro caso Kraus tal como era cuando hablaba a muchas personas al mismo tiempo. No lo repetiremos demasiado: el Karl Kraus real, estruendoso, que sacudía y atormentaba, el Kraus que se infiltraba hasta en la sangre, por el que uno se sentía seducido y trastornado a tal grado que se necesitaban años para reunir fuerzas y fortalecerse contra él, era el orador. En mi vida he conocido orador semejante, en ninguna de las lenguas europeas con las que estoy familiarizado.
Sus afectos —y con qué riqueza los elaboraba— se comunicaban todos, cuando hablaba, a sus auditores, volviéndose los de ellos, de golpe. Se necesitaría un libro para estudiar seriamente estos afectos; describir su ira, su sarcasmo, su amargura, su desprecio, su adoración cuando se trataba del amor y de las mujeres —también era gratitud caballeresca hacia este sexo mismo—; su compasión y su dulzura hacia los desposeídos; la temeridad asesina con la que acorralaba a los poderosos; su voluptuosidad cuando los calaba de parte a parte, arrancando al juego austriaco su máscara de debilidad; el orgullo con el que establecía una distancia; la veneración siempre activa por sus dioses, entre los cuales los había tan diferentes, a pesar de todo, como Shakespeare, Matthias Claudius, Goethe, Nestroy, Offenbach.
Ahora no puedo más que citar estos afectos; aunque, al enumerarlos, me muero de las ganas de relatar, respeto a ellos, toda clase de cosas concretas; todavía más: imitarlo con la misma exactitud que si acabara de salir de una de sus sesiones de lectura. Pero hay un afecto que mencioné antes y que, sin embargo, debo subrayar. Es lo que calificaría de propiamente bíblico en él: su indignación. Si fuera preciso limitarnos a una cualidad que lo distinguiera de todos los demás personajes públicos de su tiempo, entonces sería ésta: Karl Kraus era el maestro de la indignación.
Hoy todavía es fácil convencerse de ello para quien abre Los últimos días de la humanidad. Esto salta a la vista, hasta qué punto ve siempre lado a lado a los que la guerra ha humillado y abotargado: a los mutilados de guerra y a los que se aprovecharon de ella; al soldado ciego y al oficial quien quiere ser saludado por él; al noble rostro del ahorcado y la mueca mofletuda de su verdugo; aquellas no son cosas a las que nos ha acostumbrado el cine con sus contrastes fáciles; todavía están cargadas con una indignación que nada podrá apaciguar.
Cuando las decía, miles de personas quedaban paralizados con ellas; por más veces que hubiera leído esos textos, su indignación, cada vez regenerada por la fuerza de la visión original, llenaba a todo el mundo. De este modo, llegó a crear al menos un sentimiento unitario e inmutable en sus oyentes: el de un odio absoluto por la guerra. Se necesitó una segunda guerra mundial y, después de la destrucción de ciudades enteras, su producto verdaderamente específico, la bomba atómica, para que este sentimiento se volviera general y casi cayera por su propio peso. Karl Kraus, a este respecto, fue como un precursor de la bomba atómica; los terrores de ésta ya estaban contenidos en su palabra. Este sentir suyo, hoy, aun los potentados deben constatarlo y admitirlo cada vez más: a saber que las guerras son absurdas, para los vencidos como para los vencedores; por lo tanto, son imposibles y su abolición irrevocable sólo una cuestión de tiempo.
En cuanto a mí, haciendo caso omiso de aquello, ¿qué aprendí de Karl Kraus? ¿Qué hizo pasar en mí hasta tal punto que ya no podría separarlo de mi persona?
Primero, hay aquí el sentimiento de absoluta responsabilidad. Lo tenía ante mí bajo una forma que rayaba en la posesión; y nada que fuera menor parecía digno de ocupar una vida. Hoy todavía, este modelo se alza ante mí con tal fuerza que todas las formulaciones ulteriores de la misma exigencia no pueden parecerme de otro modo que insuficientes. Existe este término indigente de “compromiso”, predestinado a la trivialidad y que prolifera como hierba mala. Es como si se precisara tener una relación de empleado con las cosas más importantes. La verdadera responsabilidad es incomparablemente más profunda porque es soberana y se determina ella misma.
En segundo lugar, Karl Kraus me abrió el oído; y nadie hubiera podido hacerlo como él. Desde que lo escuché, ya no me es posible dejar de escucharlo. Empezó con los ruidos de la ciudad alrededor, las exclamaciones, los gritos, las incorrecciones de la lengua atrapadas al vuelo en particular las falsedades e impropiedades. Todo esto era, en efecto, crónico y espantoso a la vez; y el vínculo entre estas dos esferas fue para mí desde entonces, algo perfectamente natural. Gracias a él empecé a entender que el individuo tiene una forma lingüística por la que se aparta de todos los otros. Entendí que los seres se hablan, desde luego, pero que no se comprenden; que sus palabras son golpes que rebotan sobre las palabras de los demás; que no hay ilusión más grande que la de creer que la lengua pudiera ser un medio de comunicación entre los seres. Habla uno al otro, pero de tal modo que no oiga. Sigue uno hablando y oye menos todavía. Grita uno y él grita a su vez; la eyaculación que, mal que bien, vive en la gramática, se adueña de la lengua. Como pelotas, las exclamaciones prorrumpen por ambas partes, reparten sus golpes y vuelven a caer al suelo. Rara vez algo penetra en el otro; y si, a pesar de todo, sucede, entonces es algo erróneo.


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Izis. 1976

Pero estas palabras, que no pueden oírse, que aíslan, que crean una suerte de forma acústica, no son extrañas o nuevas, inventadas por criaturas preocupadas por su unicidad: son las palabras más comúnmente empleadas, frases estereotipadas; de lo más trivial; lo que se ha dicho más de cien mil veces; y esto es, precisamente, lo que utiliza la gente para significar su voluntad propia. Que sean hermosas, feas, nobles, vulgares, sagradas, profanas, las palabras se encuentran todas en esta reserva tumultuosa; y cada uno pesca allí lo que conviene a su pereza; para repetirlo hasta que esté irreconocible, hasta que diga algo totalmente diferente, lo contrario de lo que significó alguna vez.
La desfiguración de la lengua lleva al caos de los personajes disociados. Karl Kraus, cuya sensibilidad al abuso de la lengua estaba aguzada en sumo grado, tenía el don de atrapar in statu nascendi los productos de este abuso y nunca más perderlos. Para quien lo escuchaba, se abría una nueva dimensión de la lengua inagotable y utilizada antes sólo de manera esporádica, no muy consecuente, realmente. La gran excepción a esta regla, Nestroy, del que Karl Kraus ha aprendido tanto como yo aprendí de él, la recuerdo hoy solamente en passant.
Porque quisiera hablar ahora de algo en contraste asombroso con la espontaneidad de su oído: la forma de su prosa. Puede uno escoger cualquier trozo de prosa de Kraus, de la extensión que sea, y recortarlo en dos, cuatro, ocho, dieciséis, sin quitarle nada realmente. Las páginas se agregan de modo regular a las páginas. Pueden estar más o menos bien logradas; por un engranaje de naturaleza puramente externa sin embargo, continúan siguiéndose sin un final previsible y necesario.
Cada trozo designado por él como tal con un título, podría ser dos veces más o dos veces menos largo. Ningún lector desprevenido podrá determinar por qué esto no se detuvo mucho antes, por qué no se detendrá antes de mucho tiempo. Reina una arbitrariedad de la continuación sin regla visible. Mientras le venga algo a la mente, esto sigue; las más de las veces, durante mucho tiempo le viene algo a la mente. Nunca está presente un principio de estructuración jerarquizado.
Porque la estructura, que hace falta para el conjunto, se manifiesta en cada frase aislada y salta a la vista. Todos los anhelos de construcción de tantos escritores se agotan en Karl Kraus en la frase aislada. Su preocupación concierne ésta de tal modo que sea intocable, sin fallos, sin incidentes, sin la mínima coma equivocada; y frase tras frase, trozo tras otro, se organiza entonces una muralla de China por todos lados bien ajustada; en ninguna parte se desconocería su carácter; pero lo que circunvala de verdad, nadie lo sabe. No hay reino detrás de esta muralla; ella misma es el reino; toda la savia del reino, que tal vez existió, pasó en su construcción. Ya no es posible decir lo que estuvo adentro, lo que estuvo afuera; el reino se extendía por todas partes; y es una muralla por fuera como por dentro. Ella es todo lo que es; es su propio fin, ciclópeo; atravesando el mundo por montes, valles y muchos, muchos desiertos. Tal vez le parece —porque vive— que todo, excepto ella, está destruido. De las legiones que la poblaban, a quienes les tocaba su custodia, no quedó más que un guarda solitario. Este guarda solitario continúa al mismo tiempo, solitariamente, construyéndola. A donde quiera que vuelva la mirada dentro de las tierras, siente la necesidad de edificar un nuevo tramo. Para esto, dispone de los materiales más diversos, logra transformarlos todos en nuevos bloques. Puede uno pasearse durante años sobre esta muralla sin que tenga fin.
Fue un malestar ante la naturaleza de esta muralla, creo, y el espectáculo desolador del desierto por doquier, que causaron mi rebelión poco a poco contra Kraus. Porque los bloques con los que edificaba eran veredictos; en ellos se había colado toda la vida de la comarca alrededor. El custodio se había vuelto veredictómano; para constituir sus bloques y su muralla, necesitaba cada vez más veredictos; y se los apañaba a costa de su propio reino. Lo que tenía que haber conservado, lo estrujaba para sus propósitos, elevados sin duda; pero, en los alrededores, todo se volvía cada vez más vacío; y finalmente, uno podía sentirse acosado por el miedo de que la erección de esta muralla indestructible de veredictos se hubiera vuelto la meta misma de su vida.
El meollo del problema es que se había apropiado, para él solo, todo veredicto; y que no permitía a los demás, para quienes era un modelo, que emitieran el suyo propio. La consecuencia de esta coerción, quienquiera que le tuviera interés, podía muy pronto observarla sobre sí mismo.

Lo que sucedía primero, después de escuchar diez o doce sesiones de lecturas de Karl Kraus, después de un año o dos de lectura de la Fackel, era un encogimiento generalizado de la voluntad de emitir uno mismo un veredicto. Había una invasión de decisiones fuertes, inexorables, que no dejaban lugar a la duda más leve. Lo que había sido, una vez, decretado por esta instancia superior era una causa vista; hubiera parecido arrogante averiguar uno mismo; y así, ya no se tocaba a los autores quienes habían sido reprobados por Kraus. Pero bastaban también pequeñas observaciones al margen expresadas con desprecio, que brotaban como la hierba entre los bloques de sus frases-fortín, para que se evitara su objeto para siempre. Se efectuó una especie de reducción: mientras anteriormente, durante mis ocho años lejos de Viena transcurridos en Zürich y Francfort, exploraba toda la literatura como un lobo ávido de lectura, ahora empezaba para mí un periodo de restricción, de reserva ascética. La ventaja era que nos dedicábamos todavía más intensamente a lo que Kraus dejaba subsistir: Shakespeare y Goethe naturalmente; Matthias Claudius, Nestroy, a los que verdaderamente revivió y reveló —fue su hazaña más personal y más rica en consecuencias—; el joven Gerhart Hauptmann —hasta Pippa del que le gustaba leer el primer acto—, Strindberg y Wedekind, quienes, los primeros años, habían tenido el honor de ser publicados en la Fackel; entre los modernos todavía, Trakl y Lasker-Schüler. Lo vemos, no eran los peores a los que estábamos reducidos. En cuanto a Aristófanes, de quien él preparaba una adaptación, yo no lo necesitaba, pero no habría logrado desaficionarme de él, tampoco de Gilgamesh y de la Odisea; estos tres se habían vuelto para mí, desde hacía mucho, la médula íntima de mi mente. No se metía con los novelistas y los narradores en general; creo que no le interesaban mucho; y esto era una bendición. Así, aun bajo su dictadura más despiadada, pude leer con toda quietud a Dostoïevski, Poe, Gogol y Stendhal, y asimilarlos como si Karl Kraus no hubiera existido. Llamaría esto mi época clandestina en sótano durante este periodo. A ellos así como a los pintores Grünewald y Brueghel, a los que su palabra no alcanzaba, yo pedía prestadas, sin darme cuenta, las fuerzas para la rebelión ulterior.


Fotografia
Steve McCurry / Bombay, India. 1994

Porque, en ese entonces, experimenté realmente lo que significaba vivir bajo una dictadura. Era su partidario voluntario, y adicto, y apasionado y entusiasta. Un enemigo de Karl Kraus era un ser condenable, inmoral, y aun si, a la inversa de lo que se practicó en las dictaduras ulteriores, no llegué a exterminar a la supuesta gentuza, sin embargo tuve, debo confesarlo con gran vergüenza mía —no lo podría decir de otro modo— yo también tuve mis “Judíos”; seres de los que me apartaba cuando los encontraba en almacenes o en la calle; a los que no honraba con una sola mirada; cuya suerte no me concernía; quienes, para mí, estaban puestos al margen y rechazados; cuyo contacto me hubiera mancillado; a los que, con toda seriedad, ya no colocaba entre la humanidad: las víctimas y los enemigos de Karl Kraus.
A pesar de todo no fue una dictadura exenta de resultados; y como yo mismo me había sometido a ella, y que también logré, al fin, zafarme de ella yo mismo, no tengo ningún derecho de acusarlo. También perdí radicalmente el afición, precisamente adquirida por experiencia, a esta mala costumbre de acusar a los demás.
Es importante tener un modelo que tenga un mundo rico, turbulento, imposible de confundir con otro; un mundo que él hiciera suyo por el olfato, la vista, el oído, el sentir, el pensamiento. Es la autenticidad de su mundo, la que constituye el modelo propiamente dicho: lo por que se ejerce la impresión más profunda. Por este mundo, se deja uno envolver y subyugar; y no podría imaginar a ningún poeta quien no hubiera sido, al hacer sus primeras armas, dominado y paralizado por una autenticidad ajena. Es en la humillación del forcejeo padecido, cuando siente que no posee nada suyo, que no es él mismo, que no sabe quién es él, que sus fuerzas ocultas empiezan a agitarse. Su persona se articula, se estructura por la resistencia; por dondequiera que se libere, algo había que lo liberó.
Sin embargo, entre más rico el mundo que lo tenía sujetado, más su propio mundo, que se va apartando de éste, tendrá que volverse rico a su vez. Por esto es bueno desear modelos fuertes. Es bueno entregarse a tal modelo, con la condición sin embargo que, en secreto, en una especie de oscuridad servil, quede uno fiel al suyo, del que con razón, se avergüenza uno, porque no es visible todavía.
Funestos son los modelos que extienden su dominio hasta esta oscuridad y lo dejan a uno sin respirar hasta este último, miserable sótano. Pero esos modelos de otra especie que practican la corrupción y, demasiado rápido, se vuelven útiles para nimiedades, son iguales de peligrosos; los que hacen creer que existe ya algo en sí, simplemente porque se inclina uno y se humilla uno ante ellos. Tal como un animal amaestrado, vive uno finalmente de sus favores; y se conforma uno con golosinas de su mano.
Porque nadie quien hace sus primeras armas puede saber lo que va a encontrar en sí mismo. ¡Cómo siquiera podría sospecharlo ya que esto no existe todavía! Con herramientas prestadas excava el terreno que también es prestado y foráneo, es decir ajeno. Si se encuentra de repente, por primera vez, ante algo que no reconoce, que le llega de ninguna parte, se asusta y titubea puesto que aquí está su bien propio.

A veces es poca cosa: un cacahuate, una raíz, una piedra minúscula, una picadura venenosa, un olor nuevo, un sonido inexplicable; o, tal vez, de golpe, una vena profunda y sombría; si tiene el ánimo y la sangre fría para despertarse del primer vértigo atemorizado, para reconocerlo y nombrarlo, entonces empieza su propia vida, su vida propiamente dicha.

http://www.cicloliterario.com/ciclo50julio2006/karlkraus.html

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