Vaticano Secreto
Las salas de la memoria
Desde hace 400 años, el Archivo Secreto Vaticano custodia los documentos más importantes de la historia de la Iglesia. Algunos de ellos salen hoy a la luz.
Por Marco Merola
Fotografías de Marco Ansaloni
Si en lugar de paseos y parterres de césped tuviese un pavimento transparente, el Patio de la Piña de los Museos Vaticanos se convertiría en el lugar más fotografiado de Italia y del planeta entero. En vez de recorrerlo a buen paso en dirección a la Capilla Sixtina, los visitantes se detendrían a contemplar el enrevesado laberinto de pasillos que se despliega bajo sus pies: el corazón del Archivo Secreto Vaticano.
El «búnker», como lo llaman quienes trabajan en él, es un cubo de hormigón armado destinado a proteger tesoros de incalculable valor. Cartapacios, libros de familias nobles romanas, registros papales, actas de tribunales eclesiásticos, correspondencia diplomática. Millones de datos y fechas, nombres, hechos. Historias de papas y de ejércitos, de descubrimientos geográficos que cambiaron el rumbo de la historia, vívidos testimonios de católicos devotos y de peligrosos herejes. Un compendio de al menos mil años de historia del mundo.
«En su interior hay 85 kilómetros lineales de estanterías», explica Antonio del Brocco, joven colaborador del Archivo a quien el prefecto, monseñor Sergio Pagano, ha encomendado la misión de guiarnos. Antonio viste un impecable traje azul. Saluda con efusión a todo el mundo que se encuentra por el camino, entre ellos un joven de su edad con bata y escoba: «Hoy le toca a él, pero hace unos días la limpieza la hice yo». Los chicos empiezan desde abajo, trabajan duro y en un ambiente de camaradería. Y aprenden a hacer de todo. «A menudo trabajo también de ayudante en la sala de consultas, el puesto con el que sueño», prosigue Antonio. Sus colegas y él, todos titulados en archivística por la Escuela Vaticana perteneciente al propio Archivo, tienen la misión de atender las solicitudes de documentos de los estudiosos. Anotan la signatura en un formulario y se adentran en el búnker o en los demás espacios del edificio donde se conservan los documentos originales. Reaparecen una vez han encontrado lo que buscaban.
A las siete de la mañana el Archivo está en plena actividad. Se devuelven a los depósitos decenas de tomos prestados para su consulta el día anterior y se reordenan; todos los encargados van de punta en blanco, e incluso el prefecto y el viceprefecto, el padre Marcel Chappin, un jesuita holandés, están ya en sus despachos. Dentro de una hora los estudiosos entrarán por la puerta de Santa Ana y procederán a ocupar sus puestos en los bancos para aprovechar al máximo la mañana. De hecho, solo a algunos se les concede el privilegio de regresar por la tarde. Problemas de plantilla. «Piense que otros grandes archivos del Estado italiano cuentan con el doble de personal que nosotros.»
Cada 30 o 35 años las nunciaturas apostólicas, es decir, las representaciones diplomáticas de la Santa Sede repartidas por el mundo, remiten a Roma todos los documentos acumulados. A ellos se suman los aportados por la Curia romana, congregaciones, tribunales y negociados. Una mole impresionante de papeles que se añaden a lo custodiado. En cambio, ya no puede llegar nada de familias particulares. En su día los Borghese, los Rospigliosi, los Boncompagni-Ludovisi eran libres de donar sus archivos al Vaticano, pero desde la Segunda Guerra Mundial el Estado italiano se arroga el deber de tutelar su propio patrimonio documental haciendo valer la posesión iure soli, esto es, por derecho territorial.
La historia oficial del Archivo Secreto Vaticano comienza en 1612, año de su fundación por parte del papa Paulo V Borghese. (Con ocasión del cuarto centenario de la fundación del Archivo, una muestra significativa de los documentos más preciosos se exhibe estos días y durante los próximos meses en la exposición Lux in arcana, organizada por Roma Capitale y Zètema y habilitada en los Museos Capitolinos.) La historia oficiosa, empero, comienza antes.
El prefecto tiene ante sí numerosos folios, amarillentos por el paso del tiempo, que lo confirman. Son peticiones de personas que escribían al Papa ya en el siglo XVI (Archivum Secretum significa privado, de exclusiva pertenencia del Pontífice) para solicitar documentos o información, o con las exigencias más variopintas. «Mire esto, es la petición de un miembro de la familia Cenci que, hallándose procesado, necesitaba una escritura notarial que lo exculpase. Se le respondió que el documento en cuestión no se localizaba. El Archivo remitía copias de todo siempre que podía. Jamás fue una entidad muerta, sino una institución plenamente viva.»
La Iglesia siempre ha considerado imprescindible conservar su propia memoria, desde el mismo momento en que las persecuciones pusieron en riesgo su existencia. Así, después del edicto de Constantino en el año 313 d.C. y la consecuente salida de la clandestinidad de la religión cristiana, empezaron a recogerse códices litúrgicos y documentos de registro en unas oficinas administrativas llamadas sacra scrinia. De aquel período no ha sobrevivido nada. Conquistas, incendios y expolios han borrado para siempre la memoria de épocas históricas enteras.
Los documentos más antiguos conservados en el Archivo Secreto datan de los siglos VIII-IX. El Liber diurnus Romanorum Pontificum es el formulario eclesiástico más antiguo, seguido de un pergamino del año 809 que sanciona una donación a la iglesia de San Pietro in Castello en la ciudad de Verona. El acta forma parte del Fondo Véneto, que de por sí conserva cerca de 17.000 pergaminos. Una gota en un océano de documentos pendientes de estudio.
«Tenemos más de 650 fondos y no cesan de llegar otros nuevos –explica el secretario general Luca Carboni–. El archivo de la Secretaría de Estado de Juan Pablo II, por ejemplo, nos ha transferido 15.000 “sobres” (el término técnico para definir los cartapacios). Si calculamos una media de 500 folios por sobre, estamos hablando de 15 millones de páginas. Ya está todo abierto, sellado, paginado y descrito minuciosamente, pero todavía tenemos que reordenar algunos fondos medievales…»
Tras haber explorado el búnker y las salas climatizadas que contienen los pergaminos más valiosos, es hora de hurgar en la historia, a la búsqueda de testimonios directos sobre hechos y personajes que no siempre han hallado un espacio en los libros de texto. «¿Alguna preferencia? –pregunta Carboni–. Lo importante es que la solicitud se haga con bastante antelación, porque tenemos que localizar los documentos.» La elección se circunscribe a dos períodos: los siglos XII-XIV y XVI-XVII. Después de una atenta selección de los temas, parte la orden.
Bastan unas pocas horas para llevar a cabo la operación. Un carrito cargado de rollos y volúmenes aguarda en la penumbra a que unas manos expertas se pongan a la obra. Uno por uno, el prefecto abre los documentos, los coloca en un atril y comienza a leer en voz alta, avanzando con habilidad a través de unas grafías incomprensibles para cualquier otro lector: «El marqués de la Santa Cruz me dijo ayer que desde Inglaterra le ha llegado noticia de que la Reina está armando 50 buques con más de cinco mil soldados, y que en esa armada hay un Corsario Inglés llamado Drach […]». Era el año 1585: el nuncio de Lisboa escribía al Papa que el corsario inglés Francis Drake suponía un peligro para las naves que viajaban por la ruta portuguesa.
Del mismo período, unos años antes, y del Fondo Borghese: «Relación de la jornada de las Equínadas entre la Armada Turca y la Cristiana el 7 de octubre de 1571 referida por el Comendador Romagasso». Se trata de un informe de campaña sobre la batalla de Lepanto librada en aguas griegas por las naves cristianas y otomanas.
Avanzamos por orden no cronológico: monseñor Pagano despliega ante sí dos pergaminos valiosísimos. El primero, inventariado como «Inocencio III convoca la Cruzada» es de 1198; el otro es la bula por la cual, el 2 de mayo de 1312, Clemente V transfería los bienes de la Orden de los Templarios a los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, la actual Orden de Malta. Avanza un poco en el tiempo para localizar noticias de la muerte del pintor Caravaggio en una carta que el obispo de Caserta envió el 29 de julio de 1610 al cardenal Scipione Borghese.
En el archivo todo es secreto, nada es desconocido. Como sucede con todos los archivos de Estado, los documentos no adquieren estatus de consultables hasta que ha transcurrido el período de rigor desde que se producen los hechos. En el Vaticano se trabaja por pontificados: actualmente pueden consultarse las cartas del de Pío XI, fallecido en febrero de 1939. Sigue vedado el polémico período de Pío XII: los años de la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, los albores de la Guerra Fría. «Estamos estudiando esos documentos; en estos momentos vamos por 1948-1949. Harán falta por lo menos tres años para terminar el trabajo. Hay que tener paciencia», insiste el prefecto. Algunos documentos, útiles por ejemplo para localizar personas dispersas o refugiadas en el seno de la Iglesia, ya se han desclasificado. Más recientemente, Pablo VI quiso que todas las actas del Concilio Vaticano II (1962-1965) se publicasen de inmediato.
Pero, ¿cómo trabaja un archivero? Giuseppe Lo Bianco, por poner un ejemplo, está ordenando los despachos enviados por la nunciatura de Varsovia entre los años 1921 y 1939. Su gabinete, situado en la segunda planta «noble» del Archivo, uno de los más antiguos del edificio, consta de un sencillo escritorio rodeado de armarios de madera del siglo xvii, cada uno rotulado con su etiqueta identificativa: «España», «Portugal», «Malta», «Lucerna», «Polonia»… Contienen la correspondencia entre la Santa Sede y sus nuncios.
En los legajos que hay sobre la mesa, una palabra se repite con insistencia: «Rusia». «Se refiere a la época inmediatamente posterior a la revolución bolchevique, a las persecuciones contra obispos y religiosos –explica Lo Bianco–. He encontrado muchos expedientes relativos a eclesiásticos encarcelados y condenados a muerte.» Cuando concluya la investigación, todos esos documentos podrán prestarse para su consulta.
Descender a los pisos inferiores del Archivo es casi un viaje a través del tiempo que acaba deteniéndose una vez más en los tristemente célebres templarios. Aquí no falta información sobre los caballeros más misteriosos de la historia.
Alessandro Rubechini y Maurizio Vinelli son dos expertos restauradores. Uno manipula con delicadeza el extremo de un enorme rollo de pergamino mientras el otro acerca una lámpara de luz ultravioleta que hace resaltar la tinta desvaída por el tiempo y perdida tras mohos seculares. Se trata de una pieza única en el mundo: las actas del proceso contra los caballeros de la Orden del Temple, celebrado entre 1308 y 1310 bajo el papado de Clemente V. Una sucesión de 80 pergaminos cosidos entre sí para formar un cuerpo único de 56 metros de longitud.
El objetivo principal de los restauradores era poner coto a las bacterias que estaban creando una pátina violácea en la superficie de los pergaminos. Pero los técnicos también aprovecharon la ocasión para verificar el estado de los parches aplicados en los puntos donde había agujeros. «Hace 50 años nuestros predecesores usaron un tipo de pergamino incompatible con el original por tipología y grosor, lo que ha creado tensiones en el documento que podrían traducirse en roturas», explica Vinelli. El rollo, por lo tanto, está sometido a una vigilancia especial.
Detrás de una puerta se abre el gran laboratorio de Luca Becchetti, especialista en sigilografía, la ciencia de los sellos. Trabaja en completa soledad, sin colegas ni colaboradores. Heredó esta pasión de su padre, también experto en la materia. Sobre dos mesas el erudito ha extendido decenas de sellos de cera, de plomo y de papel para estudiarlos y compararlos. Al terminar introducirá los detalles en la base de datos de su ordenador, que contiene ya cerca de 10.000 registros. Meticuloso, retira minúsculas impurezas de los yelmos, gualdrapas y caballos grabados en los sellos.
«Los más delicados son los sellos de cera virgen, porque tienden a deshidratarse y desmenuzarse –explica–. Los de plomo, conservados durante años en estuches de madera o en cartones, sufren otro proceso de degradación llamado carbonatación, que conduce a su lenta desintegración. Mi misión es diagnosticar el problema y resolverlo, sin intervenir en la iconografía.»
Entre los «descubrimientos» más recientes de Bechetti, una orden de pago cursada por el papa Paulo III Farnesio en favor de Benvenuto Cellini, el orfebre más importante del siglo xvi, por confeccionar el molde de su sello pontificio («pro manifactura plumbi apostolici»). Una pequeña anécdota histórica que confirma que ni siquiera los grandes maestros hacían ascos a aventurarse en el arte de los sellos.
Uno de los lugares más protegidos del Archivo es la cámara acorazada subterránea que custodia los sellos de oro remitidos al Vaticano por soberanos de toda Europa. «Son unos ejemplares únicos, todos ellos repujados», prosigue el restaurador, mientras extrae de un estuche un pergamino del 1 de octubre de 1555 del que pende el emblema del rey de España Felipe II. Un sello de ochocientos gramos de peso, más de once centímetros de diámetro y siete de grosor. «Se manufacturó con el oro robado a los incas por Francisco Pizarro.»
Bechetti es capaz de identificar los sellos con una facilidad pasmosa y de distinguir si los documentos son auténticos o falsos. Su especialidad tiene escasos seguidores: «En Italia, únicamente se enseña en tres o cuatro universidades». Al margen, claro está, del Vaticano. «Fue el papa León XIII quien abrió el Archivo Secreto a los investigadores en 1881 –cuenta Carboni–, y tres años después fundó la Escuela Vaticana de Paleografía, Diplomática y Archivística. En un principio atraía predominantemente personal eclesiástico, pero en la actualidad los estudiantes son en su gran mayoría seglares.»
En la asignatura anual de iniciación a la archivística se matriculan todos los años 72 alumnos divididos en dos clases. Casi todos son mujeres. Para acceder se exige una licenciatura en cualquier disciplina y una carta de presentación de un docente universitario o de un prelado. El aula en la que se imparten las clases cuenta con puestos informáticos en los cuales los alumnos comienzan a familiarizarse con los documentos antiguos. «Al principio se asustan –comenta Carboni–. En la primera clase se les pone delante un texto en lengua vulgar. Con el tiempo comprenden que aquí tienen la oportunidad de practicar con documentos que no encontrarán en ningún otro archivo del mundo. Créame, de aquí salen todos sabiendo leer perfectamente…»
Todos los años se propone a los 15 mejores alumnos del curso para unas prácticas en el Archivo Secreto. Contratar personal nuevo en estos momentos es imposible a causa de la crisis económica mundial, que, según afirman los responsables del Archivo, también se percibe en el Vaticano. «No podríamos pagar a nuevos empleados –sostiene el prefecto–. Nuestros ingresos son mínimos: solo un poco de merchandising y algún que otro souvenir que se vende a los turistas.» Tres salas del Archivo, situadas en la primera planta noble, están abiertas al público: se accede a ellas desde el Salón Sixtino de los Museos Vaticanos. «Ingresamos algo de dinero por las tareas de digitalización o fotocopiado de los documentos que solicitan los estudiosos, pero aparte de eso el servicio que ofrecemos es totalmente gratuito.»
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