Valerie Bemeriki fue una de las presentadoras estrella de la radio del odio ruandesa durante los días del genocidio/ Jon Cuesta
La voz del genocidio ruandés:
"Decíamos que eran los enemigos, que no debíamos vivir con ellos"
Entrevistamos en una prisión ruandesa a Valerie Bemeriki, una de las presentadoras de la radio que incitó al odio en el genocidio de Ruanda, condenada a cadena perpetua
"En el colegio nos enseñaban a odiar a los tutsis. Nos decían que cuando recuperaran el control del país nos exterminarían"
"Cuando naces y creces en ese entorno, es difícil distinguir entre el bien y el mal"
Por Jon Cuesta - Kigali (Ruanda)
27/04/2014
Era un día normal de mayo de 1994 en Kigali. Los cadáveres se amontonaban con una terrorífica naturalidad, y la muerte se había normalizado de tal manera que formaba ya parte del paisaje cotidiano en la capital de Ruanda. Valerie Bemeriki, una de las presentadoras estrella de la Radio Television Libre Des Mille Collines, tenía por aquel entonces 38 años, y fue personalmente a felicitar a un grupo de jóvenes que habían masacrado a toda una familia tutsi. "Vuestro trabajo es un ejemplo para la juventud", les dijo. "Era necesario matar a esta gente y lo hicisteis". Solamente tenía una queja. El padre de la familia había sido asesinado de un tiro en la cabeza. "Deberíais haberle cortado en pedazos".
Hoy, 20 años después, una señora bajita de mal aspecto camina con dificultad por el patio de la prisión central de Kigali, apoyada en un bastón. Calza unas zapatillas deportivas y viste un uniforme naranja, el mismo color que llevará todos los días de su vida hasta que la muerte le libere de la cadena perpetua. Valerie Bemeriki pasa las horas encerrada en este lugar desde 1999, año en que fue detenida en el sur de Kivu, en la República Democrática del Congo, y trasladada a Ruanda bajo acusaciones de planificación de genocidio, incitación a la violencia y complicidad en varios asesinatos. Bemeriki se escondía en el país vecino desde julio de 1994, cuando se vio obligada a huir de Ruanda después de que Paul Kagame y las tropas del Frente Patriótico Ruandés ocuparan el país y pusieran fin al genocidio. Hasta el momento de su detención, Bemeriki estaba incluida en la lista 100 personas más buscadas que el Gobierno elaboró tras el genocidio ruandés.
A pesar de su gesto agrio y de una infección labial que le dibuja si cabe un aspecto más desagradable, es complicado imaginársela alentando a sus oyentes a coger los machetes. No queda rastro de esa líder mediática que interrumpía los espacios radiofónicos de música moderna de la emisora RTLM para animar a los radioyentes a salir a matar a sus vecinos. No hay señal de esa presentadora que leía en antena listados con nombres y apellidos de 'inyenzi' –'cucarachas', en ruandés– para condenar a cientos de seres humanos a una muerte segura. Que desvelaba direcciones de las víctimas y los lugares donde se escondían.
"¿Realmente estabas de acuerdo con los mensajes que dabas a tu audiencia?", preguntamos. Valerie Bemeriki responde rápido, como si fuera una respuesta aprendida que ha tenido que responder en mil ocasiones. "Desde que tenía 4 años, en el colegio, nos enseñaban a odiar a los tutsis. Nos decían que no nos querían, que eran nuestros enemigos y que cuando recuperaran el control del país nos exterminarían", recuerda. "Años después, como presentadora de radio, creía firmemente que estaba haciendo mi trabajo, que tenía que defenderme a mí misma, a mis familiares, a todos los hutus y a mi país".
Bemeriki, presentadora estrella de la radio que incitó al odio durante el genocidio de Ruanda, nos atendió en una sala de costura de la prisión central de Kigali./ Jon Cuesta
Insistimos en su responsabilidad, en si la educación y el entorno de aquella época justifican actos criminales tan bárbaros. "Se planteaba como una cuestión de asesinar o ser asesinado", dice. "Instalar el odio en nosotros llevó muchísimos años a través de las instituciones, la escuela, las canciones. Cuando naces y creces en ese entorno, es difícil distinguir entre el bien y el mal".
15 años de cárcel la han hecho envejecer 30, quizá por las deplorables condiciones de una prisión apodada '1930' en referencia al año en la que se construyó. Sus instalaciones apenas se han renovado desde entonces. Seguramente por ello, la directora de la prisión nos niega una y otra vez la posibilidad de adentrarnos al interior de sus muros y presenciar la miseria y hacinamiento que ya han denunciado distintos organismos humanitarios en varias ocasiones.
"La radio se creó con la idea del genocidio"
Con el nacimiento en 1993 de la RTLM, una emisora financiada por familiares del presidente Juvénal Habyarimana y controlada por la facción hutu más extremista del partido en el poder, se inauguró la más eficaz de las armas de propaganda del régimen en su propósito de inyectar el odio étnico en la población. Por aquel entonces existían ya varios medios impresos como Kangura que incitaban al odio hacia los tutsis, pero el alto grado de analfabetismo y la facilidad de acceso a los transistores colocó a la RTLM como referencia mediática y fuente de inspiración violenta para la población.
"La radio fue creada con el objetivo de implementar la idea del genocidio", comenta Bemeriki. "Todas nuestras intervenciones en antena eran discursos de odio en los que decíamos que los tutsis no era ruandeses, que eran nuestros enemigos y que no deberíamos vivir junto a ellos".
A principios de los 90, uno de cada trece ruandeses tenía un receptor de radio. La Radio Television Libre Des Mille Collines ofrecía un modelo radiofónico occidental, música actual y diálogos informales. Su estilo pronto enganchó a los jóvenes que posteriormente formarían las 'interahamwe' -'aquellos que luchan juntos'-, milicias radicales hutus que protagonizaron algunos de los capítulos más sangrientos del genocidio.
Casi un millón de personas, la mayoría de la etnia tutsi o hutus moderados, fueron masacrados en Ruanda entre abril y julio de 1994. Lugares como la iglesia de Nyamata conservan restos de las masacres que se cometieron por todo el país./Jon Cuesta
"Su aspecto es horrible con ese pelo espeso y barbas llenas de pulgas. Se parecen a los animales. En realidad, son animales. Las cucarachas tutsis son asesinos sedientos de sangre. Diseccionan a sus víctimas, extrayendo sus órganos vitales. Son bestias feroces. Pido que os levantéis y que luchéis usando todo lo que encontréis. Coged palos, garrotes y machetes, y evitad la destrucción de nuestro país".
Con afirmaciones como éstas, la semilla del odio se había mutado para el 6 de abril de 1994 en una peligrosa bacteria inoculada en la mayoría de la población, de mayoría hutu. Esa noche, Valerie Bemeriki hacía guardia en la emisora. El país vivía una tensa calma, pero nada hacía presagiar la magnitud de la que se avecinaba. A las 8.20 de la noche, cuando el presidente hutu Juvénal Habyarimana volvía junto con el presidente de Burundi, Cyprien Ntaryamira, de firmar los acuerdos de paz de Arusha, el avión presidencial fue derribado por dos misiles en las inmediaciones del Aeropuerto Internacional de Kigali. "Cuando me llegó aquella noche la información de lo que había pasado, pensé que nosotros [el resto de los hutus] seríamos los siguientes en morir y que teníamos que defendernos del enemigo que había matado a nuestro presidente".
La maquinaria mediática ya había hecho un buen trabajo previo meses atrás. Ahora sólo quedaba pasar a la acción y guiar toda la furia asesina. "Utilizábamos nuestra influencia y la capacidad de llegar a la audiencia para orientar a las masas hacia los lugares donde se escondían los tutsis", reconoce la ex presentadora. "Hacíamos llamamientos continuos a las milicias callejeras y a los soldaros del Gobierno para que mataran a todos los tutsis".
A pesar de diversas investigaciones, todavía hoy no se sabe si fueron hutus radicales o rebeldes tutsis los responsables de aquello, pero fue la señal para llevar a cabo la mayor atrocidad de la historia reciente: el exterminio de alrededor de un millón de personas a machetazos y en tan solo 100 días.
Reconciliación obligada
20 años después de que el país quedase totalmente destrozado, Ruanda es un espejismo para el visitante, un ejemplo de reconstrucción en tiempo récord y un caso sin precedentes en el continente negro. Los coches respetan las normas de circulación, los autobuses salen puntuales, las carreteras se conservan en buenas condiciones y miles de empleados se afanan por mantener limpias todas las calles. Los parques de la capital, Kigali, no tienen nada que envidiar a los parques de cualquier capital europea, la población es respetuosa y apenas hay robos o crímenes. Todo ello, junto con el espectacular desarrollo económico del país, hace que Ruanda sea según el informe 'Doing Business 2014' el segundo mejor país para hacer negocios en África y esté incluso por encima de España.
A ojos de la comunidad internacional, todas estas brillantes luces impiden ver la oscuridad política de Paul Kagame y la imposición de una versión oficial, la de los vencedores. En Ruanda, la distinción étnica sigue siendo una gigantesca realidad. Hay casos de matrimonios mixtos y todos los niños juegan juntos en el patio del colegio, pero ha pasado muy poco tiempo y aunque existen casos admirables de convivencia, unos y otros aún se guardan las distancias.
Existen leyes que prohiben hablar de las masacres que se cometieron hacia los hutus tras el genocidio, y cualquiera que contradiga al presidente corre el riesgo de ser asesinado, como le pasó al ex jefe de inteligencia exterior, Patrick Karegeya, cuyo cadáver apareció a principios de año estrangulado en Sudáfrica, donde vivía exiliado. Gran parte de la oposición política está refugiada en Bélgica, Finlandia o Sudáfrica, y la minoría tutsi controla los puestos de mayor responsabilidad en el Gobierno, el Ejército y la empresa privada.
El miedo a la dictadura de Kagame mantiene una falsa apariencia de reconciliación, y mensajes oficiales del Gobierno como 'no somos tutsis y hutus, somos sólo ruandeses", "perdonamos y creemos en la reconciliación" o "gracias al liderazgo de nuestro presidente hemos llegado hasta aquí" son repetidos hasta la saciedad delante de un micrófono por supervivientes, asesinos, miembros de organizaciones civiles y políticos.
En este punto, Valerie Bemeriki no es una excepción. Cuando la detuvieron, se consideró a sí misma una prisionera de guerra y seguía manteniendo sus ideas de odio étnico. "Pensé que me iban a torturar hasta morir, que me iban a cortar los dedos, las orejas y que me arrancarían los ojos", dice. Tiempo después, fue juzgada, pidió perdón por sus actos y se libró de la pena de muerte a cambio de la cadena perpetua. "Acepté mi responsabilidad, tomé la decisión de cambiar, y ahora considero a los tutsis como a mis hermanos. Tenemos que luchar por la unidad y la reconciliación, y construir nuestro país sólo como ruandeses".
Dafroza Gauthier./ Fotografía: Diana Mandiá
La mujer ruandesa que llama a la puerta del genocida escondido
La ruandesa Dafroza Gauthier es la fundadora de una asociación nacida en 2001 para desenmascarar y llevar ante la justicia a los genocidas hutus que disfrutan de un exilio tranquilo en Francia
Los testimonios aportados han sido determinantes en la condena a 25 años al capitán ruandés Pascal Simbikangwa por su participación en los crímenes de 1994
En abril se cumplen 20 años del genocidio de Ruanda
Por Diana Mandiá
Dafroza Gauthier pasa su mano por la espalda de Jeanne Uwimbabazi cada vez que esta se queda en silencio unos segundos. Enfermera de 36 años, Jeanne perdió a buena parte de su familia a balazos y machetazos en los cien días de la primavera más terrible de Ruanda, los del genocidio de 1994.
Todavía le cuesta volver a aquellas horas de horror vividas en la Escuela Técnica Oficial de Kigali. Los suyos buscaron refugio en este colegio salesiano pensando que la presencia de Cascos Azules en el recinto los protegería, pero las tropas internacionales fueron evacuadas y a los pocos días los fugitivos estaban a solas con sus asesinos.
No es la primera vez que Dafroza Gauthier (Butare, Ruanda, 1954), también hija, amiga y vecina de decenas de víctimas de la masacre de Ruanda, escucha un testimonio así. Parte de su vida consiste en registrar los recuerdos de los supervivientes para intentar llevar ante la justicia a los que 20 años después jamás han rendido cuentas de sus actos y viven un exilio sin sobresaltos en Francia.
A las dos las han invitado a un acto en el Camp des Milles, una vieja fábrica de tejas de Aix-en-Provence con su propia historia negra: fue campo de internamiento, concentración y deportación durante la Segunda Guerra Mundial, y hoy es el único intacto y visitable en Francia.
"La justicia es algo solitario pero noble", afirma Gauthier, de 60 años, que no aparenta; alta y dueña de una sonrisa amigable que en cuestión de segundos puede convertirse en el gesto más triste. Junto a su marido, francés, Alain Gauthier, creó en 2001 el Collectif des parties civiles pour le Rwanda (CPCR), una asociación que desde entonces ha interpuesto 24 denuncias contra presuntos genocidas ruandeses refugiados en Francia.
Cuando el matrimonio Gauthier inició su búsqueda hace 13 años, Bélgica acababa de condenar a cuatro criminales hutus escondidos dentro de sus fronteras. En Francia existían ya denuncias de este tipo desde 1995, pero nunca llegaban a buen puerto. Faltaban pruebas, testimonios y, a juicio de Dafroza Gauthier, también mucha voluntad.
"No, el papel de Francia en todo esto no fue muy bonito", reprocha, esbozando una media sonrisa. "Los políticos de entonces fueron cómplices de lo que sucedió en Ruanda, el Estado francés dio armas y apoyo político y financiero. La justicia francesa ha hecho todo lo posible por ganar tiempo. Los jueces no han buscado testimonios durante años, aunque era su trabajo, y lo hemos tenido que hacer nosotros".
Un planificador de masacres
Desde 2001, el Collectif des parties civiles pour le Rwanda ha denunciado a dudosos refugiados, unas veces en solitario y otras acompañado por otras asociaciones: el sacerdote Wenceslas Munyeshyaka, que siguió oficiando misa en varios pueblos franceses a la vez que era acusado de entregar a sus feligreses de la iglesia de la Sainte-Famille a los excitados milicianos que los esperaban con machetes; el médico Sosthène Munyemana, apaciblemente instalado con su familia en Burdeos; o a Callixte Mbarushimana, que consiguió pasaporte de refugiado a pesar de las investigaciones abiertas contra él por la Corte Penal Internacional por haber dejado supuestamente a sus compañeros tutsis empleados como él en Naciones Unidas a merced de los genocidas.
Pero ninguno de estos casos ha llegado por ahora tan lejos en Francia como el de Pascal Simbikangwa, excapitán ruandés y jefe de los servicios secretos hutus, condenado el viernes 14 de marzo en París a 25 años de cárcel por su instigación a las matanzas de 1994. Refugiado en la isla francesa de Mayotte, en el océano Índico, y arrestado casualmente por falsificación de documentos en 2008, es la primera persona juzgada en suelo francés por el genocidio ruandés.
Según el Tribunal de lo Criminal de París, el condenado fue uno de los planificadores del genocidio desde su condición de alto funcionario. Unas 800.000 personas, la mayoría tutsis, perecieron en tres meses. Los testigos que declararon a lo largo de las seis semanas de juicio lo acusaron de participar en los escuadrones de la muerte, de repartir armas entre los milicianos hutus y de haber financiado y participado en el nacimiento de los siniestros medios de comunicación que alentaban las masacres: el diario Kangura y la Radio Télévision Libre des Mille Collines (RTLM), desde la que se difundían las listas de inyenzi (insectos, cucarachas) que había que eliminar.
La denuncia contra Simbikangwa se presentó en 2009, pero el trabajo de Dafroza y Alain Gauthier empezó mucho antes. Sólo la recopilación de los 30 testimonios contra este sospechoso les llevó cuatro años. Ella, química. Él, profesor. Usan sus vacaciones para viajar a Ruanda con sus abogados y encontrarse con las víctimas.
En ocasiones también visitan a presos "arrepentidos" que cuentan lo que saben a cambio de una rebaja en sus penas. "Ellos nos dan los mejores testimonios. Han trabajado para los criminales y han visto lo sucedido. No suelen ser los grandes planificadores, sino los ejecutantes, gente de la Administración", explica Gauthier.
Con el tiempo, Dafroza ha aprendido hasta qué punto los recuerdos de las víctimas pueden ser material delicado. "No podemos usar todos los testimonios. Yo soy la traductora, porque hablo kinyarwanda, y veo que hay personas muy cansadas. Tenemos que ver si el testimonio está bien construido. Hay gente muy traumatizada y no se pueden usar sus palabras. Es una desgracia pero en estos casos la justicia sólo puede llegarles a través de otros".
Muchas de las víctimas que ha conocido durante su búsqueda de testigos son mujeres, como las supervivientes de Gisagara, claves en la denuncia contra el subprefecto Dominique Ntawukuriryayo en 2007. El colectivo dio con él en Carcassonne, donde había rehecho su vida después de las masacres y colaboraba con una ONG de ayuda a niños ruandeses. Fue extraditado finalmente a Arusha (Tanzania) y condenado por el Tribunal Penal Internacional para Ruanda a 20 años de cárcel.
Una falsa etnia en el carné de identidad
La idea de buscar justicia no llegó de inmediato. Cuando el 8 de abril de 1994 asesinaron a la madre de Dafroza, Suzanne, la hija se sumió en un duelo de años. Había estado en Ruanda dos meses antes de la tragedia y durante su estancia apenas había salido en una ocasión de casa, tanta era la tensión y el medio que se respiraba ya en las calles de Kigali.
La hoy perseguidora de genocidas estaba exiliada desde 1973; el hostigamiento a los estudiantes tutsis hizo que muchos se marcharan a los países fronterizos o a Europa. Dafroza se fue a Bélgica y un día, de visita en casa de unos amigos en el sur de Francia, coincidió con Alain, antiguo seminarista y profesor en Kigali. Se casarían en 1977. Reflexionar sobre aquellos años en los que el genocidio se fue gestando le ensombrece el tono. "Mi generación ha conocido todo, el exilio, la violencia de los años 60, los campos de refugiados, el retorno".
La última vez que vio a su madre, en febrero de 1994, muchas mujeres tutsis vestían siempre con pantalones porque pensaban que eso las libraba de ser violadas. En la pequeña y montañosa Ruanda, tutsis y hutus vivían juntos en los mismos barrios, se casaban entre ellos, usaban el mismo idioma y tenían las mismas costumbres y creencias religiosas.
Pero desde 1931, el colonizador belga impuso la distinción en los carnés de identidad y las instituciones empezaron a fichar como etnias a la vieja casta privilegiada tutsi y al campesinado hutu. Así seguía siendo 60 años después, pero la buena relación de los tutsis con los belgas era ya historia; la descolonización los colocó, a ellos y la Iglesia, del lado de la mayoría hutu. Los otros empezaron a ser vistos como extranjeros y traidores, cucarachas que había que exterminar, como ordenaba la radio que emitía al mismo tiempo amenazantes soflamas racistas y exitosa música popular.
"Sólo la justicia puede acercar a víctimas y verdugos"
Durante seis semanas, los Gauthier asistieron expectantes al proceso en Francia del excapitán Simbikangwa. Para ellos, a los que sus detractores acusan de querer suplantar a la justicia o incluso de estar a las órdenes del Gobierno actual de Ruanda, ya es una victoria.
"Este proceso es muy importante para nosotros. Primero, porque tiene el papel pedagógico de mostrar qué sucedió en Ruanda. Este proceso es para las víctimas. Nuestra lucha es por ellas. Y después están los supervivientes, como Jeanne, que espera desde hace muchos años que los asesinos, toda esa gente que nunca ha admitido el genocidio, los organizadores de la máquina de matar, sean juzgados. No podemos reconstruir nuestro país de otra forma. Sólo la justicia puede acercar a las víctimas y a los victimarios", defiende Gauthier.
Dafroza conserva la esperanza de que la condena de Simbikangwa sea sólo la primera. "Hay otros dos acusados en prisión preventiva y espero que sean juzgados pronto, creo que para 2015 será posible", asegura.
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