Karl Marx - Carta al padre
Reflexiones de un joven sobre la elección
de profesión
Karl Heinrich Marx
Escrito entre el 10 y el 16 de agosto de 1835
Publicado por primera vez en el Archiv für Geschichte
des Sozialismus und der Arbeiterbewegung, 1925
Fuente: MECW volumen I
Traducción del inglés: Isabel Blanco
La naturaleza ha determinado la esfera de actividad en la que debe moverse todo animal, y éste se mueve apaciblemente en ella, sin intentar sobrepasar sus límites, sin intentar siquiera echar un rápido vistazo más allá. También al hombre en general la Divinidad le ha dado un fin, el de ennoblecer a la humanidad y a sí mismo, pero le permite buscar por sí solo los medios mediante los cuales realizar este fin; le deja elegir la posición en la sociedad más adecuada para él, desde la cual podrá más fácilmente elevarse a sí mismo y a la sociedad.
Esta capacidad de elección es un gran privilegio para el hombre sobre el resto de la creación, pero al mismo tiempo es una decisión que pude destruir toda su vida, frustrar sus planes y hacerle infeliz. Recapacitar seriamente sobre esta elección es, por tanto, el primer deber de un joven que comienza su carrera y no quiere dejar sus asuntos más importantes al arbitrio de la suerte.
Todo el mundo tiene un objetivo en perspectiva que, al menos para él, parece sumamente importante, y así es de hecho si la más profunda de las convicciones, la voz más íntima del propio corazón así lo declara, porque la Divinidad jamás deja a un hombre mortal por completo solo y sin guía; él habla en voz baja, pero certera.
Pero esta voz puede fácilmente ahogarse, y lo que tomamos por inspiración puede ser el producto de un instante que otro instante puede quizá destruir. Nuestra imaginación, quizá, echa a volar, nuestras emociones nos alteran, vemos fantasmas ante nuestros ojos, y nos lanzamos de cabeza hacia lo que el impetuoso instinto nos sugiere, imaginando que la Deidad misma nos lo señala. Y lo que ardientemente abrazamos pronto nos repele y vemos toda nuestra existencia en ruinas.
Por eso debemos examinar seriamente si estuvimos realmente inspirados en nuestra elección de profesión, si nuestra voz interior lo aprueba, o si esta inspiración es una ilusión, y lo que creemos la llamada de la Deidad no era más que autoengaño. Pero, ¿cómo podemos reconocer algo sino rastreando la fuente de la inspiración misma?
Aquello que es grande brilla, su brillo incita a la ambición, y la ambición puede fácilmente producir la inspiración o lo que creemos inspiración; la razón es incapaz de reprimir al hombre tentado por el demonio de la ambición, que se lanzará de cabeza sobre aquello que el impetuoso instinto le sugiere: ya no es él quien elige su posición en la vida, en lugar de ello se ve determinado por la suerte y la ilusión.
Tampoco estamos llamados a adoptar la posición que nos ofrece las más brillantes oportunidades; no es ésa la que, durante la larga serie de años en que quizá tengamos que mantenerla, jamás nos canse, jamás nos desaliente, jamás nos haga perder el entusiasmo, viendo pronto nuestros deseos insatisfechos, nuestras ideas sin realizar, clamando contra la Deidad y maldiciendo a la humanidad.
Pero no sólo la ambición puede despertar un entusiasmo repentino por una profesión determinada; quizá nuestra imaginación pueda embellecerla, y embellecerla de tal manera que nos parezca lo mejor que la vida puede ofrecernos. No la hemos analizado en detalle, no hemos considerado toda la carga que implica, la gran responsabilidad que nos impone; la hemos visto sólo desde la distancia, y la distancia engaña.
Nuestra propia razón no puede ser buena consejera aquí; porque no está sustentada ni por la experiencia ni por una profunda observación, sino que se ve engañada por la emoción y cegada por la fantasía. ¿Hacia quién volver entonces nuestros ojos? ¿Quién nos apoyará allí donde nuestra razón nos abandona?
Nuestros padres, que ya han recorrido el camino de la vida y han experimentado la severidad del destino –nos lo dice nuestro corazón.
Pero si aún así nuestro entusiasmo persiste, si continuamos amando una profesión y creyéndonos llamados a ella después de examinarlo a sangre fría, después de conocer sus cargas y tomar conciencia de sus dificultades, entonces debemos adoptarla, entonces ni nuestro entusiasmo nos engaña ni nuestra precipitación nos desvía.
No siempre, sin embargo, podemos alcanzar la posición a la que nos creemos llamados; nuestras relaciones en la sociedad están ya fijadas hasta cierto punto antes de que podamos influir en ellas.
Nuestra constitución física misma es a menudo un obstáculo amenazador, y no motivo de burla.
Es cierto que podemos sobreponernos a ella, pero entonces nuestra caída será tanto más rápida, porque estamos arriesgándonos a construir sobre ruinas, y toda nuestra vida será una desgraciada lucha entre el cuerpo y la mente. Porque aquél que es incapaz de reconciliarse con las advertencias que reconoce en sí mismo, ¿cómo puede resistir el tempestuoso estrés de la vida, cómo puede actuar con calma? Y sólo desde la calma pueden las acciones fructificar; es la única tierra en la que los frutos se desarrollan correctamente.
Aunque no podamos trabajar felizmente durante mucho tiempo con una constitución física inadecuada para nuestra profesión, sin embargo surgirá continuamente la idea de sacrificar nuestro bienestar al deber, de actuar vigorosamente aunque nos destrocemos. Pero si hemos elegido una profesión para la que no tenemos talento jamás podremos ejercerla bien, y pronto nos daremos cuenta con vergüenza de nuestra incapacidad y nos diremos que somos unos inútiles, que somos incapaces de satisfacer nuestra vocación. Entonces, la consecuencia más natural es el auto-desprecio, ¿y qué sentimiento es más doloroso y más difícil de compensar a pesar de todo lo que el mundo exterior pueda ofrecernos? El auto-desprecio es como una serpiente que mordisquea nuestro pecho, absorbiéndonos la sangre del corazón y mezclándola con el veneno de la misantropía y la desesperación.
La ilusión acerca de nuestros propios talentos para una profesión que hemos examinado de cerca es un error que se vengará sobre nosotros mismos, y aunque no conozcamos la censura del mundo exterior, nos producirá un dolor en nuestro corazón más terrible que el que podría inflingirnos esta censura.
Si hemos considerado todo esto, y si nuestras condiciones de vida nos permiten elegir cualquier profesión que queramos, podemos adoptar aquélla que nos asegure el mayor bien, un bien basado en ideas de cuya verdad estemos por completo convencidos, que nos ofrezca el abanico más amplio desde el que trabajar para la humanidad, y que nos permita acercarnos verdaderamente al propósito general para el que toda profesión no es más que un medio –la perfección.
Bien es aquello que más eleva a un hombre, aquello que imprime la más alta nobleza a sus acciones y a sus empresas, aquello que lo hace invulnerable, admirado por la multitud y elevado por encima de ella.
Pero el bien sólo puede garantizarlo una profesión en la cual no seamos herramientas serviles, una profesión en la que actuemos independientemente dentro de nuestra esfera. Sólo puede garantizarlo una profesión que no exija actos reprensibles, incluso aunque sean reprensibles sólo en apariencia, una profesión que los mejores puedan ejercer con noble orgullo. Una profesión que garantice esto en su más alto nivel no siempre es la más elevada, pero sí es siempre preferible.
Pero igual que una profesión que no nos garantiza el bien nos degrada, una profesión basada en ideas que más tarde reconocemos como falsas nos hará sucumbir bajo su carga.
Y en ese caso no nos queda otro recurso que el auto-desprecio, ¡y qué desesperada salvación la del autoengaño!
Aquellas profesiones no implicadas de lleno en la vida, sino relacionadas con ideas abstractas, son las más peligrosas para los jóvenes cuyos principios y convicciones no son aún firmes, fuertes e indestructibles. Al mismo tiempo, esas profesiones pueden parecer las más exaltadas si sus raíces se hunden profundamente en nuestros corazones y si somos capaces de sacrificar nuestras vidas y empresas por las ideas que prevalecen en ellas.
Pueden proporcionar la felicidad al hombre que tenga vocación para ellas, pero también pueden destruir a quien las adopta apresuradamente, sin reflexionar, cediendo al impulso del momento.
Por otra parte, la alta consideración de las ideas sobre las cuales se apoya nuestra profesión nos proporciona una posición elevada en la sociedad, enalteciendo nuestro propio valor e imprimiendo seguridad a nuestras acciones.
Aquél que elige una profesión que valora altamente temerá la idea de no servir para ella; actuará noblemente aunque sólo sea porque su posición en la sociedad es una posición noble.
Pero la principal guía que debe dirigirnos en la elección de profesión es el bienestar de la sociedad y nuestra propia perfección. No debe pensarse que estos dos intereses puedan entrar en conflicto, que uno pueda destruir al otro; por el contrario, la naturaleza humana está constituida de tal modo, que sólo podemos atender a nuestra propia perfección trabajando por la perfección y el bien de los demás.
Si se trabaja sólo para uno mismo, es posible convertirse en un hombre de fama, en un gran sabio, un excelente poeta, pero jamás en un verdadero gran hombre.
La historia llama grandes hombres a aquellos que se ennoblecen a sí mismos trabajando por el bien común; la experiencia aclama como a los hombres más felices a aquéllos que hacen felices a un mayor número de personas; la religión misma nos enseña que el ser ideal al que todos luchan por imitar se sacrificó a sí mismo por el bien de la humanidad, ¿y quién se atrevería a despreciar tales juicios?
Si hemos elegido la posición en la vida en la que ante todo podemos ayudar a la humanidad, ninguna carga podrá aplastarnos, porque los sacrificios serán en beneficio de todos; no experimentaremos una felicidad egoísta, limitada y estrecha, sino que nuestra felicidad pertenecerá a millones de personas, nuestros actos permanecerán sosegada y perpetuamente vivos, y sobre nuestras cenizas caerán las cálidas lágrimas de las personas nobles.
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