jueves, 29 de diciembre de 2011

165.- Discurso de INGRID BETANCOURT en el Parlamento Europeo



Discurso de Ingrid Betancourt 
en el Parlamento Europeo
8 de octubre de 2008 - Bruselas




PRESIDE: Hans-Gert PÖTTERING

Presidente. − Señorías, señor Presidente en ejercicio del Consejo, señor Comisario, con gran satisfacción y profunda admiración, doy una calurosa bienvenida hoy en el Parlamento Europeo a Ingrid Betancourt. ¡Bienvenida, señora Betancourt!
El hecho de tenerla hoy con nosotros es testimonio de que las personas valientes no pierden nunca la esperanza en la lucha por la libertad y por la dignidad de las personas. Tras su liberación, el 2 de junio de 2008, tuve el honor de escribirle en nombre del Parlamento Europeo y de celebrar su regreso a la libertad. Ahora ha llegado el momento de tenerla aquí como invitada.

Ha pasado usted seis años, cuatro meses y nueve días en cautiverio. Sólo usted puede saber lo que ha tenido que afrontar en esos 2 321 días; pero se ha convertido, en todo el mundo, en un símbolo de la libertad y de la resistencia humana contra el dolor impuesto y la negación de los derechos humanos fundamentales, además de ser para todos nosotros un ejemplo de dignidad y de valor. Sus hijos la acompañaron durante toda esa andadura. Nunca olvidaré cómo sus dos hijos –su hija y su hijo– vinieron a mí hace unos años, cuando yo ocupaba un cargo diferente, y cómo lucharon por su madre. Demostraron verdadero amor de hijos por su madre. ¡Puede sentirse muy orgullosa de ellos!

El terrorismo que practican sus secuestradores constituye un atentado directo contra nuestros valores, contra la libertad, la dignidad de las personas y la democracia.

Señora Betancourt, su ejemplo nos muestra claramente, una vez más, que las democracias jamás deben rendirse ante el terrorismo. Es un deber político y moral garantizar en todo momento la defensa del Estado de Derecho.

Durante su cautividad, muchos diputados del Parlamento Europeo trabajaron sin descanso para procurar su liberación, y sé que muchos representantes de los distintos comités que llevan su nombre están hoy aquí, paladines de su causa, personas que trabajan para conseguir la liberación de todos los rehenes de Colombia. A todos ustedes, que hablaron en nombre de la señora Betancourt y que han venido hoy al Parlamento Europeo, les saludo y les doy una calurosa bienvenida.

Señorías, tenemos que proseguir incansablemente los esfuerzos para obtener la liberación de todos aquellos que siguen privados de libertad. Es otra de las razones de su visita hoy. Usted misma dijo: «Para una víctima del terrorismo, el mayor peligro es ser olvidada. Cuando estaba en la selva, tenía un rostro y tenía un nombre. Y ahora les pido que hagan lo mismo con los que han quedado atrás». Ésas fueron sus palabras, y lo siguen siendo. En nombre del Parlamento Europeo, las hacemos también nuestras.

Este año celebramos el sexagésimo aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. Esta declaración representó el primer compromiso mundial firme y solemne de proteger la dignidad de cada individuo y la igualdad de todas las personas, sin importar el color de su piel, su credo religioso o su origen. El artículo 3 de la Declaración establece: «Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona».

Son muchas las personas que se han visto privadas de libertad por defender los derechos humanos. En la conferencia titulada «Sesenta años de la Declaración Universal de Derechos Humanos: los defensores toman la palabra», que se está organizando esta semana en el Parlamento Europeo, hemos oído numerosos testimonios de personas que han sido víctimas de la opresión, arrestadas de manera arbitraria o forzadas al exilio debido a su lucha en favor de los derechos y libertades fundamentales. También hemos tenido ocasión de debatir en profundidad cuál es el mejor modo de proteger a estas personas y de respaldar su trabajo.

Señora Betancourt, es un gran honor para todos nosotros pedirle que se dirija al Parlamento Europeo.



Discurso de Ingrid Betancourt

Señor Presidente, queridos amigos, es un momento de profunda emoción estar aquí hoy con todos ustedes, el mismo día en que las Naciones Unidas y la Unión Europea conmemoran conjuntamente el 60º aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Naturalmente, no dejo de pensar cuán extraordinaria es esta coincidencia. Hace tan sólo tres meses los observaba desde lo más profundo de la selva amazónica, y mi mayor aspiración entonces era que otras personas vinieran aquí para hablar en nuestro nombre, mientras nosotros seguíamos prisioneros de la locura de unos y del abandono de otros.

Es un milagro, estoy convencida de ello, poder compartir este momento con ustedes. Vengo aquí llena de admiración, a un Parlamento que no puedo dejar de envidiar. Como todos los latinoamericanos, sueño con que su ejemplo sea contagioso y que también nuestros pueblos se unan para que algún día podamos reunirnos en un parlamento latinoamericano a imagen del suyo, y que encontremos, a través del diálogo y el respeto, el camino hacia un destino común esplendoroso y solidario para nuestro continente.

Sé de sobra cuánto me han tenido presente durante estos años tan difíciles. Tengo un recuerdo nítido de su compromiso junto a nuestras familias, en una época en que el mundo había perdido el interés por el destino de los rehenes colombianos y en que hablar de ellos estaba mal visto.

En la selva, escuchaba la radio, que emitía una sesión que tenía lugar aquí mismo. No tenía las imágenes, pero tenía las voces de los periodistas que describían la sesión. Desde esta sala, a través de ustedes, de su negativa a resignarse y de su condena silenciosa, me llegó el primer auxilio. Gracias a ustedes comprendí, hace más de cinco años, que ya no estábamos solos.


Si he conservado la esperanza durante estos años, si he podido aferrarme a la vida, si he podido llevar mi cruz día tras día, ha sido porque sabía que existía en sus corazones. Me decía a mí misma que podían hacerme desaparecer físicamente, pero que mi nombre y mi rostro encontrarían, en sus pensamientos, refugio frente al olvido.

Por eso, desde el momento en que volví a poner los pies en el mundo de la libertad, quise venir aquí, a esta casa que también siento como mía. Tenía que decirles que nada de lo que hicieron o dijeron fue en vano. Si estoy viva, si he recuperado la alegría de vivir, se lo debo a ustedes. Tienen que saber que sus palabras son las que me han liberado, mucho antes de que me llegara el auxilio físico.

¡Gracias!

Gracias a todos y cada uno ustedes. Gracias por abrir sus corazones a esta tragedia tan ajena a ustedes. Cuando pensaba en la creación de un estatuto de las víctimas del terrorismo y hablaba a las Naciones Unidas de la necesidad de ofrecer un espacio de expresión a las familias de las víctimas, pensaba en el ejemplo que dieron ustedes. Sé que recibieron a mi familia, a mi madre y mis hijos, y que los escucharon. En la selva, cuando me enteré, ese hecho cambió totalmente la situación para mí. Gracias a su generosidad, el Parlamento Europeo se ha convertido en una plataforma para que el mundo conozca la amplitud de la barbarie que hemos sufrido y que más de 3 000 compatriotas míos siguen sufriendo.

Las palabras que se han pronunciado aquí y que han permitido mi liberación y la de mis compañeros, provocaron la necesidad de actuar respetando las vidas de todos los rehenes, y también de todos los guerrilleros, que eran nuestros secuestradores. Esta ausencia de violencia es fruto de la exigencia y del compromiso de todos ustedes. Y es un resultado preciso, claro, concreto de su actuación.

Me gustaría también rendir homenaje en este recinto a los miles de activistas en favor de los derechos humanos, los miles de combatientes por la libertad que se han movilizado para conseguir nuestro regreso y el regreso de muchas otras personas en todo el mundo. Veo desde aquí las camisetas amarillas de la FICIB (Federación Internacional de Comités Libertad).

Quiero agradecerle desde aquí a la FICIB el combate por todos los secuestrados de Colombia. Ustedes fueron los primeros en abrir estas puertas. Gracias a ustedes, quince de mis compañeros y yo encontramos la libertad. Necesitamos seguir combatiendo y seguir luchando por la libertad de los que quedaron, y yo sé que puedo contar con ustedes.

Ha habido muchos freedom fighters, muchos combatientes por la libertad. Estaba la FICIB, por supuesto, y había otros muchos comités en todo el mundo: los comités de París, los comités de Italia, de los Países Bajos; eran muchos, en Grecia, en Alemania, en Irlanda, en Dinamarca, en Suecia, en todas partes. En todas partes hemos tenido amigos: en Canadá, en los Estados Unidos, por toda Latinoamérica. Pero todo empezó aquí. ¡Gracias!

Y esos combatientes por la libertad han organizado todos los días, durante más de seis años, acciones para que nuestro drama no caiga en la indiferencia. Estamos en libertad, algunos de nosotros, no todos. Por lo tanto, su combate continúa.

Necesitamos más que nunca su apoyo para ellos, sus puertas abiertas, su disponibilidad y su tiempo. Pero más que ninguna otra cosa necesitamos su palabra. La única arma en la que debemos creer es la fuerza de la palabra.

Y quiero hablar de ese instrumento extraordinario que es la palabra porque hoy pienso, con mucho dolor, en una mujer que utilizó su palabra como su arma de lucha y fue combatida con la violencia y las armas de fuego.

Hay una colombiana, Olga Marina Vergara, que murió el 22 de septiembre, asesinada, con su nieto, con su hijo y con familiares suyos. Ella era una activista de los derechos humanos. Era una mujer que hablaba, que utilizaba su palabra para defender a los demás.

Pienso en ella hoy, y desde aquí, desde este recinto sagrado, pido a las autoridades de mi país, de Colombia, que hagan lo necesario para buscar a los culpables y que esos culpables se vean enfrentados a un juicio justo ante la justicia y sean, por lo tanto, castigados por la infamia que cometieron.

La palabra, como saben, tiene una importancia extraordinaria. Es el medio más eficaz para combatir el odio y la violencia. Estoy convencida de que muchas veces habrán sentido tal vez la frustración de no poder «hacer», cuando el «decir» parece que se diluye en el viento, en el éter. Me pregunto si les habrá ocurrido alguna vez –a mí me ocurrió cuando era diputada del Parlamento colombiano– lamentar, por ejemplo, el hecho de no formar parte del Gobierno, del ejecutivo, que es donde se toman las decisiones, donde se firman los cheques y se hacen las cosas. En un mundo materialista en el que lo que no se ve no existe, es una frustración que nos acecha a todos.

Pero el Parlamento es el templo de la palabra, de la palabra que libera. Desde aquí arrancan los grandes procesos de toma de conciencia de una sociedad. Es donde se conciben y se expresan las cosas que realmente importan a nuestros pueblos. Si al final los poderes ejecutivos terminan actuando, es porque mucho antes alguien, aquí, uno de ustedes, se ha levantado y ha hablado. Ustedes saben tan bien como yo que cuando uno de ustedes habla aquí, en el Parlamento, la infamia da un paso atrás.

Sí, las palabras tienen verdadera influencia en el mundo real. Sartre lo sintió desde su infancia. Françoise Dolto lo expresó maravillosamente cuando declaró que el ser humano es un ser de palabra, que la palabra cura, sana, es creadora, pero que también puede traer enfermedad y matar. Las palabras que pronunciamos tienen la fuerza de nuestras emociones internas.

He descubierto con estupefacción –y voy a contarles algo muy personal, un paréntesis sobre mi vida privada– que mi hija, durante mi ausencia, se había alimentado de una reserva de palabras que yo había lanzado por casualidad durante nuestra vida en común. No imaginé en ese momento el poder fundador y constructor que esas palabras iban a tener sobre ella, mientras estuve lejos de ella y en cautividad. Ella recuerda sobre todo una carta, que yo olvidé haber escrito por su decimoquinto cumpleaños. Dice que releyó esta carta en cada cumpleaños…

… y que cada año, como ya no era la misma, descubría algo nuevo que respondía a aquello en lo que se iba convirtiendo…

Los médicos tienen un nombre para esto: se llama síndrome postraumático. Hay que controlarlo, eso es todo. Disculpen.

Les decía que descubría cada vez algo nuevo que respondía a la persona en la que se iba convirtiendo y a lo que estaba viviendo. ¡Dios mío, si lo llego a saber! ¡Habría procurado jalonar su camino con mucho más amor y muchas más certezas!

Pienso en nosotros, en ustedes y en mí, hoy. Si pudiéramos comprender la justa dimensión del efecto que tienen nuestras palabras, tal vez seríamos más atrevidos, más audaces, más exigentes en nuestra reflexión para aliviar el dolor de los que necesitan nuestro combate. Las víctimas de los regímenes despóticos saben que lo que se dice hoy, aquí, asume el peso de su dolor y da un sentido a su lucha. Ustedes siempre han recordado sus nombres y sus situaciones. Han impedido que sus verdugos se refugien en el olvido de sus crímenes. No les han permitido engalanar con doctrina, ideología o religión el horror al que someten a sus víctimas.

Cuando estaba prisionera, escuché muchas veces a Raúl Reyes, el portavoz de las FARC, hablar en mi nombre. Lo oí decir en la radio: «Ingrid dice esto» o «Ingrid piensa aquello». Me sentí ultrajada al descubrir que, con mi secuestro, las guerrillas me robaron no sólo mi vida, sino también mi voz.

Con la conciencia de esta voz recuperada me dirijo a ustedes, para decirles lo mucho que el mundo necesita que Europa se exprese. En un mundo en el que la inquietud es cada vez más acuciante, donde nuestro miedo del mañana nos hace correr el riesgo de encerrarnos en nosotros mismos, debemos abrirnos, tender la mano con generosidad y empezar a cambiar el mundo.

La sociedad de consumo en la que vivimos no nos hace felices. Las tasas de suicidio, el nivel de consumo de droga y la violencia social son síntomas de una enfermedad internacional que se extiende como la pólvora. El calentamiento del planeta y su secuela de catástrofes naturales nos recuerdan que también la Tierra está enferma por culpa de nuestra irresponsabilidad y nuestro egoísmo.

¿Qué tiene todo esto que ver con el dolor de las víctimas de la barbarie del mundo? ¡Creo que hay una relación muy profunda! Mientras estaba en cautiverio, tuve ocasión de estudiar el comportamiento social de mis secuestradores, y me tomé mi tiempo, evidentemente. Los guerrilleros que me vigilaban no eran mayores que mis propios hijos. Los más jóvenes tenían 11, 12, 13 años, y los mayores 20 ó 25 como mucho. La mayoría (yo diría que un 95 % de ellos), antes de que los reclutaran las FARC, trabajaban como recolectores de hojas de coca. Se los conoce como «los raspachines». Pasan el tiempo, de sol a sol, transformando las hojas en pasta de coca, que luego servirá como base para la cocaína.
Son jóvenes campesinos que viven en regiones a menudo muy alejadas, pero que, gracias a la televisión por satélite, están al día de lo que sucede en el mundo. Igual que nuestros hijos, son bombardeados con información y sueñan, como nuestros hijos, con iPods, Playstations y DVD. Para ellos, este mundo de consumismo que ambicionan está por completo fuera de su alcance. Además, su trabajo en las plantaciones de droga, aunque esté mejor pagado que el de un campesino tradicional de Colombia, a duras penas les permite pagarse lo más imprescindible.

Se sienten frustrados, incapaces de cubrir las necesidades de una familia, perseguidos por las fuerzas del orden (como es lógico, puesto que realizan una actividad ilegal), a veces víctimas de la corrupción y la violencia ocasional de algún oficial sin escrúpulos, y sometidos a todo tipo de abusos, fraudes y jugadas sucias de los malhechores que gobiernan en la región. Es el imperio de los delincuentes, el comercio de la droga, las mafias. Y acaban hundiendo su desgracia y los tres pesos que ganan en el alcohol de los bares de mala muerte en los que se refugian.

Cuando la guerrilla los recluta, estos jóvenes creen que han encontrado la solución a sus problemas: reciben alimentos, ropa y casa de por vida. Tienen la sensación de tener una carrera, pues pueden subir en la jerarquía de la organización militar de la guerrilla. Y además llevan un fusil al hombro, con lo que adquieren una posición respetable en la región, es decir, a los ojos de sus familias y de sus amigos. Por eso, cuando la miseria está presente, ser guerrillero es una forma de alcanzar el éxito social.

Sin embargo, lo pierden todo. Pierden su libertad. Ya nunca podrán dejar las FARC ni volver a ver a sus familias. Se van a convertir, sin darse cuenta –y de eso soy testigo– en esclavos de una organización que ya nunca los dejará tranquilos, en carne de cañón de una guerra sin sentido.

Esta masa de casi 15 000 jóvenes que forman el grueso de las tropas de las FARC no estaría donde está si nuestra sociedad les hubiera ofrecido perspectivas reales de éxito. No estarían donde están si los valores de nuestra sociedad no se hubieran invertido y la sed de poseer no fuera una condición tan decisiva para calmar la necesidad de existir.

Nuestra sociedad está produciendo guerrilleros a granel en Colombia, fanáticos en Iraq, terroristas en Afganistán y extremistas en Irán. Nuestra sociedad tritura las almas humanas y las desecha como residuos del sistema: los inmigrantes a los que no se quiere, los parados que son tan molestos, los drogadictos, las «mulas» o porteadores de droga, los niños soldado, los pobres, los enfermos, todo aquel que no tenga un lugar en nuestro mundo.

Sí, debemos hacernos algunas preguntas. ¿Tenemos derecho a seguir construyendo una sociedad en la que la mayoría queda excluida? ¿Podemos permitirnos construir nuestra propia felicidad y aferrarnos a ella cuando esta felicidad provoca la infelicidad de tantos otros? ¿Y si la comida que tiramos por toneladas se redistribuyera en los países entre las personas que pasan hambre? ¿Y si buscáramos modelos de consumo más racionales, para permitir que otras personas tengan también acceso a los beneficios de la modernidad? ¿Podemos concebir una civilización diferente en el futuro, en la que la comunicación ponga fin a los conflictos, al conflicto armado, en la que el progreso tecnológico nos permita organizar nuestro tiempo y nuestro espacio de otra forma, para que todos en el mundo tengamos un lugar legítimo por el mero hecho de ser ciudadanos del mundo?

Estoy convencida de que la defensa de los derechos humanos requiere la transformación de nuestros hábitos y costumbres. Debemos ser conscientes de la presión que nuestro modo de vida ejerce en los que no pueden acceder a él. No podemos dejar abierto el grifo de la iniquidad pensando que el vaso nunca se desbordará.

Todos somos seres humanos, con los mismos deseos y necesidades. Deberíamos empezar a reconocer a los demás –a quien vemos debajo del puente, a las personas que no queremos ni mirar porque nos estropean el paisaje– el derecho a querer lo mismo que queremos nosotros.

Y luego está nuestro corazón. Todos somos capaces de lo mejor, pero también, bajo la presión del grupo, somos capaces de lo peor. No estoy segura de que podamos protegernos contra nuestra propia capacidad de crueldad. Cuando observaba a los que me tenían secuestrada, siempre me preguntaba si yo sería capaz de actuar como ellos. Estaba claro que la mayoría estaban sometidos a una fuerte tensión, que es la que produce la exigencia del grupo.

¿Qué puede protegernos contra eso? ¿Qué nos protege contra la violación de los derechos humanos, primero dentro de nosotros mismos –cuando la aceptamos, cerramos los ojos o ponemos excusas– y, después, en el mundo? ¿Cómo podemos protegernos contra eso? Nuestro mayor escudo se encontrará siempre en nuestra espiritualidad y en nuestros principios. Pero con lo que debemos luchar es con la palabra; la palabra es la más extraordinaria de las espadas.

Por eso no dejo de repetir que el diálogo es fundamental para poner fin a la guerra en el mundo. Que para esta guerra sea la guerra de mi país, la guerra colombiana, o que tenga lugar en Darfur, en Zimbabue, en la República Democrática del Congo o en Somalia, la solución será siempre la misma en todas partes. Tenemos que «hablar»; es fundamental que reconozcamos a los demás el derecho de ser escuchados, no porque tengan o no tengan razón, ni porque sean buenos o malos, sino porque hablando podemos salvar vidas humanas.
Me gustaría transmitirles la certeza que llevo dentro. No hay nada más fuerte que la palabra. Con ella tenemos que regar nuestro mundo para llegar a los corazones y cambiar conductas. Buceando en los tesoros de nuestra alma es como podremos hablar en nombre de todos. Con la palabra que surge de lo más profundo de nuestro ser conseguiremos la paz. Con la palabra preservaremos la libertad de todos; gracias a ella comenzaremos a construir una nueva civilización: la del amor.

Sí, permítanme que les hable del amor. Ya saben que desde mi liberación no he dejado de recordar el destino que corren mis hermanos de infortunio, los que hoy siguen encadenados a los árboles como animales, que se quedaron en la selva cuando yo me fui. Vengan conmigo al lugar en el que se encuentran.

Perdónenme, qué vergüenza.

Acompáñenme al lugar en el que se encuentran, bajo inmensos árboles que ocultan el azul del cielo…

… asfixiados por una vegetación agobiante que se cierra sobre ellos, ahogados en el incesante zumbido de insectos sin nombre que les niegan hasta el derecho a descansar en silencio, asediados por toda clase de monstruos que los acechan…

Perdonen, no puedo. Lo siento, de verdad.

… asediados por toda clase de monstruos que los acechan sin tregua y que atormentan su cuerpo.

En este momento, es posible que me estén escuchando y que esperen, con la oreja pegada a la radio, estas palabras, las nuestras, que van a recordarles que todavía están vivos. Para sus captores, no son más que un objeto, una mercancía, menos que ganado. En el día a día, son para ellos, para los secuestradores, para la guerrilla, una pesada carga, no les aportan ningún beneficio inmediato y son un blanco fácil para sus nervios.

Permitan que pronuncie ante ustedes cada uno de sus nombres. Regálenme estos minutos de tributo para ellos, pues al escuchar el tributo que les rendimos desde aquí nos contestarán «presente» con el latido acelerado de su corazón, desde el fondo de esa tumba que es la selva. Y habremos logrado, durante unos instantes, liberarlos de la abrumadora humillación de sus cadenas.

ALAN JARA, SIGISFREDO LÓPEZ, ÓSCAR TULIO LIZCANO, LUIS MENDIETA, HARVEY DELGADO, LUIS MORENO, LUIS BELTRÁN, ROBINSÓN SALCEDO, LUIS ARTURO ARCIA, LIBIO MARTÍNEZ, PABLO MONCAYO, ÉDGAR DUARTE, WILLIAM DONATO, CÉSAR LASSO, LUIS ERAZO, JOSÉ LIBARDO FORERO, JULIO BUITRAGO, ENRIQUE MURILLO, WILSON ROJAS, ELKIN HERNÁNDEZ, ÁLVARO MORENO, LUIS PEÑA, CARLOS DUARTE, JORGE TRUJILLO, GUILLERMO SOLÓRZANO, JORGE ROMERO, GIOVANNI DOMÍNGUEZ.

Recuerdo también a esta mujer extraordinaria, AUNG SAN SUU KYI, que está pagando con su vida el derecho de su pueblo a la libertad, y que ha iniciado una huelga de hambre para lograr que la escuchen. Necesita más que nunca estas palabras para respaldarla.
Por supuesto, llevo en mi corazón la cruz de otro de mis compatriotas, Guilad Shalit, que fue capturado en junio de 2006. Su familia está sufriendo como sufrió la mía, llamando a todas las puertas, removiendo cielo y tierra para conseguir su liberación. Su destino personal se mezcla con intereses políticos que están muy por encima de él y sobre los cuales no tiene ningún control.

GUILAD SHALIT, AUNG SAN SUU KYI, LUIS MENDIETA, ALAN JARA, JORGE TRUJILLO, FORERO...

Estos nombres que resuenan en este recinto llevan el peso de la infamia. Tienen que saber que hasta que no hayan recuperado su libertad todos nosotros nos sentiremos prisioneros.

Quisiera suplicarles que los aplausos que resuenen en este recinto les lleven, a través del espacio que nos separa de ellos, nuestro gran amor, toda nuestra fuerza y nuestra energía. Que sepan que nuestro compromiso es absoluto. ¡Que tengan la certeza de que jamás nos callaremos y de que nunca cesaremos de actuar hasta lograr que todos estén libres!

Gracias.


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