El discurso inaugural de Bill Clinton
20 de enero de 1993
William Jefferson “Bill” Clinton fue elegido como el cuadragésimo segundo presidente de los Estados Unidos de América. Después de un largo y duro proceso en las elecciones primarias del partido demócrata y aunque no partía como favorito, consiguió la nominación del partido. Finalmente, y tras derrotar en las urnas al hasta entonces presidente George H. W. Bush, fue elegido como presidente.
La toma de posesión de Bill Clinton fue el 20 de enero de 1993, este es el discurso que pronunció.
Conciudadanos:
Hoy celebramos el misterio de la renovación americana. Esta ceremonia tiene lugar en lo más crudo del invierno. Pero con nuestras palabras y los rostros que mostramos al mundo, aceleramos la llegada de la primavera.
Una primavera que renace en la más antigua democracia del mundo y que muestra la clarividencia y la valentía necesarias para reinventar América.
Cuando nuestros fundadores declararon la independencia de América ante el mundo y nuestros propósitos ante el Todopoderoso, sabían que América, para poder durar, iba a tener que cambiar. No se trata de un cambio por el cambio, sino de un cambio para preservarlos ideales de América: la vida, la libertad, la búsqueda de la felicidad. Aunque marchemos al compás que nos marca el tiempo en que vivimos, nuestra misión es eterna.
Cada generación de norteamericanos debe definir lo que significa ser norteamericano.
En nombre de nuestra nación, saludo a mi predecesor, el presidente Bush, por su medio siglo de servicio a América. Y doy gracias a los millones de hombres y mujeres cuya tenacidad y sacrificio triunfaron sobre la depresión, el fascismo y el comunismo.
Hoy, una generación que ha crecido a la sombra de la Guerra Fría asume nuevas responsabilidades en un mundo calentado por el sol de la libertad, pero amenazado aún por antiguos odios y nuevas plagas.
Criados en una prosperidad sin parangón, heredamos una economía que es aún la más fuerte del mundo, aunque hoy se halla debilitada por quiebras en sus empresas, por salarios estancados, por una creciente desigualdad y profundas divisiones entre nuestra población.
Cuando George Washington hizo el juramento de lo que acabo hoy de jurar que cumpliré, la noticia se transmitió poco a poco por tierra a lomos de caballos y llegó a la otra orilla del océano por barco. Hoy, las imágenes y el sonido de esta ceremonia son retransmitidos de forma instantánea a millones de personas en todo el mundo.
Las comunicaciones y el comercio son globales; la inversión es móvil; la tecnología es casi mágica; la ambición de una vida mejor es ahora universal. Nos ganamos el sustento en pacífica competición con pueblos de todo el mundo.
Fuerzas profundas y poderosas están sacudiendo y rehaciendo nuestro mundo, y la cuestión urgente de nuestra época es si podemos hacer que nuestros amigos, y no nuestros enemigos, cambien.
Este nuevo mundo ha enriquecido ya las vidas de millones de norteamericanos que son capaces de competir y ganar en él. Pero cuando la mayoría trabaja con denuedo por menos; cuando el resto no puede trabajar; cuando el coste de la asistencia médica asola familias y amenaza con hacer que muchas de nuestras empresas, grandes y pequeñas, quiebren; cuando el miedo a la delincuencia priva de libertad a los ciudadanos que cumplen la ley, y cuando millones de niños pobres no puede siquiera imaginarse las vidas que van a tener que llevar, no hacemos que nuestros amigos cambien.
Sabemos que debemos enfrentarnos a difíciles verdades y tomar medidas fuertes. Pero no lo hemos hecho, hemos ido a la deriva, y esa deriva ha erosionado nuestros recursos, fracturado nuestra economía y debilitado nuestra confianza.
Aunque delante tenemos retos temibles, también lo son nuestras fuerzas. Y los norteamericanos siempre hemos sido un pueblo inquieto, siempre en pos de algo, siempre esperanzados. A nuestra misión debemos sumar hoy la visión y la voluntad de aquellos que nos precedieron. Desde nuestra revolución y guerra civil, desde la Gran Depresión hasta el movimiento por los derechos civiles, nuestro pueblo siempre ha mostrado la determinación de construir a partir de estas crisis los pilares de nuestra historia.
Thomas Jefferson creía que, a fin de preservar los fundamentos mismos de nuestra nación, iba a ser preciso de vez en cuando un cambio drástico. Bien, compatriotas míos, esta vez nos toca a nosotros. Aceptémoslo.
Nuestra democracia debe ser no sólo la envidia del mundo, sino el motor de nuestra renovación. No hay nada malo en América que no pueda curarse a través de lo que en América va bien.
Y así, en el día de hoy, con este juramento, una época de deriva, un callejón sin salida termina, y una nueva época de la renovación americana comienza.
Para renovar América debemos ser audaces.
Debemos hacer lo que ninguna generación ha tenido que hacer antes. Debemos invertir más en nuestra gente, en sus trabajos, en su futuro, y al mismo tiempo recortar nuestra enorme deuda. Y debemos además hacerlo en un mundo en el que debemos competir por cada oportunidad que se presenta.
No va a ser sencillo; exigirá sacrificio, Pero puede hacerse, y hacerse en buena lid, sin escoger el sacrificio por el sacrificio, sino por nosotros mismos. Debemos velar por el bienestar de nuestra nación, del mismo modo que una familia vela por el de sus hijos.
Nuestros Padres Fundadores se vieron a sí mismos con los ojos de la posteridad. Nosotros no podemos hacer menos. Cualquiera que haya visto los ojos de un niño moverse mientras duerme sabe qué es la posteridad. La posteridad es el mundo que viene, el mundo para el que defendemos nuestros ideales, el mundo al que hemos pedido prestado el planeta, y con el que tenemos una responsabilidad sagrada.
Debemos hacer lo que América hace mejor: ofrecer más oportunidades a todos y exigir responsabilidad de todos.
Es hora ya de que rompamos con el mal hábito de esperar algo a cambio de nada, de nuestro Gobierno o unos de otros. Asumamos todos más responsabilidades, no sólo por nosotros y nuestras familias, sino por nuestras comunidades y nuestro país.
Para renovar América debemos revitalizar nuestra democracia.
Esta hermosa capital, al igual que toda capital desde los albores de la civilización, es a menudo un lugar de intrigas y cálculos. Personas con poder maniobran en busca de posición, se preocupan sin parar por quién entra y quién sale, quién asciende y desciende, olvidando a aquellos cuyo trabajo y sudor nos han hecho llegar hasta aquí y costean nuestra vida.
Los norteamericanos merecen algo mejor y en esta ciudad, hoy, hay personas que quieren hacerlo mejor. Y por ello os digo, a todos los que estáis aquí presentes, emprendamos la reforma de nuestra vida política, de modo que el poder y los privilegios dejen ya de acallar la voz del pueblo. Dejemos de lado nuestra situación personal aventajada de modo que podamos sentir el dolor y veamos la promesa de América.
Resolvamos hacer de nuestro Gobierno un lugar para aquello que Franklin Delano Roosevelt denominó “una experimentación atrevida y persistente”, un Gobierno para nuestro mañana, no de nuestro ayer.
Devolvamos esta capital al pueblo a quien pertenece.
Para renovar América debemos responder a los desafíos que tenemos planteados tanto en el exterior como en el interior. Ya no existe división entre lo que es exterior y lo que es interior, la economía es mundial, el medioambiente es mundial, la crisis del sida es mundial, la carrera de armamentos es mundial, y nos afecta a todos.
Hoy, cuando un viejo orden desaparece, el mundo nuevo que surge es más libre, pero menos estable. El desmoronamiento del comunismo ha dado nueva vida a antiguas animosidades y nuevos peligros. Sin lugar a dudas, América debe seguir liderando el mundo que tanto hizo por construir.
Mientras América se reconstruye en lo interior, no debemos abandonar ninguno de nuestros compromisos, ni dejar de aprovechar las oportunidades de este nuevo mundo. Junto con nuestros amigos y aliados trabajaremos para dar forma al cambio, no sea que nos engulla.
Cuando nuestros intereses vítales sean puestos en peligro o se desafíe la voluntad y la conciencia de la comunidad internacional, actuaremos mediante la fuerza de la diplomacia siempre que sea posible y con la fuerza cuando sea necesario. Los valientes norteamericanos que hoy sirven a nuestra nación en el golfo Pérsico, en Somalia y en cualquier otro lugar en que se hallen, dan testimonio de nuestra determinación.
Pero nuestra mayor fuerza es el poder de nuestras ideas, que aún son nuevas en muchas tierras. En todo el mundo vemos cómo las abrazan y nos llena de regocijo. Nuestras esperanzas, nuestros corazones, nuestras manos están con aquellos que en cada continente fortalecen la democracia y la libertad. Su causa es la causa de América.
El pueblo americano ha pedido el cambio que hoy celebramos. Habéis alzado vuestras voces formando un coro inconfundible. Habéis depositado vuestros votos en una afluencia histórica a las urnas. Habéis cambiado la forma del Congreso, de la Presidencia y del propio proceso político. Sí, vosotros, compatriotas americanos, habéis forzado la llegada de la primavera. Ahora, debemos hacer el trabajo que la nueva estación nos exige.
Pondré ahora mañosa la obra en esa tarea, con toda la autoridad de mi cargo. Pido al Congreso que se sume a mí en esa tarea. Pero ningún presidente, ningún Congreso, ningún Gobierno puede emprender esta misión solo.
Compatriotas americanos, vosotros también tenéis un papel que desempeñar en esta renovación.
Lanzo el reto a una nueva generación de jóvenes americanos para que os impliquéis en una nueva época de servicio, para que actuéis tomando como base vuestro idealismo y ayudéis a los niños con problemas, deis compañía a los necesitados, volváis a unir nuestras comunidades desgarradas. Queda tanto por hacer… hay trabajo bastante para millones, para todos aquéllos que son todavía jóvenes de corazón y quieran colaborar.
Al servir, reconocemos una verdad sencilla pero poderosa, necesitamos unos de otros. Y debemos cuidar unos de otros. Hoy, hacemos algo más que loar América; volvemos a consagrarnos a la idea de América.
Una idea nacida en una revolución y renovada a través de dos siglos de desafío. Una idea templada por el conocimiento de que, nosotros afortunados y desafortunados, de no ser por el destino, hubiéramos podido ser los otros. Una idea ennoblecida por la fe en nuestra nación puede lograr de las miríadas que forman su diversidad el grado más profundo de unidad. Una idea imbuida de la convicción de que el prolongado y heroico destino de América debe seguir siempre en alza.
Y así, compatriotas americanos, al filo del siglo XXI, empecemos con energía y esperanza, con fe y disciplina, y trabajemos hasta que nuestra tarea quede terminada. “No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desfallecemos, a su tiempo cosecharemos” dicen las Escrituras.
Desde esta jubilosa cima inmersa en la celebración, oímos la llamada del servicio que viene del valle. Hemos oído las trompetas. Hemos cambiado la guardia. Y ahora, cada uno de nosotros a su modo, con la ayuda de Dios, debemos responder a esa llamada.
Gracias y que Dios os bendiga a todos.
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