Carta de Enrique Jardiel Poncela a Miguel Mihura
LAS cartas -a veces- tienen el encanto de la sinceridad. Uno se siente agraviado, se siente ofendido, entonces le suelta cuatro frescas a su ofensor y se queda más ancho que largo. Dos genios de nuestra escena, Miguel Mihura y Enrique Jardiel Poncela, se llevaban bien (al menos por temporadas), incluso llegaron a colaborar en alguna comedia, pero un buen día de 1928 Jardiel Poncela escribe a su colega Mihura:
Poco a poco fuiste apropiándote mis maneras de hacer y obligándome a que yo las desechase de mi tintero (lo que resultaba excesivo) hasta el punto de que cuando inicié colaboración en Gutiérrez tuve que dejar de hacer «Argumentos de películas» [...] porque eran exactos a los que tú hacías, aunque con las diferencias lógicas, pues lo asimilado jamás consigue todas las virtudes del original y sí asimila muchos de sus defectos. [...]
No. Diocleciano y Nerón no se hubieran atrevido a tanto. Ni nadie que no sea yo, te habría aguantado tanto tampoco...
Pero ya me he cansado, Miguel. He resistido mucho y tenía que estallar. Todo tiene sus límites: hasta la provincia de Badajoz (y este volatín también pertenece al grupo de los que tú me coges) [...].
Me defiendo. Y me defiendo porque vivo de la pluma, y porque he sufrido mucho hasta lograrlo, y porque con ella he dado de comer a los que me han rodeado, porque tengo una hija cuya felicidad futura he de edificar a fuerza de plumazos, y porque un hombre como yo, que ha sido verdadero hombre frente a la vida y frente a la adversidad y frente a mil dificultades de todo género, está en la obligación ineludible de defenderse contra los «amateurs» de la literatura que, tranquilos, sin preocupaciones materiales, con las espaldas resguardadas por la vida fácil, intentan pisarles el terreno, convirtiendo una labor abundante y diversa de años enteros en falsilla literaria para unos cuentos artículos y cuentos que, ante la inconsciencia de un lector nuevo, pueden significar tanto como lo otro.
Cuida, pues, tu trabajo en lo futuro. Soy tan risueño que a mí mismo me da miedo perder mi risa. Y soy tan escéptico que por defender mi ingenio -único patrimonio de mi hija, que es lo único en que creo nada habrá que me detenga. Creo que tienes derecho también tú; vive de él, pero no te salgas de tus fronteras, porque el Derecho Internacional lo prohibe.
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