jueves, 12 de enero de 2012

236.- Congreso de Suresnes, PSOE, 1974



Aquellos jóvenes de Suresnes

Fernando Jauregui - 1984

El 14 de octubre de 1974, el PSOE comenzó a convertirse en una gigantesca máquina de poder


El 13 de octubre de 1974, día en que se clausura el XIII Congreso del PSOE en el pequeño municipio de Suresnes, cercano a París, el partido de Pablo Iglesias cuenta con muy poco más de 2.500 militantes, acaba de salir de una grave y dolorosa escisión y tiene tan sólo un relativo respaldo de la Internacional Socialista. Los dirigentes surgidos de aquel Congreso clandestino son prácticamente desconocidos en los medios de la oposición antifranquista de Madrid, donde la Junta Democrática mantiene una hegemonía indiscutible e indiscutida. Y sin embargo, en aquel acto, celebrado en el teatro municipal Jean Vilar, de Suresnes, se plantaba la semilla que ocho años después iba a conducir al PSOE al poder en España.
Cuando, en la mañana de aquel 14 de octubre de 1974, la nueva Ejecutiva se dirigía a realizar una visita de cortesía al secretario general del Partido Socialista Francés, François Mitterrand, abundaban las caras largas: no todo había sido concordia en el transcurso del congreso que había concluido el día anterior. Pablo Castellano, Hervás, secretario de relaciones internacionales, había llevado su irritación hasta el extremo de que ni siquiera asistió a la entrevista con Mitterrand, quien, junto con el chileno Carlos Altamirano, había sido la gran estrella invitada de aquel XIII Congreso del Partido Socialista Obrero Español renovado. Las soluciones aportadas por el Congreso no habían, obviamente, dejado satisfecho a Pablo Castellano, como tampoco habían gustado a Juan Iglesias, secretario de emigración en la nueva ejecutiva y único representante del exterior en la misma, ni a Francisco Bustelo, secretario de Formación e integrante de la federación madrileña, gran perdedora en aquel XIII Congreso.
El congreso de Suresnes, que sería el último de los que el PSOE celebraba en el exilio, había sido planteado desde algunos meses antes como un necesario reequilibrio entre algunas de las organizaciones regionales del partido renovado.
Hacía meses que las relaciones entre los propios renovadores no eran buenas. Ya en la reunión celebrada en agosto de 1974 en el parador de Jaizquíbel, en Fuenterrabía, se habían puesto de manifiesto tensiones anteriores, surgidas especialmente entre el grupo sevillano, encabezado por Felipe González, Isidoro; Alfonso Guerra, Andrés, y Guillermo Galeote, Ernesto, y la aún débil organización madrileña, liderada por el abogado Pablo Castellano. Éste era considerado "excesivamente socialdemócrata" y "dado al pacto con los democristianos de Gil-Robles" por los intransigentes sevillanos, que prefieren entenderse con el sector sindicalista de la organización vasca, surgido de la combativa margen izquierda de la ría, donde figuran Ramón Rubial, Públo; Nicolás Redondo, Juan, y Eduardo López Albizu, Celso, entre otros.
Los guipuzcoanos aglutinados por Enrique Múgica, Goizalde -que acaba de captar para el partido a varios jóvenes abogados, entre ellos José María Benegas, Chiqui, y Ramón Jáuregui- constituyen, de creer en las cifras de militancia aportadas por cada provincia, la organización más grande numéricamente. Pero existe la fundamentada sospecha de que Múgica está engordando artificialmente el número de fichas para poder concurrir a Suresnes dotado de mayor representatividad y peso.
Al encuentro de Jaizquíbel, en el que se encuentran presentes los principales dirigentes vascos, sevillanos y el madrileño Castellano, no asisten los sectores del exilio que habían roto con Llopis. Entre estos sectores figuraban mayoritariamente quienes algunos años antes habían dirigido las juventudes -Manuel Simón, Manuel Garnacho, Carmen García Bloise- y algunos veteranos aislados que habrían de jugar un papel fundamental en la homologación internacional de los renovados: Francisco López Real, Máximo Rodríguez, Julio Fernández, Arsenio Jimeno, José Mata, son algunos de estos nombres.
Las reticencias entre los sevillanos y Pablo Castellano adquieren mayor relieve del que inicialmente pudiera parecer. El abogado madrileño es, al fin y al cabo, la única figura pública del PSOE en el interior, pese a lo tardío de su incorporación formal al partido -1971- es Castellano el hombre que responde a los periodistas; es Castellano quien contacta con otras fuerzas -desde la Federación Popular Democrática de Gil-Robles hasta la Junta Democrática, nacida en julio de aquel 1974-, y sobre todo, es Castellano quien asiste en nombre del PSOE a los intentos de reunificación socialista, entre los cuales destaca aquel verano la efímera Conferencia Socialista Ibérica.
Pese a las diferencias, de Jaizquíbel surgirá un importante documento-programa que servirá de base para los trabajos del congreso de Suresnes en octubre y que intenta convertirse en una réplica al programa difundido recientemente por la Junta Democrática, la plataforma unitaria aglutinada por Carrillo, Calvo Serer y Antonio García Trevijano y que poco a poco comienza a extenderse por el país. En la cumbre de Fuenterrabía - barajan igualmente varios nombres que podrían figurar en las listas de candidatos a la ejecutiva que debe salir de Suresnes.
Aunque nada se ha pactado expresamente, tras Jaizquíbel flota la sensación de que Nicolás Redondo, hijo y nieto de socialistas, de una probada dureza en la lucha sindical, mantendrá la categoría de primus inter pares en la ejecutiva, categoría que ya le fue otorgada en el Congreso de la escisión de Toulouse, en agosto de 1972, y en el congreso de la UGT en 1971.
Pero Redondo muestra reticencia a aceptar el cargo y finalmente, en vísperas del XIII Congreso, acaba negándose, alegando que prefiere concentrar sus esfuerzos en la UGT. Las negociaciones entre vascos y madrileños son duras: Castellano y Múgica se muestran le acuerdo en frenar cualquier preeminencia "excesiva" de los sevillanos, pero ahí terminan sus coincidencias. La noche anterior al comienzo del Congreso, parece haberse llegado a un pacto vascomadrileño para mantener la Ejecut¡va colegiada, sin Secretario General; Alfonso Guerra, que escucha la conversación que se desarrolla en la habitación vecina, se sorprende gratamente cuando, una vez que Castellano abandona la reunión con los vascos, éstos cambian de opinión y deciden apoyar la candidatura que trae Sevilla, es decir, la que tiene a Isidoro como primer Secretario.
Guerra es, pues, el único que a la mañana siguiente, conoce ya cuál será el resultado del Congreso de Suresnes. Desde la vicepresidencia de la mesa, junto a José Martínez Cobos -hijo de un veterano exiliado en Toulouse-, que preside el acto, Alfonso Guerra muestra un indudable dominio de todos los hilos. No en vano fue el primer integrante del grupo de Sevilla que acudió a la sede socialista en la Rue du Taur, en Toulouse, para conocer, a finales de los años sesenta, a Rodolfo Llopis, un hombre casi mítico que controlaba férreamente el partido desde hacía más de un cuarto de siglo. En 1972, Guerra había acelerado la inevitable ruptura con los históricos de Llopis, partidarios de no ceder el mando del partido al interior, con la publicación de un duro artículo -'Los enfoques de la praxis"- en El Socialista. Desde entonces, y moviéndose siempre en un segundo plano, aquel sevillano, que procedía de ambientes teatrales, había comenzado a edificar una maquinaria de poder.
La maquinaria, en octubre de 1974, apenas estaba en embrión. Los primeros pasos del nuevo PSOE son vacilantes, pese a contar con el respaldo de una mayoría de la Internacional Socialista, que ha dejado de estar influenciada por elementos masónicos que, como el propio Bruno Pittermann, presidente de la organización, habían volcado su apoyo en Llopis.
Aquel 14 de octubre era aún difícil sospechar que precisamente aquel día comenzaba una carrera hacia la Moncloa.


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