Antonio Gramsci: La Historia Detenida
Escritores en prisión
Por Óscar de Pablo
La introducción a nuestro número 30 (junio de 2001), que abordó las relaciones entre cárcel y escritura, terminaba con un aserto esperanzador: “no hay cárcel para la imaginación”. En este número, dedicado a repensar las instituciones y los procesos de justicia criminal, elegimos apegarnos a ese dicho, a fin de explorar las distintas maneras en que el encierro ha puesto de manifiesto el poder liberador de la escritura. De Sade a Wilde, de Gramsci a Dostoievski, la literatura que surge del cautiverio no se ha limitado al testimonio de una circunstancia, sino que ha enriquecido distintas tradiciones, lo mismo de la poesía y la novela que del pensamiento político. Esta breve galería de retratos de escritores en reclusión busca evidenciar lo irrefrenable del ingenio y la inteligencia, al tiempo que confirma la derrota de los muros frente a la vitalidad creadora.
La liberación no es un acto mental.
Marx
La noche del 8 de noviembre de 1926, dos reuniones se celebraron simultáneamente en Roma. En un saloncito de Montecitorio se reunió el grupo parlamentario del Partido Comunista de Italia, encabezado por el secretario general y diputado Antonio Gramsci. Para ese momento, el partido había sido ilegalizado (junto con todos los demás partidos y asociaciones antifascistas) por un decreto que también suspendía las garantías constitucionales. Solo quienes habían sido electos diputados podían reunirse abiertamente gracias a la protección del fuero parlamentario.
Al mismo tiempo, en otro lugar de la ciudad, en el Palazzo Chigi, residencia de Benito Mussolini, el Duce en persona se reunía con Farinacci y Turati para informarles que había decidido suprimir el fuero parlamentario y ordenarles que hicieran arrestar inmediatamente a los diputados comunistas.
Dos horas y media después, ambas reuniones habían terminado. Tras dejar a sus camaradas en Montecitorio, Gramsci se dirigió a la pequeña habitación que rentaba más allá de Porta Pía. Ahí lo esperaba un destacamento de policía con la orden de arrestarlo, acusado de conspiración e incitación al odio de clases. Tenía 35 años y ya nunca volvería a ser libre.
Hallándose en la cárcel de Turi tras haber purgado los primeros veintiséis meses de una sentencia de veinte años y medio, Gramsci pudo satisfacer la que consideraba “su mayor aspiración como preso”: el permiso de escribir. Ese fue el principio de los célebres Cuadernos de la cárcel.
La obviedad de que, tanto en su estilo como en su contenido, esta obra seminal es resultado de las condiciones en que se escribió no basta para idealizar dichas condiciones. Sus hallazgos de forma y de fondo tuvieron lugar en y por la cárcel pero también contra la cárcel, y es ocioso ponderar hasta qué punto cada una de estas preposiciones resultó decisiva. La necesidad de la autocensura, por ejemplo, lo obligó a buscar eufemismos alternativos a las palabras más peligrosas, lo que en algunos casos resultó en una conceptualización nueva y creativa, y en otros en meros eufemismos.
Pero la cárcel no solo determinó un lenguaje, sino también el objeto de sus investigaciones. Para la historia, Gramsci fue detenido la noche del 8 de noviembre de 1926; para él, a su vez, fue la historia la que quedó detenida en ese momento. La cárcel tardó nueve años en arrebatarle el movimiento de las ideas, pero desde el primer día le arrebató el movimiento del mundo. Naturalmente, esta mutua detención informaría el contenido de los Cuadernos: le había quedado para siempre la filosofía, la literatura italiana y la reflexión política y sociológica más general, pero la coyuntura histórica inmediata le fue vedada.
Ciertamente, la coyuntura de la que Gramsci se vio privado fue decisiva, pero no agradable. Sus años de prisión correspondieron a los de la vertiginosa caída del movimiento comunista en el pantano del estalinismo: en esos nueve años, la cantidad se convirtió en calidad: los errores se volvieron crímenes y los crímenes se volvieron monstruosidades, los revolucionarios se volvieron burócratas y los burócratas se volvieron enterradores, no del viejo orden, sino de los camaradas que optaban por resistirse. Todo eso no fue para Gramsci sino una sombra vagamente presentida tras los muros de la prisión.
Sí, la cárcel y la muerte libraron al comunista sardo de toda responsabilidad directa por las monstruosidades del estalinismo y de su correspondiente degeneración intelectual y moral... pero también lo privaron de toda posibilidad de entender y combatir esas monstruosidades. El estalinismo no dejaba a los militantes más alternativa que la complicidad o la resistencia. Entre los viejos comunistas italianos, el astuto Togliatti eligió la complicidad; el testarudo Bordiga, la resistencia. ¿Qué habría elegido Gramsci? Al aislarlo del partido y de la historia, el fascismo le negó el derecho a enfrentar esa pregunta y nos negó a nosotros la insustituible lucidez de su respuesta.
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