Oswald, el asesino de Kennedy, esposado. / MONDADORI (GETTY)
Los que vieron morir a JFK
Medio siglo después, Dallas es aún el lugar maldito donde mataron a John F. Kennedy. Cinco testigos presenciales de aquel día ayudan a reconstruir las últimas horas del presidente
Por DAVID LÓPEZ
"Lamento su pérdida”. Fueron solo tres palabras. Pero la enfermera Phyllis Jean tardó años en acordarse de que las había pronunciado. Y no lo habría hecho si no se lo hubiese recordado uno de los médicos del hospital Parkland Memorial. Era la una de la tarde del 22 de noviembre de 1963, y el doctor William Kemp Clark decretaba la muerte del paciente del quirófano 1 del servicio de urgencias. “Señora, su marido ha muerto”, le dijo entonces a aquella mujer de traje rosa salpicado de sangre que no se había alejado de la camilla donde reposaba el cuerpo de su esposo ni había separado su mano de sus pies. El paciente, John Fitzgerald Kennedy, el trigésimo quinto presidente de Estados Unidos, acababa de fallecer en Dallas. Y Jean se acercó a su mujer, la primera dama, Jackie Kennedy, la miró a los ojos y pronunció aquellas tres palabras de pésame.
Ha tardado casi medio siglo en contar su historia. En compartir su experiencia. En recordar y verbalizar todos los detalles de aquel día. Una jornada de trabajo que preveía rutinaria. Por la mañana, en la unidad de cuidados intensivos. El turno de tarde, en la de obstetricia. Pero todo se trastocó cuando Jean pasó por urgencias antes de salir a almorzar para saludar a sus colegas de la recepción. Aquel era, de hecho, un día con menos pacientes de lo habitual. La ciudad se había volcado para recibir al presidente en su visita al Estado de Texas y miles de personas lo aclamaban en las calles. “Entonces nos anunciaron que se había producido un accidente en la caravana presidencial. En ese momento se abrieron las puertas y todo se convirtió en un caos”, recuerda por teléfono. “Aún resuenan en mi cabeza los gritos entre los agentes del servicio secreto y del FBI por decidir quién debía vigilar el interior del hospital… Aún los veo increparse y empujarse unos a otros por lo que había sucedido”, relata. Primero introdujeron al gobernador demócrata John Connally, sentado en una camilla, escupiendo con cada espiración sangre del pulmón que le había perforado la bala que antes había alcanzado al presidente en el cuello. Después, tumbado, inerte, Kennedy. Jean fue requerida en el quirófano 1. Llevaba menos de un año de trabajo en el hospital, pero conocía la unidad de urgencias. Y en cuanto entró a aquella habitación de apenas 12 metros cuadrados, donde vio a Jackie Kennedy inmóvil frente a su esposo, negándose a esperar fuera, lo supo.
“El presidente estaba muerto”, afirma. La enfermera percibió el color grisáceo azulado de la piel y el azul aún más intenso del contorno de la boca. Se concentró en los ojos, entreabiertos, que dejaban ver una mirada fija y unas pupilas dilatadas. Trató, sin éxito, de encontrarle el pulso. Y cuando uno de los doctores le apartó el cabello para poder evaluar la herida de la cabeza, lo confirmó definitivamente. “Tenía un agujero como la palma de mi mano. Había perdido mucho tejido cerebral”, explica la antigua enfermera, que hoy vive jubilada en la ciudad texana de Irving. “Los doctores sabían que era imposible. Pero lo intentaron. No porque fuera el presidente o porque su mujer estuviera allí. Habríamos hecho lo mismo con cualquier paciente. Pero creo que Dios es quien tiene el control. Y en este caso, nosotros no pudimos hacer nada”.
Jean ha callado su historia prácticamente el medio siglo transcurrido desde que Kennedy fue asesinado, aquella mañana en Dallas, por Lee Harvey Oswald, que fue detenido solo una hora y media después y que moriría dos días más tarde también asesinado, por Jack Ruby, el dueño de un cabaré local. Primero calló por miedo. Explica que los trabajadores que ese día estuvieron en urgencias recibieron durante las semanas siguientes llamadas y cartas anónimas con amenazas en las que les culpaban por la muerte del presidente de EE UU. Algunas de sus compañeras enfermeras dejaron el trabajo e incluso abandonaron el Estado. Ella también las recibió, pero continuó en el centro hasta 1965. Sin embargo, jamás compartió su historia con nadie. Hasta que hace dos años una sobrina suya la convenció para que la contara. Para que participara en las charlas que en ocasiones organiza el Sixth Floor Museum, el museo dedicado al asesinato del presidente que se encuentra en la sexta planta del antiguo Depósito de Libros de Dallas. El edificio en el que Harvey Oswald, aquella mañana de noviembre de 1963 que conmocionó al mundo, se escondió hasta que llegó la caravana del presidente. La misma planta por la que se asomó con su rifle Mannlicher y disparó tres balas en ocho segundos. La primera vez falló. La segunda alcanzó al presidente en la garganta e hirió a Connally. Y la tercera acertó a Kennedy en la cabeza. El lugar donde hoy se puede visitar, vallada por cristales, una recreación del aspecto que aquel día tenía el rincón polvoriento y atestado de cajas marrones de libros desde el que Harvey Oswald entró en la historia y por cuyas ventanas se ve, en la calle Elm, la equis marcada con pintura blanca que señala el punto exacto donde se encontraba el Lincoln Continental negro descubierto que trasladaba al presidente.
Mi padre vio a un hombre de blanco en la ventana que no parecía oswald, pero nadie le interrogó”. Tina Pender, testigo.
Ahora Jean da un paso más y comparte su testimonio públicamente. Quiere que la gente la escuche porque dice sentir que, “como testigo de aquel acontecimiento, uno de los más importantes en la historia de mi país, tengo el deber de dejar que se sepa al menos lo que yo vi y viví aquel día”. La enfermera, de voz cálida pero entrecortada, reconoce que según lo cuenta le resulta más fácil repetirlo. Y que al hacerlo siente, sobre todo, un “alivio por haber sido capaz finalmente de romper una barrera personal”. Pero confiesa que todavía hoy, 50 años después, no sabe qué sucedió realmente aquel día. “Yo soy una de las personas que creen en las teorías de la conspiración”, admite. “Hay demasiadas preguntas sin respuesta… Lee Harvey Oswald era un tipo pequeño intentando labrarse un gran nombre. No pudo hacerlo solo”.
Jean no es la única que piensa así. Hoy, un 59% de los estadounidenses, según un sondeo realizado el pasado mes de abril por la agencia informativa Associated Press y la empresa GfK, cree aún que hubo varias personas implicadas en el asesinato de Kennedy. Frente a ellos, solo un 24% considera que Harvey Oswald actuó en solitario, como determinó la Comisión Warren, que investigó el atentado por orden del presidente Lyndon B. Johnson durante 10 meses, en 1964. Y todavía hay un 16% que duda al responder. Sin embargo, los números han cambiado notablemente. En 2003, cuando se cumplieron 40 años del crimen, tres de cada cuatro norteamericanos creían en la conspiración. Muchos más de los que lo hacían en 1966, cuando tres años después de la tragedia era uno de cada dos, de acuerdo con la encuesta que entonces realizó la empresa Gallup.
La muerte de Kennedy fue el magnicidio más impactante del siglo XX. Comparable al asesinato en 1914 del archiduque Francisco Fernando de Austria, que espoleó la Primera Guerra Mundial. Y la noticia que cambió para siempre la función de un nuevo medio de comunicación, la televisión, al que hasta aquel momento solo se recurría como entretenimiento. Incluso Dallas parece hoy, a ojos del visitante, haberse quedado anclada en aquella mañana. Atrapada en una escena del crimen que es el principal atractivo turístico de la ciudad. El próximo 22 de noviembre, la urbe honrará al presidente en el aniversario de su muerte, en una de las contadas ocasiones en que lo ha hecho, con una ceremonia en la que, sin embargo, no participará ningún político relevante. Dice su alcalde, el demócrata Mike Rawlings, que no es “por vergüenza”, que la ciudad, la más progresista de Texas – donde Barack Obama ha ganado sus dos elecciones–, “hace años que lo superó”. Añade que el objetivo de la celebración es hacer “algo íntimo” dirigido por líderes locales de la comunidad y para sus habitantes, “pero que podrá ver el mundo entero”. Sin embargo, 50 años después Dallas se mantiene como ese lugar maldito donde mataron al que los estadounidenses consideran su presidente favorito. Y con un crimen que perciben aún sin resolver.
“Yo no creo que sepamos qué sucedió realmente. Hay muchas teorías. Pero no he querido meterme en ellas. No concibo ninguna pregunta concreta para la que me gustaría tener respuesta”, afirma, con cierta resignación, Tina Pender, que nació en Dallas y tenía 13 años el día que Kennedy murió. Ella estaba allí, en la esquina de las calles Houston y Elm, cuando le dispararon. Su padre portaba una cámara de fotos. Ella, un tomavistas de ocho milímetros con el que grababa a la primera dama, que saludaba desde el coche. “Recuerdo que estaba fantástica. Parecía mirar directamente a mi objetivo”, rememora. Entonces escuchó los disparos. Primero pensó que eran petardos. Pero su padre, exmilitar, supo que no lo eran y que alguien acababa de disparar a Kennedy.
El alcalde y el jefe de policía decidieron sacar a oswald a pie para calmar a los periodistas. y entonces ruby lo mató” Pierce Allman, periodista que cubrió el asesinato
“Cuando todo pasó, recuerdo haber vuelto a casa en el coche con mis padres, todos en silencio, escuchando la radio. Y haber seguido en silencio ya en la vivienda, con la radio también encendida, mientras anunciaban su muerte y mi madre preparaba sándwiches en la cocina. Yo no sabía qué pensar, pero no dije nada. Después, esa tarde regresé al colegio, porque era el plan previsto. Fue una sensación muy rara”, cuenta. Pender no preguntó nada sobre lo sucedido a sus padres. Ni siquiera con el paso de los años. “Mi padre apenas podía hablar de ello. Fue muy doloroso para él. Y yo no sacaba nunca el tema”.
Hoy no tiene preguntas sobre el caso. Pero confiesa que sí se guardó muchas que le hubiera gustado hacer a sus padres antes de que fallecieran. “Él dijo que había visto a un hombre con un traje blanco en la ventana que no parecía Harvey Oswald, pero nadie del FBI ni de la policía le interrogó nunca”. Y explica que para que no le suceda a ella lo mismo ha escrito recientemente un libro, al que ha dedicado tres años, en el que cuenta su historia personal. “Quiero que cuando yo no esté, mi familia tenga información mía sobre lo que sucedió. Algunos parientes, después de leerlo, me han reconocido que no sabían por lo que yo había pasado. Contarlo es algo muy bueno. Estoy aliviada y contenta”.
“¿Sabe? Yo he soñado con haberme encontrado a Oswald varias veces…”. Pierce Allman habla con una prodigiosa voz de radio, grave, modulada y de dicción impecable. Por algo fue reportero radiofónico y de televisión antes de dejar el periodismo para ser profesor. El 22 de noviembre de 1963 aún lo era. Trabajaba para la emisora de radio local WFAA. Pero no le correspondía cubrir la caravana. Sin embargo, la tarde anterior había visto a los Kennedy por televisión en el recibimiento en Fort Worth y le habían impresionado: “Eran lo más parecido a una pareja de la realeza que puede haber en Estados Unidos”. Por eso decidió acercarse hasta la plaza Dealey. Quería observarlos de cerca. “Estaba frente al Depósito de Libros. Recuerdo que cuando llegó el coche presidencial ni me percaté de que el gobernador Connally también iba a bordo. Me quedé fascinado con la señora Kennedy. Estaba maravillosa”, ensalza. A partir de ahí, “todo sucedió muy rápido”. Tres disparos. Gritos. Allman recuerda a Jackie saltando sobre su marido “no para salir del coche, como algunas personas dijeron después, sino para sujetarle la cabeza. Ella chillaba: ‘¡Han matado a John!’. Y uno de los agentes del servicio secreto apuntaba con el pulgar hacia abajo a sus compañeros y gritaba: ‘¡Vamos, vamos, vamos!”. Un policía en moto le instó a echarse al suelo. Pero enseguida Allman supo que debía incorporarse y buscar un teléfono, recuerda. Tenía que llamar a la emisora y contar lo que estaba sucediendo.
Bordeó el edificio. Entró y preguntó a un hombre que salía dónde podía encontrar un aparato. Aquel hombre se lo indicó. Después telefoneó a la emisora. “Recuerdo que cuando entré en antena no sabía bien qué contar. No quería decir que habían disparado al presidente, porque en aquel momento no se conocían bien los hechos ni sus consecuencias como para dar aquella noticia en la radio. He olvidado qué conté y cómo descubrí lo que había sucedido, pero sí sé que no dije que habían disparado a Kennedy”. El vestíbulo del edificio era un enjambre. Agentes de diferentes cuerpos de seguridad que entraban y salían. Voces. Órdenes. Allman pasó más de una hora allí, en contacto con su emisora. Desde aquel teléfono contó en antena que habían encontrado un rifle cuando vio a los policías bajar con el arma. “Aquello era un caos. Más aún porque entonces matar al presidente todavía no era un crimen federal como ahora, sino un homicidio local, y por tanto era competencia de la policía”, recuerda. Estuvo pegado al aparato hasta que un hombre que se identificó como oficial de inteligencia del Ejército le preguntó, por primera vez en todo ese tiempo, quién era y con quién hablaba. Después le pidió que colgara y se marchara. Lo hizo. Y volvió a la emisora, donde trabajó durante tres días y tres noches, en retransmisiones en directo y en programas en todo el mundo que les llamaban para pedirles información.
El jurado de Dallas que decidió sobre el asesinato de Oswald. / DONALD UHBROCK
Dos semanas después, Allman, que declararía también en 1976 ante el Comité de la Cámara de Representantes sobre Asesinatos (HSCA, según sus siglas en inglés), que tres años después haría público su informe final apuntando una “posible conspiración” sin concretar, recibió una llamada del servicio secreto. Dos agentes le visitaron en su casa y le pidieron que reconstruyera su historia. Lo hizo, como sigue haciéndolo hoy, con la minuciosidad del periodista que escribe una crónica. Aquellos agentes le revelaron entonces que, con toda probabilidad, la persona a la que había preguntado por el teléfono público había sido Harvey Oswald. “Pero yo hoy sigo sin saber si era cierto o no”, se resigna. “Sigo preguntándome qué habría pasado si hubiese mirado antes al edificio, y si al cruzarme con Oswald le hubiese reconocido. Sigo preguntándome qué habría podido hacer o si hubiera hecho algo. Aunque sé que son cosas que no tienen sentido y no se pueden pensar”, añade. ¿Y como periodista, qué le habría preguntado? “He soñado que Oswald salía del edificio. Que yo le paraba. Y que le decía: ‘Tú eres el tipo de la ventana’. Porque creo que solo habría sido capaz de decirle eso: ‘¡Tú eres el tipo de la ventana, el hombre del rifle…!”.
Allman se prepara ahora para celebrar el aniversario de forma especial. Asegura que no le importa compartir su historia. Y cuenta que, como se había casado solo un mes antes de la muerte del presidente, está preparando una celebración doble para este año. “Vendrán amigos y también colegas de aquella época con los que recordaremos lo que sucedió. Muchos, aunque no hablen de ello, no lo olvidan. Sobre todo porque, como me sucede a mí, a pesar de que todo fue muy rápido, lo viven a cámara lenta. Yo aún puedo verlo todo, escucharlo… En aquel momento no fuimos conscientes de la enormidad que había sucedido. Pero en cuestión de diez segundos el mundo había cambiado”.
Con esos excompañeros reporteros y locutores todavía analiza hoy la historia de Harvey Oswald. Sobre todo cómo fue la presión de la prensa la que, según cree, condujo a su muerte. “Éramos 200 o 300 reporteros que queríamos ver a Oswald, hacerle preguntas… El plan original de la policía era llevárselo en coche desde el ayuntamiento, donde estaba encerrado en el sótano. Pero se publicaron informaciones cuestionando la actuación de la policía y había rumores entre la prensa de que había sido maltratado. Al final, el alcalde y el jefe de policía decidieron sacarlo a pie, para calmar a todos los periodistas. Y entonces lo mató Jack Ruby”, se lamenta.
“Jack había tenido contactos con gente de la Mafia, pero él no estaba metido en nada así. Yo lo conocí durante cuatro años”. Antes de convertirse en el ayudante del sheriff en Dallas, Eugene Boone había trabajado en la sección de anuncios del periódico Dallas Times Herald. Allí llegaba todas las semanas Ruby, siempre achuchado de dinero, siempre obligado a pagar por adelantado, para publicar un anuncio de Carousel, su cabaré. “Continuamente intentaba hacer algo inusual o llamativo para atraer público a su local. El negocio no le iba bien y además tenía la sensación de que los hermanos Abe y Barney Weinstein, que tenían otros dos cabarés, querían dejarle fuera del negocio”, recuerda Boone. Hoy, cinco décadas después, no le queda ninguna duda sobre que el asesino de Harvey Oswald, el hombre que con un revólver Colt de 38 milímetros descerrajó un tiro en el estómago a quemarropa al presunto asesino de Kennedy, también actuó solo, como estableció la Comisión Warren. “Creo que Jack era un partidario del presidente. Y que pensó que podría matar a Oswald, ningún jurado le condenaría y se convertiría así en un héroe y en la gran atracción que su club necesitaba”.
El joven agente Boone, que tenía entonces 25 años, no solo conoció a Ruby. Aquel día estaba en la oficina del sheriff, en la calle Maine, a pocas manzanas de la plaza Dealey. Desde allí escuchó los disparos y echó a correr hacia la escena del crimen. Cuando llegó, enseguida centraron la búsqueda en el Depósito de Libros, recuerda. A él le tocó subir a la sexta planta. Un espacio oscuro de cajas apiladas. Pero vio en la esquina noroeste algunas que habían sido movidas. “Me acerqué, apunté con la linterna y allí oculto encontré un rifle. Protegí la escena y llamé al fotógrafo. Nunca lo toqué. Después volví a la oficina a escribir mi informe”, narra.
Han pasado 50 años. Boone asegura hoy sentirse satisfecho compartiendo su historia. Es de los que creen que “los libros conspiracionistas deben estar en las estanterías de ciencia ficción de las librerías”. Pero confiesa no saber bien todavía por qué le hicieron tantas preguntas sobre el hallazgo del rifle cuando declaró ante la comisión. El abogado Joseph A. Ball, uno de los investigadores del comité, le preguntó hasta en 22 ocasiones por el arma. ¿Puede señalar dónde la halló? ¿Qué hora era? ¿Miró usted su reloj y la anotó? ¿Tocó el rifle? ¿Cuál era la distancia entre las cajas donde reposaba? Boone vuelve a responder hoy, mientras lo recuerda, a aquel interrogatorio. “Creo que intentaban determinar cómo había terminado el rifle allí. Yo pienso que era algo que Harvey Oswald tenía decidido de antemano. Sabía que iba a disparar al presidente. Y que tendría que correr escaleras abajo, que estaban justo detrás, para huir. Por eso escogió aquella posición”, analiza. Quince años después de aquello, Boone aún guardaba silencio. No quería recordar lo que había sucedido. “Fue un fin de semana que trastocó el mundo. Éramos un país muy ingenuo. Desde entonces he visto cambiar muchas cosas. Hoy vivimos en un mundo diferente”, añade.
“En la América en la que yo crecí se elegía a un presidente y todos lo aceptábamos como el representante de nuestro país y lo apoyábamos. Creíamos que lo que el presidente decía a la gente era un hecho. Después llegó Eisenhower, que fue el primero que nos mintió. Luego lo hicieron otros, como Nixon o Clinton. Ahora la gente desconfía de su propio Gobierno”. Bob Huffaker, de 76 años, se muestra crítico con su país. Dice que ahora la mentira “parece haberse convertido en una táctica política aceptable” y cita como ejemplo la última campaña electoral de Obama y Romney. “Mucha gente se cree las mentiras de los políticos o de sus medios afines. Y eso subraya la atmósfera que hace que todavía hoy tantas personas no se crean los hechos de 1963 y que aún piensen que tiene que haber algo más siniestro detrás del asesinato”, apostilla. Huffaker era reportero de la televisión CBS cuando Kennedy murió. Retransmitió la caravana, dio la noticia de la muerte desde la puerta del hospital, presenció en directo cómo Ruby disparaba a Oswald y cubrió la agonía de este en la cárcel hasta morir por un cáncer de pulmón en enero de 1967. Todavía se confiesa orgulloso de la serenidad y ausencia de sensacionalismo con las que fueron capaces, dice, de trabajar aquellos días. Y de las preguntas que realizó entonces. Sobre todo cuando recuerda cómo le inquirió al jefe de policía si, con el pasado sospechoso que tenía Oswald, estaba bajo vigilancia, si el FBI sabía dónde se encontraba y por qué no había informado a la policía. Aunque aún le queda el remordimiento de haber cometido un error: confundir el segundo nombre de Oswald y llamarle Harold en vez de Harvey. “Pero fue porque uno de los policías con los que verifiqué mis datos, que estaban bien, me dio el nombre erróneamente y me dijo que así figuraba en la orden de arresto”, se excusa.
Poco después abandonó el periodismo. “Pensé que había sido un hito para mí, pero necesitaba dejarlo atrás. Me sentía profundamente atrapado en aquella historia, aún hoy me siento así, y quería hacer algo que mereciera más la pena que contar tragedias”, confiesa. Entonces volvió a la Universidad, hizo el doctorado y se convirtió en profesor. Durante 15 años nunca les habló a sus alumnos de Kennedy ni de cómo había cubierto la noticia. Tampoco comentaba su historia cuando regresó de nuevo al periodismo como editor de una revista mensual. Y solo en 2004 se atrevió, por fin, junto a tres colegas reporteros, a escribir un libro (When the news went live) en el que recuerdan cómo trabajaron aquellos días con la gran noticia de sus carreras. “Siempre supe que debía escribirlo y volver a contarlo porque tenía cierta obligación con la historia. Se lo debía”, ensalza.
Para Huffaker, hoy esa noticia “sigue siendo una de las historias con más malentendidos que me he encontrado nunca”. Se lamenta de que las teorías de la conspiración, múltiples –desde las más académicas, que cuestionan las conclusiones de la Comisión Warren sobre la actuación solitaria de Oswald o la teoría de la bala única que alcanzó al presidente y al gobernador, hasta las más atrevidas, que hablan de complots orquestados por el vicepresidente Johnson, la KGB o la Mafia–, sigan “dominando la opinión pública”. Él cree que los hechos, tanto hace 50 años como ahora, “están claros” y “no había, ni hay, evidencia de nada más”. Aunque eso no le impide preguntarse al recordarlos, sobre todo, cómo Oswald se las había arreglado para viajar a países como la Unión Soviética o Cuba. O por qué el FBI destruyó pruebas, entre ellas una carta que el propio Oswald había dejado días antes del asesinato en la oficina local de los federales en Dallas para el agente James Hosty, responsable de su seguimiento. “Creo que solo estaban cubriendo su propia ineptitud. Pero eso no ha ayudado nunca a disipar la nube de las conspiraciones”, destaca. Como tampoco lo hace, según añade de nuevo muy crítico el veterano reportero, que Estados Unidos “sea un país con un sistema educativo poco sofisticado en el que nuestros hijos crecen sin apenas conciencia y entendimiento sobre la historia del mundo y del propio Estados Unidos”. “Eso provoca una ignorancia generalizada. De ahí que hoy, 50 años después, sigamos creyendo que hubo una conspiración para matar a Kennedy”
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