Perseguir y criminalizar a los jueces "estrella"
La criminalización de la que han sido objeto algunos jueces, peyorativamente denominados "estrellas", ha sido orquestada, en muchas ocasiones, por los partidos políticos en el poder y por los medios de comunicación que le han sido afines
Por María Eugenia R. Palop
Que en un Estado constitucional los jueces ni son ni pueden ser “la boca muda que pronuncia la ley” es, a estas alturas, una obviedad. Sin embargo, el modo en que se forma a los juristas en las facultades de Derecho sigue asumiendo la prevalencia y la omnipotencia de un legislador único e infalible al que los (buenos) ciudadanos han de obedecer, y al que los jueces deben someterse. Pero, ¿dónde está ese legislador, ese Parlamento único e infalible, en un sistema constitucional como el nuestro? ¿Es posible mantener hoy esta especie de ficción teológica? ¿Podemos imponer a los jueces esta profesión de fe en el poder político?
Tradicionalmente en los jueces se ha buscado una especie de obediencia militar, un acatamiento ciego de la ley, y una aplicación mecánica de las normas, y se les ha educado en este modelo obtuso, que no se corresponde con la realidad del Derecho, ni, por supuesto, con la realidad social a la que el Derecho se aplica. Se les ha pretendido adeptos al poder, acríticos, e identificados con las estructuras de dominación, pero, a la vez, en un Estado constitucional se espera de ellos que funcionen como un poder contramayoritario, que canalicen el descontento, que protejan a las minorías injustamente marginadas, que limiten los excesos y la prepotencia del legislativo y el ejecutivo, y, en definitiva, que embriden firmemente al Parlamento. O sea, que, Constitución mediante, los jueces han de hacer eso, aunque se les ha formado y persuadido para que hagan lo contrario.
Se diría que esta cierta tensión de roles es la propia de un Estado de Derecho, y que resulta necesario moverse en la ambigüedad para garantizar simultáneamente la seguridad jurídica, la equidad y la justicia. Pero si esto es así, ¿por qué se critica (y se teme) únicamente a los jueces más activistas? Les critica el gobierno cuando sus autos y sentencias no les favorecen, y les critica también el poder judicial oficialista, estructuralmente organizado a imagen y semejanza del Padre.
La criminalización de la que han sido objeto algunos jueces, peyorativamente denominados “estrellas”, ha sido orquestada, en muchas ocasiones, por los partidos políticos en el poder y por los medios de comunicación que le han sido afines, y, por supuesto, se han alimentado perversamente de la (necesaria) contradicción a la que me acabo de referir.
El problema es que el daño que este escarnio público provoca es de dimensiones incalculables. Estimular la desconfianza en la judicatura resulta mucho más pernicioso para nuestro sistema democrático que la desconfianza o la crítica que puede suscitar el ejercicio de la política. Si declararse “apolítico” es una contradicción en sus términos y una postura “políticamente” insostenible, despreciar y perseguir a los jueces puede llevarnos a una situación de total desprotección frente a la arbitrariedad. Cada paso que damos en esta dirección, nos aproxima más al desmantelamiento del Estado de Derecho que, entre otras cosas, avala la separación de poderes y la independencia del poder judicial. Y hay que prestar atención a este asunto, porque esta separación es la única que garantiza que nuestros derechos no van a ser impunemente arrasados por la barbarie de gobiernos absolutos con pretensiones ilimitadas a perpetuidad.
En fin, está claro que una Constitución exuberante en derechos requiere que los jueces hablen con voz propia, que apliquen e interpreten el Derecho, como lo han hecho siempre, y que, además, participen activamente de su creación. Y está claro también que este proceso de empoderamiento judicial no está exento de riesgos, aunque sólo sea porque los jueces se equivocan, y no son ni mejores ni peores, por definición, que cualquier parlamentario. De hecho, no son sus preferencias subjetivas las que nos tienen que interesar, sino los procedimientos que utilizan y la argumentación en la que apoyan sus sentencias. Por eso es lógico que los jueces tengan que someterse a mecanismos de control, pero la cuestión es que estos mecanismos no deben depender únicamente de un poder político de cuya legitimidad hoy puede dudarse con fundamento. No hay que olvidar que el sometimiento del juez a la Constitución y la existencia misma del Tribunal Constitucional garantiza suficientemente el equilibrio de poderes y la intervención del legislador en el proceso judicial. Lo que no parece que haga falta es que se incremente la presión política sobre la judicatura cuando sus posiciones no resultan “oportunas”.
En otras palabras, el control de la eventual incontinencia judicial, en caso de darse, no puede dejarse en manos de un gobierno que persiga a la carta (y a degüello) a los jueces que saquen los pies del plato. Si se quiere evitar, con razón, cualquier forma de decisionismo judicial hay que orientar de manera diferente la formación que los jueces reciben, así como modificar los procesos de acceso a la judicatura y de selección de magistrados. Deberíamos exigir que el poder judicial se sometiera al Derecho, claro, pero no a su literalidad, por otra parte, imposible, sino a su palabra interpretada con equidad, a su finalidad, a su espíritu, y a los objetivos sociales que se propone. Deberíamos exigir que los jueces fueran fieles también al sistema democrático y que escucharan a los movimientos sociales que se sitúan en los márgenes de la política institucionalizada. Deberíamos exigir a los jueces que interpretaran el Derecho pensando en cubrir las necesidades y en satisfacer los derechos de las personas más vulnerables. Y, francamente, deberíamos alegrarnos de que en nuestro país algunos jueces ya lo hayan hecho. Estos jueces han decidido tenerle más fe a la Constitución que al gobierno, y lamentablemente están pagando un alto precio por ello.
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