Testamento político de JOSÉ MANUEL BALMACEDA
Santiago, 18 de Septiembre de 1891.
Mis amigos:
Dirijo esta carta a un amigo para que la publique en los diarios de esta capital y pueda así llegar a conocimiento de Uds., cuya residencia ignoro.
Deseo que Uds., mis amigos y mis conciudadanos conozcan algunos hechos de actualidad y formen juicio acertado acerca de ellos.
El 28 de Agosto depuse de hecho el mando en el General Baquedano; y de derecho termino hoy el mandato que recibí de mis conciudadanos en 1886.
Las batallas de Concón y la Placilla determinaron este resultado. Aunque en Coquimbo y Valparaíso había fuerzas considerables, estaban divididas y no había posibilidad de hacerlas obrar eficazmente para detener la invasión de los vencedores.
Con los Ministros presentes acordamos llamar al General Baquedano y entregarle el mando con algunas condiciones. Nos reunimos para este objeto con el General Velásquez y los señores Manuel A. Zañartu, General Baquedano y Eusebio Lillo, a quien había pedido tuviera la bondad de llamar al señor Baquedano en mi nombre.
Quedó acordado y convenido que el Señor General recibiría el mando; que se guardaría el orden público, haciendo respetar las personas y las propiedades: que los partidarios del Gobierno no serían arrestados, ni perseguidos; que yo me asilaría en lugar propio de la dignidad del puesto que había desempeñado, para cuyo efecto se designó la Legación Argentina, a cargo del Excmo. Señor Don José Uriburú, decano a la vez del Cuerpo Diplomático, debiendo el General Baquedano prestar eficaz amparo al asilo y a mi persona, y aún asegurar mi salida al extranjero.
Manifesté que en Coquimbo se podía reunir 6.000 hombres, y que en ese momento había en Santiago 4.500 sin contar la Policía. Agregué que el sometimiento voluntario de estas fuerzas requería, de parte del General, asegurar condiciones convenientes al Ejército, que había siempre procedido en cumplimiento de estrictos deberes militares.
Aunque el 28 tuve los medios necesarios para salir al extranjero, creí que no debía excusar responsabilidades, ni llegar fuera de Chile como mandatario prófugo, después de haber cumplido, según mis convicciones y en mi conciencia, los deberes que una situación extraordinaria impuso a mi energía y patriotismo.
Esta resolución se había fortalecido al contemplar la acción general iniciada contra las personas y los bienes de los miembros del partido que compartió conmigo las rudas y dolorosas tareas del Gobierno, y la más grave y extraña de procesar y juzgar por tribunales militares a todos los Jefes y Oficiales que se han mantenido fieles al Jefe constitucional, y que en las horas de agitación política excusaron deliberar porque la Carta Fundamental se los prohíbe.
Bastará la enunciación de los hechos para caracterizar la situación y producir el sentimiento de justicia política.
El Gobierno de la Junta Revolucionaria, dice, es de hecho, y no constitucional, ni legal. No recibió, al iniciarse el movimiento armado, mandato regular y del pueblo; obró en servicio de la mayoría del Poder Legislativo, que se convertía también en Ejecutivo; y aumentó la Escuadra, y formó ejército, y percibió y gastó los fondos públicos, sin leyes que fijaran las fuerzas de Mar y Tierra, ni que autorizaran el percibo del impuesto y su inversión: destituyó y nombró empleados públicos, inclusos los del Poder Judicial; y últimamente ha declarado en funciones a los Jueces y Ministros de Tribunal que, por ley dictada con aprobación del Congreso de Abril, estaban cesantes, y ha suspendido y eliminado a todo el Poder Judicial en ejercicio. Ha convocado, al fin, por acto propio a elecciones de nuevo Congreso, de municipios y de Presidente de la República.
Estos son los hechos. Entre tanto, el Gobierno que yo presidía era regular y legal, y si hubo de emplear medidas extraordinarias por la contienda armada a que fue arrastrado, será, sin duda, menos responsable por esto que los iniciadores del movimiento del 7 de enero, que emprendieron el camino franco y abierto de la Revolución.
Si el Poder Judicial que hoy funciona es digno de este nombre, no podría hacer responsables a los miembros del Gobierno constituido por los actos extraordinarios que ejecutara compelido por las circunstancias, sin establecer la misma y aún mayor responsabilidad por los directores de la Revolución. Tampoco en nombre de la Justicia Política, se podría, sin grave error, hacer responsables de ilegalidad a los miembros del Gobierno, en la contienda civil, porque todos los actos de la Revolución, aunque hayan tenido el éxito de las armas y constituido un Gobierno de hecho, no han sido arreglados a la Constitución y a las leyes.
Si se rompe la igualdad de la justicia en la aplicación de las leyes chilenas, ya que se pretende aplicarlas únicamente a los vencidos, se habrá constituido la dictadura política y judicial más tremenda, porque sólo imperará como ley suprema la que proceda de la voluntad del vencedor. Se ha ordenado por la Junta de Gobierno que la justicia ordinaria, o sea, la que ha declarado en ejercicio por haber sido partidaria de la Revolución, procese, juzgue y condene como reos de delitos comunes a todos los funcionarios de todos los órdenes de la Administración que tuve el honor de presidir, por los actos ejecutados desde 1° de enero último. Se pretende, por este medio, confiscarles en masa todos sus bienes, haciéndolos responsables como reos ordinarios de los gastos de los servicios públicos: y por los actos de guerra, de disciplina, o de juzgamiento según la Ordenanza Militar, culpables de violencias personales o de simples asesinatos.
Presos los unos, arrestados en sus casas y con fianzas excepcionales para no salir de ellas los otros, ocultos muchos y todos perseguidos, no hay ni tienen defensa posible. Se va a juzgar y condenar a los caídos, y van a ser juzgados y condenados por sus enemigos de la Junta de Gobierno y por sus enemigos del Poder Judicial.
Igualmente injustificado y doloroso es el proceso universal abierto a los Jefes y Oficiales que han servido al Gobierno constituido. Si el Gobierno legal hubiese triunfado, aun no se explicaría el proceso de los que hubieran sido vencidos y aniquiladas porque eso no sería digno, ni político, en las tareas de Gobierno que corresponden al vencedor. Pero que la Revolución triunfante procese y condene a los Jefes y Oficiales del Ejército que han defendido al Gobierno constituido, porque no fueron Revolucionarios, y esto tratándose aún de los jefes y oficiales que en Santiago, Coquimbo y Concepción rindieron obediencia al General Baquedano y la Junta Revolucionaria, y que no han disparado un solo tiro, es todo lo que puede imaginarse de más irregular y extraordinario.
Olvida la Junta que ya es Gobierno de hecho y que tiene que constituir Gobierno definitivo, y que si pretende aplicar castigos en masa a los jefes y oficiales por que fueron leales al Gobierno constituido, socava en sus fundamentos su propia existencia y lanza las huestes de hoy o de mañana al camino de la rebelión en las crisis que puedan producirse por la organización o el funcionamiento del orden de cosas actual.
Cerradas o destrozadas todas las imprentas en el territorio de la República, por las cuales se pudieran rectificar los errores de apreciación o de hecho que se producen, el Gobierno no ha podido desvanecer inculpaciones diversas y crueles. Conviene por lo mismo dejar constancia de las reglas o procedimientos que formaron nuestra norma de conducta durante todo el período de la Revolución. Así fijaremos límite a las responsabilidades.
Las personas que formaron el elemento civil de la Revolución, que la dirigieron y ampararon con sus recursos y esfuerzos, fueron inhabilitadas, por el arresto, el extrañamiento provisorio, o el envío de ellas a las filas del ejército Revolucionario. Se procuró evitar, en lo posible, procedimientos que hiciesen más profundas las escisiones que dividían a la sociedad chilena. La acción de Gobierno alcanzó, en realidad, a un número reducido de personas comprometidas en la Revolución.
Los delitos de conspiración, cohecho o insubordinación militar, se han juzgado por la Ordenanza únicamente en casos comprobados y gravísimos, pues en la generalidad de los hechos no se ha formado proceso, o se los ha disimulado, o no se han adelantado los procesos iniciados. Pensando el Gobierno en su propia conservación, no creyó prudente comprometer, sin antecedentes comprobados, públicos e inexcusables, la confianza que le merecía el ejército que guardaba su existencia.
En cuanto a las montoneras que el Derecho de Gentes pone fuera de la ley y que por la naturaleza de las depredaciones que están llamadas a cometer, habrían sido causa de desgracias sociales, políticas y económicas, se creyó siempre que debían ser batidas y juzgadas con arreglo estricto a las disposiciones de la Ordenanza Militar.
Felizmente, durante siete meses, el país se vio libre de esta calamidad. Pero en el mes de Agosto y en vísperas del desembarco militar de Quinteros, las montoneras hicieron irrupción en todos los departamentos, desde Valparaíso a Concepción. Aprovechando de las sombras de la noche, rompían y destrozaban los telégrafos, llevándose los postes y los alambres; interrumpían la línea férrea, haciéndola saltar con dinamita en muchos puntos a la vez; atacaban y destrozaban los puentes, matando a los guardianes, y los que lograban apresar, como en la provincia de Linares, eran fusilados.
Nunca fue más crítica la seguridad del Ejército y de su poder y necesidad de concentración.
Los Jefes de División hubieron de distribuir numerosas fuerzas en el cuidado de los telégrafos y de la línea férrea, con grave perturbación de las operaciones posteriores que se desarrollaron tan rápidamente en Concón.
Si las fuerzas destacadas en persecución de las montoneras y el cuidado de los telégrafos y de la línea férrea de la cual dependía la existencia del Gobierno y la vida del Ejército, no han observado estrictamente la Ordenanza militar y
han cometido abusos o actos contrarios a ella, yo los condeno y los execro. Estoy cierto que conmigo los condenan igualmente todos los que contribuyeron a la dirección del Gobierno en las horas peligrosas de la Revolución.
Todos sabemos que hay momentos inevitables y azarosos en la guerra, en que se producen arrebatos singulares que la precipitan a extremidades que sus directores no aceptan y reprueban. La trágica muerte del Coronel Robles, herido al amparo de la Cruz Roja, la muerte violenta de algunos jefes y oficiales hechos prisioneros en Concón y la Placilla, el desastroso fin del Ministro y cumplido caballero don Manuel María Aldunate, y los desvíos que se aseguran cometidos contra la montonera que se organizó en Santiago, prueban que en la guerra se producen, a pesar de la índole y de la recta voluntad de sus jefes, hechos aislados y dolorosos que a todos nos cumple deplorar.
Aunque nosotros no aceptamos jamás la aplicación de los azotes, se insiste en imputarnos los errores o las irregularidades de los subalternos, como si en el territorio que dominó la Revolución no se hubieran producido, desgraciadamente, los mismos hechos.
Bien sé yo que sólo en la moderación, en la equidad y en un levantado patriotismo de los conductores del nuevo Gobierno, se encontrará la solución que devuelva la quietud a los espíritus y el equilibrio social y político tan profundamente perturbado por los últimos trastornos y acontecimientos. Pero, después de concluida la contienda, nos encontramos bajo la presión de un régimen implacable, que no asomó siquiera su fisonomía en las horas de contradicción y de batalla.
Saqueadas las propiedades urbanas y Agrícolas de los partidarios del Gobierno: presos, prófugos o perseguíais todos los funcionarios públicos; i sustituido el poder judicial existente por el de los amigos 6 partidarios de la Revolución: procesados todos los jefes y oficiales del ejército que sirvió al Gobierno constituido, lanzados todos a la justicia, como reos comunes, para responder con sus bienes y sus personas de los actos de la Administración, como si no hubiera existido Gobierno de derecho ni de hecho; sin defensa posible; sin amparo en la Constitución y las leyes, porque impera ahora, con más fuerza que antes, el régimen arbitrario de la Revolución, hemos llegado, después de concluida la contienda y pacificado el país, a un régimen de proscripción que, para encontrarle paralelo, es necesario retroceder muchos siglos, remontarse hasta otros hombres y a otras edades.
Entre los más violentos perseguidores del día, figuran políticos de diversos partidos y a los cuales los colmé de honores, exalté y serví con entusiasmo. No me sorprende esta inconsecuencia, ni la inconstancia de los hombres.
¿No se formó en los famosos tiempos de Roma una coalición de partidos y de caudillos en que, para asegurar el Gobierno, el uno sacrificó a su hermano, el otro a su tío y el principal de ellos a su tutor?
¿No fue degollado Cicerón por orden de Popilio, a quien había arrebatado de los brazos de la muerte con su elocuencia? Todos los fundadores de la independencia sudamericana murieron en los calabozos, en los cadalsos, o fueron asesinados, o sucumbieron en la proscripción y el destierro. Estas han sido las guerras civiles en las antiguas y modernas democracias.
Sólo cuando se ve y se palpa el furor a que se entregan los vencedores en las guerras civiles, se comprende por qué, en otros tiempos, los vencidos políticos, aun cuando hubieran sido los más insignes servidores del Estado, concluían por precipitarse sobre sus propias espadas.
Viendo la terrible persecución de que éramos objeto incesante, formé la resolución de presentarme y someterme a la disposición de la Junta de Gobierno, esperando ser juzgado con arreglo a la Constitución y a las leyes, y defender, aunque fuera del fondo de una prisión, a mis correligionarios y amigos. Así lo anuncié al Señor Uriburú, a quien expresé la forma de la presentación escrita que haría.
Pero se han venido sucediendo nuevos hechos, hasta entregarse mis actos, con abierta infracción constitucional, al juicio ordinario de los jueces de la Revolución.
He debido detenerme.
Hoy no se me respeta y se me somete a jueces especiales que no son los que la ley me señala. Mañana se me arrastraría al Senado para ser juzgado por los Senadores que me hicieron la Revolución, y entregarme en seguida al criterio de los jueces que separé de sus puestos por revolucionarios. Mi sometimiento al Gobierno de la Revolución en estas condiciones, sería un acto de insanidad política. Aun podría evadirme saliendo de Chile, pero este camino no se aviene a la dignidad de mis antecedentes ni a la altivez de chileno y de caballero.
Estoy fatalmente entregado a la arbitrariedad o la benevolencia de mis enemigos, ya que no imperan la Constitución y las leyes. Pero Uds. saben que soy incapaz de implorar favor, ni siquiera benevolencia de hombres a quienes desestimo por sus ambiciones y falta de civismo.
Tal es la situación del momento en que escribo.
Mi vida pública ha concluido. Debo, por lo mismo a mis amigos y a mis conciudadanos la palabra íntima de mi experiencia y de mi convencimiento político.
Mientras subsista en Chile el Gobierno parlamentario en el modo y forma en que se le ha querido practicar y tal como lo sostiene la Revolución triunfante, no habrá libertad electoral ni organización seria y constante en los partidos, ni paz entre los círculos del Congreso. El triunfo y sometimiento de los caídos producirán una quietud momentánea; pero antes de mucho renacerán las viejas divisiones, las amarguras y los quebrantos morales para el Jefe del Estado.
Sólo en la organización del Gobierno popular representativo con poderes independientes y responsables y medios fáciles y expeditos para hacer efectiva la responsabilidad, habrá partidos con carácter nacional y derivados de la voluntad de los pueblos y armonía y respeto entre los poderes fundamentales del Estado.
El régimen parlamentario ha triunfado en los campos de batalla, pero esta victoria no prevalecerá. O el estudio, el convencimiento y el patriotismo abren camino razonable y tranquilo a la reforma y la organización del gobierno representativo, o nuevos disturbios y dolorosas perturbaciones habrán de producirse entre los mismos que han hecho la Revolución unidos y que mantienen la unión para el afianzamiento del triunfo, pero que al fin concluirán por dividirse y por chocarse. Estas eventualidades están, más que en la índole y en el espíritu de los hombres, en la naturaleza de los principios que hoy triunfan y en la fuerza de las cosas.
Este es el destino de Chile y ojalá que las crueles experiencias del pasado y los sacrificios del presente, induzcan la adopción de las reformas que hagan fructuosa la organización del nuevo Gobierno, seria y estable la constitución de los partidos políticos, libre e independiente la vida y el funcionamiento de los poderes públicos y sosegada y activa la elaboración común del progreso de la República.
No hay que desesperar de la causa que hemos sostenido ni del porvenir. Si nuestra bandera, encarnación del Gobierno del pueblo verdaderamente republicano, ha caído plegada y ensangrentada en los campos de batalla, será levantada de nuevo en tiempo no lejano, y con defensores numerosos y más afortunados que nosotros, flameará un día para honra de las instituciones chilenas para dicha de mi patria, a la cual he amado sobre todas las cosas de la vida.
Cuando Uds. y los amigos me recuerden, crean que mi espíritu, con todos sus más delicados afectos, estará en medio de Uds.
José Manuel Balmaceda
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José Manuel Balmaceda Fernández (Hacienda Bucalemu; 19 de julio de 1840 - Santiago † 19 de septiembre de 1891) fue Presidente de Chile entre 1886 y 1891.
Inició su gobierno con un ambicioso plan de obras públicas y con el ideal político de unir a los liberales en un solo gran partido. Pero pronto inició un enfrentamiento con el congreso por la pugna entre presidencialismo y parlamentarismo, que se transformó en una Guerra Civil en 1891, tras aprobar Balmaceda el presupuesto de la nación sin la firma del Congreso. Derrotadas sus fuerzas en las Batallas de Concón y Placilla, se suicidó el 19 de septiembre de 1891 en la legación argentina.
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