CARTA DE FEDOR DOSTOIEVSKI
A SU ESPOSA ANNA GRIGORIEVNA
Homburg Miércoles 22 de mayo de 1867
10 de la mañana
Querido ángel mío:
Ayer cuando recibí tu carta me alegré hasta la locura, pero al mismo tiempo me sentí aterrado Qué pasa contigo, Ania, en qué estado te encuentras Lloras, no duermes y sufres ¿Cómo crees que me sentó leer esto? Han pasado sólo cinco días y ¡cómo estás! Querida mía, adorado ángel mío, tesoro mío, nada te reprocho; al contrario, me resultas más bella y más valiosa por esos sentimientos.
Comprendo que nada se puede hacer si no estás en condiciones de soportar mi ausencia y me tienes desconfianza (repito, no te lo reprocho; lo aprecio, te amo por eso, te amo incluso doblemente si caso esto es posible), pero al mismo tiempo, tesoro mío, debes concordar conmigo en que cometí una locura al venir aquí sin haberme enterado de tus sentimientos.
Piensa, querida mía: por un lado la nostalgia de ti me impedía ponerle fin con éxito a este maldito juego y viajar a tu encuentro, pues me sentía atado espiritualmente; por el otro: ¿cómo podía permanecer aquí conociendo la situación en que te encuentras?.
Discúlpame, ángel mío, pero voy a entrar en algunos detalles sobre mi situación respecto al juego para que te quede claro de qué se trata. Más de veinte veces, cuando me he acercado a la mesa de juego, he hecho el experimento de jugar con sangre fría, con tranquilidad y haciendo cálculos, y he constatado que así no existe la menor posibilidad de perder.
Te lo juro, ¡no hay posibilidad alguna!. Supongamos que en la mesa de juego está presente el azar, pero yo lo calculo y por lo tanto tengo ya una probabilidad de ganar. Sin embargo, ¿qué es lo que generalmente me sucedía?. Regularmente comenzaba con cuarenta florines, los sacaba de mi bolsillo, me sentaba y ponía un florín o dos.
Después de un cuarto de hora, generalmente (siempre) ya había ganado el doble. En ese momento debería detenerme e irme de ahí, ausentarme aunque fuera sólo hasta la noche, para calmar los nervios excitados (porque además me he dado cuenta de que mientras juego no puedo estar calmado y tranquilo por más de media hora seguida). Pero yo salía únicamente a fumar un cigarrillo y de nuevo volvía corriendo a jugar. ¿Por qué lo hacía si sabía que seguramente no podría soportar, es decir, que seguramente perdería? Porque cada día, al levantarme por la mañana, decidía para mí mismo que sería mi último día en Hamburgo, que mañana partiría y que por lo tanto no podía esperar el momento conveniente para jugar.
La casa de Dostoievski
Me apresuraba, desesperadamente, a ganar la mayor cantidad posible en un solo día (porque mañana ya no estaría aquí), perdía la tranquilidad, destrozaba mis nervios y comenzaba a arriesgar, me enojaba, apostaba todo ya sin ningún cálculo y perdía (porque quien juega sin calcular, el azar, es un demente). Todo el error consiste en que tú y yo nos separamos, en que no te traje conmigo Sí, sí, así es.
Aquí todo el tiempo pienso en ti, y tú estás casi al borde de la muerte sin mí Angel mío, te repito que no te reprocho nada, que te amo aún más por extrañarme de esa manera. Pero escucha, querida, por ejemplo, lo que me pasó ayer: después de haberte enviado la carta en donde te pedía que me mandaras dinero, fui a la sala de juegos; me quedaban en el bolsillo únicamente veinte florines (para algún imprevisto) y arriesgué diez. Hice esfuerzos sobrehumanos para permanecer tranquilo y poder calcular durante una hora completa y todo terminó en que gané treinta Friedrichsdor, es decir trescientos florines.
Estaba tan feliz que sentí unas ganas irreprimibles de ponerle fin hoy mismo a todo esto: quise ganar aunque fuera dos veces más de lo ganado e irme de aquí y, entonces, sin detenerme siquiera a pensarlo, sin descansar un segundo, me lancé hacia la ruleta y comencé a apostar mi oro, y todo, todo lo perdí, hasta el último Kópek, es decir, me quedaron únicamente dos florines para tabaco.
Ania querida, alegría de mi vida, comprende que tengo deudas que debo pagar, que van a decir que soy un canalla; comprende que hay que escribir a Katkóv (1) y quedarse en Dresdén. Debí ganar ¡Era indispensable!. No juego por divertirme. Era la única salida y todo está perdido por un mal cálculo.
No te recrimino, me maldigo: ¿Por qué no te traje conmigo?. Cuando se juega poco, a diario, no hay posibilidad de perder; esto es cierto, es así, tuve veinte veces la experiencia, y aún sabiendo que esto es así, me voy a Hamburgo con pérdidas; y sabiendo también que si me diera siquiera cuatro días más, en estos cuatro días lo desquitaría todo.
Pero ¡ya no voy a jugar!
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