Museo del Oro. Foto de Nora Elena Múnera Jiménez, cortesía de Cementos Argos
En la leyenda de Eldorado están nuestros orígenes
Por Juan Gustavo Cobo Borda
Todo país tiene un centro simbólico. Quisiera pensar, en el caso colombiano, que éste se halla en el Museo del Oro del Banco de la República, en el Parque Santander, en Bogotá. En la silenciosa soledad de esas salas encontramos nuestra raíz más honda: Quimbaya y Tumaco, Muisca y Tairona. Un diálogo constante con la naturaleza —aves, sapos, mariposas, caimanes—, y la convicción de que en todo el territorio de la hoy llamada Colombia artistas incomparables celebraron el asombro del mundo, la perplejidad de los cielos, el milagro de su propia existencia, a través de una orfebrería de exquisita sutileza. Una delicada red que ceñía cuello y busto, ornaba narices y orejas, celebraba, de modo ritual, lo que la tierra daba y confería a esas federaciones de tribus: caracoles para cantar, bastones de mando para regir y prendas para intimidar o seducir. Sobre la lana, el brillo de un prendedor inextinguible. Y los dioses de la naturaleza siempre presentes. Cascada del Tequendama, trueno de las montañas, verde abismo de la pureza de las esmeraldas.
Rituales, cultos, ceremonias donde el chamán vuela y sigue a las aéreas escuadras migratorias, o se superpone, máscara de jaguar, detrás de nuestra nuca, recordándonos que subsisten poderes que nos guían, presencias que aún laten, anidando en el fondo de nuestra mente. Donde el mico y la culebra, el colibrí y la iguana se estilizan y se hacen símbolos de una cultura integral. Donde las plantas alucinógenas y los poporos, con su laboratorio de cal alquímica para la coca, contribuyen a ampliar la visión y a sostener, por más largas jornadas, el trabajo comunitario. Donde productos como la sal o el pescado enriquecen la vida cotidiana. Donde el Oro es para el canje y la celebración, no para la usura y el lucro. Oro que engalana al sacerdote y al guerrero. Que tintinea en el marco de la rústica cabaña de barro y paja para ampliar la música del viento. Cuando el sacerdote-poeta nicaragüense, Ernesto Cardenal, vivió entre nosotros, haciendo su teologado en La Ceja, Antioquia, se nutrió de esas imágenes y las recreó en su poema titulado «Sierra Nevada»:
Dicen en la Sierra Nevada que todas las cosas que ahora tienen los colombianos antiguamente las poseyeron ellos trenes aviones puentes carreteras ciudades pero se las regalaron a sus Hermanos Menores.
Ellos, al bailar, al meditar, cuidan la salud del mundo y mantienen vivo el secreto de la fertilidad. Desde las altas cimas blancas de las montañas que miran al Caribe hasta el entorno de esas lagunas ocultas entre Los Andes —ojos de tierra abiertos a la Luna, donde un cacique cubierto de resinas y salpicado con oro en polvo avanza con su barca sobre el agua para sumergirse en esa madre primordial entre un coro nocturno de antorchas encendidas—, la misma convicción trascendente. El mito reiterado en el cíclico devenir de las constelaciones. Necesario para mantener la unidad y refrendar la fe en aquellos poderes que nos sobrepasan.
Allí está el ombligo de nuestro mundo. El espejismo tentador que nos fundó, y que atrajo, con su incesante surgir y desaparecer, a castellanos y andaluces, vascos y alemanes, en pos de la utopía.
Quiero, entonces, recobrar el mito fundador. Explicarme por qué un abogado y letrado atraviesa, con la precariedad de entonces, el Atlántico, y, sin temer a los fantasmas de la selva, a las flechas enherboladas y a las niguas, remonta ríos, asciende cordilleras, y logra agrupar huestes, sin lugar a dudas rivales, que venían de Coro, Venezuela, o del remoto Perú, en torno a doce chozas, como los Santos Apóstoles, para proclamar su fe y el reconocimiento al Rey Nuestro Señor. Otra fe. Otro Rey, distinto del Zaque o del Zipa.
Estamos hablando de 1538. Estamos hablando de una Sabana, mar de verdes y azules, que refluye en el contrafuerte de los cerros tutelares, Monserrate y Guadalupe, por una parte, y las estribaciones de la cordillera, por otra, que permiten vislumbrar en días despejados los volcanes nevados del Tolima y el Ruiz. Sabana desdibujada entre nieblas y rocío de cada mañana. Y donde el entorno va cambiando, día a día, en el penoso ascenso hasta 2.600 metros sobre el nivel del mar, de caballos y vacas, cerdos y gallinas.
Estamos refiriéndonos a hablas que se funden, creencias que se alteran, cuerpos que se ayuntan en el verso del amor, para engendrar la nueva criatura. Tierra con color de mestizaje. Tierra buena, y que pone fin a nuestra pena, como cantó el cronista, ya carcomido por la nostalgia de lo que dejó atrás, pero cada día reforzado en su apetencia. Como cuando Gonzalo Jiménez de Quesada, ya viejo, sale a buscar un nuevo Dorado, por los rumbos de los Llanos Orientales. El indígena sojuzgado pierde sus puntos cardinales. El español, con los sentidos trastocados ante una naturaleza feraz que lo sobrepasa, trata de hincar en ella sus valores de honor e hidalguía, de pureza de sangre no contaminada ni por la herejía judía ni por la perversidad morisca, curiosamente expulsada también de Granada en el año de gracia de 1492.
Quizás por todo ello, en esta periferia del mundo los ecos de la Ilustración y de las Luces llegarían retrasados, y subsistirían castas y pigmentaciones de la piel, jerarquías y títulos, ennobleciendo una pirámide social, donde a finales del siglo XVIII, en el Nuevo Reino de Granada, su capital, Santa Fe de Bogotá, tenía 18.161 habitantes, discriminados así: 8.122 blancos, 7.350 mestizos, 1.972 indios y 762 esclavos. Y dijo Jorge Luis Borges:
En 1517 el Padre Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas.
Humor y violencia
Pienso en el humor como compensación. Como la chispa hiriente que pone en su lugar al poder y se ríe de aquellos que pretenden representar un papel más grandilocuente que ellos mismos. Oradores en el parlamento; demagogos en los balcones de la plaza; voces que se han perdido para siempre, con su retahíla de promesas incumplidas.
Esta ciudad de poetas y gramáticos, de tenderos y abogados, albergaba en su corazón la rabia de las desigualdades y la pobreza. El encono de una violencia soterrada, que aflora no sólo en la caricatura y el grafito, sino de forma mucho más estremecedora en el trágico reverso de nuestra historia.
Sólo en Bogotá podía humillarse a Simón Bolívar obligándolo a pasar la noche bajo un puente, matar a Uribe Uribe con golpes de hacha, asesinar a Jorge Eliécer Gaitán disfrazándose de embolador o abalear a Luis Carlos Galán en la tarima de una plaza en Soacha.
Sobre esos sacrificios rituales, que parecen condensar toda una era en su carga mítica, se ha edificado también la ciudad, que con sus siete millones de habitantes bulle en la perenne tensión de una modernidad que no termina de lograrse. Allí siguen estando los burros que recogen lavaza, los desvencijados carros de caballos de pobre acumulando cartones, basuras y artilugios obsoletos. Allí siguen proliferando, inmortales, los gamines de manos ágiles, zigzagueantes en medio de las inmóviles estatuas —que blancas, plateadas, doradas nos remontan a Egipto, a Grecia, a robots espasmódicos de la Era Nuclear—, inventándose el rebusque de cada día. Ésta es la ciudad que sabe muy bien cómo la vida colombiana dura lo que un cambio de luces en un semáforo. Allí aguardan el bailarín clásico, los «Maradonas» picando con estilo un balón, jóvenes en inmensos zancos, tragafuegos, equilibristas, acróbatas y mimos. Y también inválidos en sus sillas de ruedas, ciegos y cojos con sus muletas, desplazados con sus preciosas negritas de trenzas y una arrugada cartulina narrando el dolor de su exilio. Y el más heterogéneo mercado de flores, frutas, pomarrosas, mamoncillos, pitahayas, y artilugios de «manos libres» para conducir, hablar y escuchar a la vez. Sin olvidar a arpistas, tipleros y acordeoneros que suben por la parte de atrás de los buses y cantan —claro— boleros de amor y despecho. Todo ello entre el smog nauseabundo de las chatarras llamadas buses.
Hoy en día todo el país converge en ese centro donde a partir de la Plaza de Bolívar se sigue reconstruyendo y ampliando el horizonte de nuestros sueños. En tal sentido una plaza de mercado como la del Siete de Agosto constituye una fiesta diaria de sonidos, colores, sabores y atareada vivacidad popular. Camiones que han venido de las veredas con sus fragantes bultos de mandarina. Despliegue de blanco absoluto de quesos y arepas, salvo las amarillas de Santander. Pescados gigantes del Amazonas y puestos de hierbas, para todos los males del alma, corazón y cuerpo. Prodigio de los salpicones de frutas y deleite de los tamales, envueltos en verdes hojas. Así, ahora, en comidas, deportes, parques, ciclovías y ciclorrutas, añoramos las quebradas, vacunamos los árboles, nos extendemos en los potreros, y sabemos que el hombre, con gesto perdurable, ha edificado poemas en ladrillo y cemento, que nos albergan y nos permiten escribir nuestros himnos de admiración y de duda. De elogio y gratitud.
En tal sentido la nueva ciudad bien podría llamarse Rogelio Salmona, desde el edificio de postgrados de la Universidad Nacional hasta el Archivo de la Nación; desde el Centro Cultural Gabriel García Márquez, en La Candelaria, hasta las Torres de Salmona. Y en el sorprendente milagro de comprobar cómo, aún después de muerto el arquitecto, va surgiendo la nueva sede de la Alianza Colombo Francesa, en la calle 93.
La luz de la tarde modulará sobre el ladrillo los acordes de una sinfonía, y pondrá, entre el recorrido de los arcaduces con agua y el verde perenne de árboles y flores, otro hito para sentir esta ciudad como nuestra. De tamaño humano. Allí donde la cultura eleva al hombre, preserva su entorno y vuelve compartidas sus creaciones en este rincón de Sudamérica.
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