lunes, 11 de febrero de 2013

576.- El discurso del camaleón


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El discurso del camaleón




Por: Milagros Pérez Oliva 

Una parte de la crisis de confianza que vive la política española tiene que ver con las palabras. Y más concretamente, con la banalización de las palabras. Con la facilidad con la que se adueña de la esfera pública un discurso cínico y hasta camaleónico, que despoja a las palabras de su significado. La metamorfosis del relato, en función de la coyuntura, tiene mucho de impostura y en ocasiones incluye una reinterpretación del propio discurso. El objetivo de quienes practican esta forma de distorsión semántica es hacer creer que las cosas no son como son, sino como ellos dicen que son. Y resulta descorazonador observar que muchas veces lo consiguen. Desenmascarar este tipo de distorsiones solo requeriría hacer una pequeña incursión por la hemeroteca, pero estamos tan atrapados en la vorágine de un mundo en permanente aceleración, que apenas tenemos ganas ni fuerzas de mirar atrás. Y si lo hacemos, de poco sirve. Nuevos acontecimientos y nuevas polémicas ocupan ya la esfera pública y así es como el discurso camaleónico puede conseguir sus objetivos sin apenas resistencia.
El discurso del Gobierno sobre la reforma laboral es un buen ejemplo. Un año después de su aprobación en Consejo de Ministros, está claro que la reforma está lejos de dar los frutos que se le atribuyeron. No solo no se ha reducido el paro, sino que ha aumentado. Rozamos, según la última EPA, los seis millones de parados y la tasa de desempleo ha llegado al 26%, igual que en la quebrada Grecia. Un año después, pese a la bajada general de salarios, la contratación sigue bajo mínimos y los pocos contratos contratos que se hacen no son indefinidos, sino tan precarios como los de antes. A pesar de lo cual, el presidente del Gobierno ha dicho que “la reforma laboral está funcionando muy bien”, y la ministra de Trabajo, Fátima Báñez, que se siente “muy moderadamente satisfecha” (sic) por los resultados. 
La realidad, pues, no ha cambiado. Sigue tozudamente igual de mal. Lo que sí está cambiando es el discurso. Lentamente, como se mueve el camaleón. 
El primer paso consiste en negar la posición anterior. Ahora resulta que nadie del Gobierno dijo nunca que la reforma laboral iba a crear empleo. Nadie dijo tampoco que con un despido mucho más barato, perdón, con mayores facilidades para la salida del mercado laboral, las empresas iban a contratar más. Ni que la reforma serviría para acabar con la terrible injusticia de un mercado laboral dual, en el que una parte de los trabajadores, aquellos que aún tenían contrato indefinido, podían mantener sus privilegios a costa de la precariedad de los más jóvenes, que enlazaban un contrato tras otro porque las empresas no podían soportar los costes laborales de convenios tan onerosos y abusivos. 
Como no ha ocurrido, ahora resulta que tampoco dijo nadie que concediendo a los empresarios, gente emprendedora y constructiva, una mayor discrecionalidad para cambiar las condiciones de trabajo, preferirían ajustar horarios y salarios antes que despedir. Claro que para ello era imprescindible limitar la capacidad negociadora de los sindicatos, cuyo inmovilismo estaba llevando a la ruina a las empresas y al país. Y tampoco se dijo que, si podían reducir plantilla de forma rápida y barata, sin autorización administrativa y sin necesidad de acreditar pérdidas, los empresarios recuperarían la confianza y volverían a invertir y a contratar. Y ya no con contratos temporales, sino indefinidos.
Como nadie del Gobierno dijo nada de todo eso, nadie es ahora responsable de que no haya ocurrido. Aprobada la reforma y sin peligro ya de marcha atrás, el discurso puede entrar en fase de metaformosis para adaptarse a la realidad y, si es necesario, preparar el siguiente paso: lamentablemente, como ya es sabido, una reforma laboral no crea empleo en el corto plazo, y menos en una situación de recesión económica. Ya se sabe que hasta que no se alcanza un crecimiento de por lo menos el 2% del PIB, no es posible crear empleo neto. Habrá que esperar a que la nueva burbuja especulativa, perdón, a que la económía entre en un nuevo ciclo expansivo para que la reforma laboral pueda dar todos sus frutos. Hay que tener paciencia, las reformas de calado requieren su tiempo. Hemos de persistir en el camino emprendido, que sin duda es el correcto, y si realmente dentro de un tiempo observáramos que aún no se crea suficiente empleo, será una señal de que la normativa no es todavía lo suficientemente flexible como para que los empresarios se animen a contratar. En ese caso, habría que revisar de nuevo la ley. En realidad, lo que animaría de verdad a los empresarios es que el despido, perdón, que la salida del mercado de trabajo fuera completamente libre y sin coste alguno. Eso sí que crearía puestos de trabajo.

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Este tipo de metamorfosis del discurso político implica siempre cierta voluntad de engaño y, como la mentira o la falsedad, daña algo muy importante en democracia: la confianza. El antropólogo Lluís Duch, autor de trabajos de investigación sobre el  valor simbólico del lenguaje, observa en La banalización de la palabra (Centre de Cultura Contemporánea de Barcelona) que “es fácilmente perceptible, en diversos ámbitos de la sociedad, una profunda y en cierto modo irreparable crisis gramatical, una perversión o al menos una devaluación muy amplia e intensa de la palabra”. "En nuestras sociedades occidentales, la intensa banalización de la palabra humana se origina a partir de una especie de cinismo militante, muy frecuente hoy, que, como una poderosa epidemia, infecta todas las formas de presencia".
La desestructuración simbólica, que afecta a muchos ámbitos, desde la religión a la política, corroe según Duch, la confianza perceptiva, que es aquella que “exige una afinada e incansable capacidad crítica, acompañada de una reposada reflexión, ponderación y contextualización”. A diferencia de la confianza espontánea, que se establece a priori y se basa en una fuerte corriente de empatía gratuita, la confianza perceptiva se establece a posteriori y está basada, según Duch, "en el arte de la crítica”.

Camaleon[1]

Este es el tipo de confianza que modula las relaciones profundas de la política, como la adhesión a un proyecto o a una causa. Y esta es la que resulta dañada por la distorsión cínica del lenguaje. El discurso del Gobierno sobre la reforma laboral carece de credibilidad, pero tampoco encuentra ya oposición. La degradación del lenguaje conduce a una desestructuración simbólica que elimina la capacidad crítica y el juicio moral. Si el cinismo se impone, no hay comunicación; los ciudadanos quedan incapacitados para emitir juicios críticos. ¿Cómo criticar algo que se niega que se haya dicho? ¿Como se critica un posicionamiento que cambia en función de la coyuntura? Además, qué parte del discurso se puede criticar ¿la explícita, la implícita, la de antes, la de después?
Discutir ahora sobre las falacias en las que se basó la justificación de la reforma, como las que en su día se utilizaron para justificar la modificación de la ley del suelo que dio lugar a la burbuja inmobiliaria, aparece como un ejercicio inútil, condenado a la melancolía. En realidad, el discurso cínico no busca ocultar la realidad, sino ocultarse. No le importa que se descubran sus falsedades, sus ambigüedades.Lo que busca es aniquilar, por la vía de destruir la comunicación, la capacidad de reacción.

ElPaís.com
11 de febrero de 2013

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