Carta de un superviviente de Hiroshima
"De pronto, un deslumbrante fulgor rosa pálido apareció en el cielo, acompañado de un temblor sobrenatural, que fue inmediatamente seguido por una ola de sofocante calor y por un viento que barría todo a su paso. En pocos segundos, las personas que circulaban por las calles y jardines del centro urbano fueron abrasadas. Muchos murieron instantáneamente a causa del espantoso calor; otros se retorcían por el suelo, aullando de dolor por las quemaduras mortales.
Todo cuanto se hallaba en pie dentro del área quedó aniquilado y sus restos se proyectaron en como torbellino hacia el cielo. Los tranvías fueron arrancados de la vías y lanzados lejos, como si carecieran de peso; los trenes, levantados de sus rieles cual juguetes. Los caballos, los perros y el ganado sufrieron la misma suerte que los seres humanos.
Todo cuanto vivía en esa área quedó aniquilado o en actitud de indescriptible sufrimiento. La vegetación no se libró de la catástrofe: los árboles desaparecieron entre llamaradas, los sembríos y arrozales perdieron su verdor y quedó la hierba quemada en el suelo como paja seca. Más allá de la zona de la absoluta muerte, las casas se hundieron en un caos de vigas y muros. Hasta un radio de cinco kilómetros del centro de la explosión, las casas construidas de materiales ligeros se derrumbaron como si fueran castillos de naipes, los que hallaban en su interior resultaron muertos o heridos; y los que consiguieron librarse milagrosamente y salieron al exterior, se encontraron cercados por cortinas de llamas.
Por la tarde, el nivel del incendio general disminuyó, hasta que se extinguió porque ya no había nada más que incendiar".
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